OLPL, el re-reparador de sueños

Y me fui a buscar al primer hombre 
que mintió, que mintió…
La primera mentira”, Silvio Rodríguez





Quienes crecimos en los setenta y ochenta lo hicimos dentro una imaginería de carteles de cine impresos por el DOR, llamamientos a marchas del pueblo combatiente y banderas del 26 de Julio que ondeaban al mismo tiempo que unas botas rusas maltrataban el asfalto al ritmo del Himno del guerrillero y el pueblo gritaba Patria o Muerte, ¡Venceremos!

La Revolución Cubana, sabedora de que el ser humano está condicionado por la realidad en la que vive, rediseñó nuestro hábitat a imagen y semejanza del castrismo. Primero, el Departamento de Orientación Revolucionaria y, después, el Departamento Ideológico del Comité Central de Partido Comunista de Cuba, se encargaron de desarrollar el conjunto de referentes simbólicos puros y adecuado a la idea del Hombre Nuevo. 

Los murales de Raúl Martínez, los carteles de Alfredo Rostgaard, las películas de Titón, los noticieros de Santiago Álvarez, los ensayos de Mirta Aguirre, la poesía de Guillén, la voz de Manolo Ortega describiendo el desfile por el Primero de Mayo, los muñequitos rusos, la comedia silente de Armando Calderón y la música (esa banda sonora del castrismo tan diversa y, sin embargo, tan monocorde) fueron mi todo infantil, mi universo.





Si el castrismo se convirtió en el todo cubano, la música de la época fue la banda sonora de ese todo. Cuba fue sinónimo de Castro. Que no es lo mismo, pero era igual.

Mientras estudiábamos en la Nueva Escuela, la cartografía musical de la Revolución Cubana se instaló en cada rincón y condicionó cada estado de ánimo. Para levantar la moral revolucionaria, nada más épico que escuchar a Osvaldo Rodríguez o la Marcha del pueblo combatiente. Para reafirmar nuestra cubanía irredenta, Pablito desgañitaba su Amo esta Isla o Cuando te encontré. Para bailar y gozar, los Van Van acompañaron a los cañeros de los Diez Millones con su Marilú, o sus crónicas que iban desde Opina hasta La Habana no aguanta más. Y, si el Imperio osaba arrebatarnos a un compatriota, algún machete se enredaba en la maleza y a pesar de los pesares, como sea, se escuchaba ¡Cuba va…!  

La música cubana padeció de los mismos vaivenes del proceso ideológico.  Primero, el Quinteto Rebelde y Carlos Puebla siguieron la impronta de la música popular cubana, republicana y, por ende, “pseudomúsica” y “gusana”.  Después, con la adhesión de la izquierda latinoamericana, fundamentalmente esos chicos Buarques no brasileños, los jovencísimos inquietos del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, se adentraron en el universo del bossanova y la Nova Canção.  Luego, entraron el charango y los ponchos. Más tarde, los ritmos caribeños. 

La Habana sonaba a Chamamé a Cuba, a Mayohuacán, a Martha Jean Claude, a Síntesis y Mezcla.  Todos en su exacta definición y función. Y por ahí también trovaba un outsider de fama oscura y halo de inconforme: Silvio Rodríguez.

En Silvio se unía tanto el anhelo de los más fervorosos comunistas como la ilusión de los más críticos. Sus canciones, deliberadamente ambiguas, se interpretaban según la acera por la que caminases, llegando a ser más gusano que Posada Carriles o más comunista que Fernando Rojas, en dependencia del adolescente sudoroso que cantaba sus canciones.  





Los guevaristas lloraban con Canción del elegido y tenían orgasmos con El necio. Y, los que odiamos desde siempre al autoritarismo de Castro el Mayor, buscamos en Ojalá las referencias evidentes a “la mirada constante, la sonrisa perfecta” y gritamos en los conciertos a garganta rota “ojalá por lo menos que te lleve la muerte” (y un disparo de Nievi, más que de nieve). 

Había en sus letras un cripticismo deliberadamente ambiguo que estimulaba rebeldía e iba dejando migas de pan que despertaban mi curiosidad intelectual y me ayudaron a entender la poesía. También un cierto patriotismo nacionalista. Por él me adentré en la vida de Ignacio Agramonte, El Mayor, nuestro primer liberal, nuestro primer republicano. 





Silvio fue eso, un comodín ante el cual la Revolución crecía o se desmoronaba. Aún recuerdo un concierto con Afrocuba en la Plaza de la Catedral, donde ante el tumulto la policía repartió tonfazos y gas pimienta a diestra y siniestra, mientras todos gritábamos de “¡Esto no es Chile!” Y el trovador en jefe sin inmutarse, mientras la ciudad se derrumbaba y él cantando.

Un día torcí camino y me perdí del Morro y aquí, en el exilio, escuchar a Silvio es un acto vil. Es la traición más sucia, el pecado más horrendo. 





