La realidad, de tan compleja, hace que los sueños sean más simples —esa manera torpe de volverse más irrealizables—; tanto, que Carlos Varela ya cuenta los suyos. Al menos uno. En 1998, mientras estaba Faja’o con los leones, no se los quería decir a Ian Padrón. Pero el tiempo decide y el reloj se va quedando sin arena.
A las 9 de la noche, al Yarini todavía le caben dos bayús. En cada mesa, los camareros encienden una vela dentro un vaso de cristal. Hay extranjeros que comen. Extranjeros que beben. Extranjeros de pie que hablan. Una mujer que pide un “agua bendita” y se la traen en un vaso. Ella quiere una copa. A El Cigala le salen lágrimas negras de un bafle.
Entre dos, han colocado una pantalla opuesta al escenario, a la que luego conectarán un tablet para que a Varela no se le olvide la letra. Un atril de cristal.
Reconozco personal de la embajada de Italia. O eso creo.
Me invita mi padrastro, que es tan fanático a Carlos, que no solo paga sus 3000 pesos, sino los míos también. Estamos en medio de una de las farándulas habaneras. En un país donde comer medianamente bien es un lujo, no sé qué cosa será esto.
Nos sientan al costado izquierdo del escenario. Una versión criolla de Pedro Almodóvar pasa por detrás de nuestra conversación. Hay 7 púas rojas pegadas en el brazo del micrófono. Hay un gordo con gorra idéntico a Frank Delgado sentado en la punta de la barra. Un utilero trae 7 pomos de agua y dos termos negros, al parecer idénticos, pero que van en un orden predeterminado; se equivoca y los vuelve a colocar: el primero donde puso el segundo.
A las 9:50 activan una máquina de humo con un ruido que fumiga todo el local. En la pata del piano electrónico, en letra impresa, está el guion del concierto: 13 canciones con apuntes en bolígrafo al lado de cada título. Abrirán con “Solo tú”.
Carlos trae el sol a la terraza del Yarini a las 10:10. Un séquito de tres personas, gorra para atrás, botas, se activa la fumigadora, se arrodilla en la esquina derecha del escenario. Dice que le envían mensajes de Holguín y Camagüey; pero eso no depende de él. Lo que sí controla es estar en este bar con sus sobrinos, los hijos de Pichi.
Los hijos de Guillermo Tell, le piden del público; pero responde que ese padre tampoco vino hoy. Voy al papel y no aparece su ballesta. Entre muros construye una puerta para gritar “Viva Cuba libre”.
El local se pone chulo de pronto. Se ha llenado mientras Carlos llora por el arco superciliar. Saca un blíster del bolsillo y se toma una pastilla antes de cantar “Siete”. Unos segundos antes había repasado la letra.
Comenzaron los fantasmas, dice cuando se acaba “Siete” y el utilero tiene que cambiar la conexión de la guitarra. El utilero se llama Aurelio y se pasa el concierto sentado detrás del bafle a la izquierda de Carlos; mientras el trovador canta, mira el móvil como en “la soledad de una gasolinera”.
“Estás”, está en este concierto ―se detiene Varela―, por ese verso que le resulta gracioso. La compuso cerca de 2000 para el disco Siete y nunca la cantó en vivo. Es una canción de amor; tanto, que todos los choferes de Cuba la pudieran tararear ahora mismo. A ver si las nubes se van.
Se empina el termo del centro. Algo se le queda adentro y llorando porque repite de nuevo que “la política no cabe en la azucarera”. El título de esa pieza de Juan-Sí González que tanto les gusta a Varela y a su público. No estaba en el programa este popurrí, o no aparentemente.
Hay tiempo para que se estrene una “Máscara” y antes de decir una (otra) palabra, quita el sudor con una toalla negra. Si fuera Manuel de la Cruz, contaría que tiene las tetillas paradas.
“Ya que no puedo cantar en la Ciudad Deportiva al menos los tengo a ustedes”, suelta esa verdad. Y es que una generación tuvo el concierto del Chaplin, el del Carlos Marx con algún cristal roto. Lo tuvo cerca, grabando “Tropicollage” en vivo cuando alguien lo quiso dejar sin voz. Como peces sin mar se reunían en los espacios de respiración artificial que Carlos ofrecía. Quizá no se supieron peces, pero sí los hijos de Guillermo Tell.
Los nietos y sobrino-nietos de Guillermo Tell tuvieron su concierto en el coliseo de la Ciudad Deportiva. Tuvieron un local a medio llenar, o medio local fue lo que pudieron tener. A Carlos lo tuvieron a casi 80 metros y lo que distinguían era su creciente gordura. Como nietos al fin, algunos no se sabían al pie de la letra el himno de sus padres; pero corearon y creyeron que estaban. Jamás formaban parte de la feria de los tontos. Como si todas las gradas de la Ciudad Deportiva las cubriera un telón de fondo, se liberaron —como quizá no lo hicieron nunca sus padres— y gritaron a toda esperanza como quien no tiene bosques, pero aún sueña que podrá soñar con árboles.
El falso Frank Delgado sentado en el borde de la barra quiere “el contén del barrio”. Varela, cada vez que puede, hace pequeños cambios en la letra y pone la palabra “fácil de decir”, la que para Aute era “la más sobada, manipulada tergiversada, prostituida, exhaustada, que conocía”. En un homenaje al maestro, Varela estrenó “Telón de fondo”.
Cuando se cierra, alguien le grita desde el balcón del segundo piso: “Carlos, calienta esto”. Lo dice a pocos metros de distancia, pero a muchísimos de altura de donde se calentó la cosa muy duro hace casi tres años. Para llegar al bar Yarini hay que subir una escalera grande grande y otra chiquita de cemento. Para sentarse lejos del contén del barrio. Del barrio de San Isidro.
El falso Frank Delgado le pide “Memorias” desde la punta de la barra. Pero el cierre es con la luz de discoteca y la gente bailando en la “Feria de los tontos”.
El gnomo, en su guarida; aunque los años y el peso le parecen más a un troll de los que atacaba a David. Lanza las 7 uñas rojas al aire. Todos se van. Me robo el guion del pianista. Se quedan las pastillas sobre la alfombra del escenario. Quisiera saber qué son, pero me contengo, como el que va a San Isidro a gritar “Viva Cuba Libre” en la altura de un bar.
Luego de pagar 3000 pesos cubanos por entrar, ¿quién sueña en el contén del barrio?
© Imagen de portada: Carlos Varela.
Catherine Zuaznábar: “Yo quería volver a bailar en Cuba” (I)
“A veces los bailarines se exigen demostrar que son buenos. Esa etapa para mí ya pasó. He estado en grandes compañías. He bailado obras de grandes coreógrafos”.