Nuestras memorias provienen de un contexto ideologizado bajo el único referente del castrismo. Por eso, nos empeñamos en ahogarlas. Escuchar a Silvio en Miami es ofender la propia razón de nuestro exilio. Dejarnos llevar por la nostalgia es otorgarle un tanto de partido al represor. Es admitir que no tenemos nada a lo que asirnos, que nuestra juventud no solo fue robada por tres viejos, sino que fue borrada, desterrada.

En un exilio tan tóxico como el cubano, cualquier desliz hacia el recuerdo te estigmatiza, te convierte en apestado, te cancela. Esta diáspora te obliga a la más dolorosa de las renuncias: renunciar a tu propio recuerdo. 

A veces he intentado decirme que hay dos Silvios. Uno, poeta, el más grande de las letras cubanas. Y otro, diputado, el más hijo de puta de los propagandistas castristas.





Pero no es cierto. Silvio Rodríguez Domínguez, cuando debió partirse en dos, abierto y plegado ante el verde olivo barbudo de su amo, mandó a la mierda a los cubanos y solo le preocupó la suerte que pudieran correr sus canciones. Silvio no tuvo reparos en prostituirse él y prostituir su obra, para disfrutar de lo que el cubano no tenía. Silvio supo engañarnos.

Aun así, de vez en cuando, en noches en las que el calor y la brisa de Miami Beach imponen la nostalgia, se escucha a Silvio en rondas y reuniones, se le canta bajito, por si acaso, siempre con resquemor, siempre con sigilo.





Las migas de pan que seguí en mi adolescencia me han traído hasta este puñado de realidades que Orlando Luis Pardo Lazo ha sabido construir con inteligencia ¿artificial?. Son, por el momento, diez canciones de Silvio descontextualizadas, rumiadas, regurgitadas, dispuestas de tal modo que al desmemorizar la carga simbólica de las mismas, nos reconcilia con nuestros recuerdos.

Cada uno de estos temas reconstruye nuestra memoria y las despoja de su carga totalitaria. Es una devolución, un acto de generosidad pedagógica, para quienes no supimos enfrentarnos a la esquizofrenia de un exilio que a veces adopta rivalidades tan radicales como un terraplanista furibundo. 





Desde el primer tema, Por quien merece amor, reconvertido en la balada For Those Who Love Most en modo locrio (el más inestable de todos), donde la quinta disminuida vibra como eje tonal, descubrimos que la épica del original se diluye entre terceras menores, segundas disonantes y una séptima menor inquietante y deprimente. Al modificar su arquitectura, el tema cambia de sentido, se recontextualiza, se somete, se amaestra. Se domestica. 





Hopefully es una maravilla. Si el original Ojalá es complejo (oscila entre un Re menor y un Re mayor, con la negra a 90 bpm y un coro que modula a Do mayor plagado de dominantes secundarios estridentes), el regalo de OLPL es una joya del R&B, una locura para bailar pegados, sexy y voluptuosa.  La reinterpretación es aceitosa, viscosa y delirante, pura pornografía sonora.





Le vent c’est toi es un prodigio. El original El viento eres tú de Silvio Rodríguez se construye sobre una base de La menor con Mi séptima (Am-E7) que le confiere un color modal muy a tono con el lirismo eslavo. El compás de 6/8 no valsea: trepida, como si fuera una romanza soviética escrita en La Habana. La voz de Silvio, recitativa y cargada de pathos, resuena con ecos de Rimsky-Korsakov, quizás Músorgski, donde el dolor es digno y distante. 

Sin embargo, lo que escucho de OLPL es un susurro en blanco y negro, una canción que Carla Bruni pudo haber grabado tard dans la nuit mientras llovía en París. El tema, además de ser íntimo, intima. Invita a quedarse quieto, a desaparecer un poco. Esa atmosfera de sensualidad apagada y discreta suena a LoFi emocional. No hay que hacer nada, solo estar ahí.  No recuerda nada, construye nuevas memorias y en esto radica su genialidad. 

Lo maravilloso de estas nuevas realidades es que nos hacen desandar esas migas de pan que el poeta diputado esparció sin saberlo. Si las canciones de Silvio son ideología poética o poesía ideológica, sin distinción entre ellas, en estas versiones virtuales, donde solo existe el acto de la desmemoria y de la desideología, el efecto es liberador. El no Silvio que escuchamos nunca fue diputado, nunca abrazó a Fidel Castro, nunca le cantó a Girón. Silvio es ahora un Silvio Sin Silvio.

Estos diez temas pueden ser escuchados sin remordimientos, sin el lastre del pensamiento cederista, sin que la nasalidad desafinada del trovador de San Antonio de los Baños nos remita a Tribunas Abiertas, Mesas Redondas o los actos de repudio a los que él mismo asistió.

Orlando Luis Pardo Lazo nos devuelve algo a lo que tuvimos que renunciar: a nosotros mismos. 








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