A diez años de ‘Crematorio’: ¿Muerto el padre, se acabó la rabia?


‘Crematorio. En fin… el Mal’, de Juan Carlos Cremata.


El tradicional epíteto de “cabeza de familia” que se ha endilgado al padre durante centurias resume de la manera más precisa la verticalidad de la jerarquía patriarcal. El padre es el punto más alto de la estructura social consanguínea. Es insuperable, por encima de todo el resto del cuerpo familiar. 

No solo es quien único ostenta el privilegio de pensar y decidir por todos los consortes y descendientes, sino que, a partir de una meticulosa interpretación de tal imagen, sería el único capaz de hacerlo. Solo él estaría capacitado biológicamente para generar ideas, pensamientos. El resto de los componentes de la familia se identificarían con las otras partes del organismo, carentes de la conciencia, iniciativa y voluntad reservadas para el pater

El padre es figura rectora, absolutista. Opresor por derecho milenario, déspota naturalizado, dictador indiscutido. Su voluntad tiene carácter de ley, sus decisiones son edictos, sus ideas son axiomas. Siempre tiene la primera y la última palabra. Es la voz solitaria que retumba en el hogar, la mano que se alza para castigar. El maltrato físico es su prerrogativa, como modo intrínseco de sellar las rebeliones contra su lógica de vida. 

Según la lógica patriarcal, cada familia es un microrreino, una microdictadura, un micrototalitarismo. La figura del padre omnipotente es contraria a la pluralidad, a la evolución emancipatoria de las generaciones, esencialmente antidemocrática. Suyo es el derecho a ser y tener cabeza, a establecer o cambiar el statu quo

Tal jerarquía se ha replicado durante milenios en las macroestructuras sociales humanas que son como grandes “familias” supeditadas a la decisión de los omnipotentes padres gobernantes. 

Según la lógica patriarcal, cada familia es un microrreino, una microdictadura, un micrototalitarismo.

Ante la mirada de los tiranos, el pueblo es una familia dependiente y obediente del patriarca proveedor, quien se eleva a niveles deíficos como un ser supra humano, incuestionable, irrebatible, intocable. Contradecirlo, impugnarlo, es impensable y punible con la máxima dureza. Está por encima de todo. Es la razón de todo, el por qué y el por cuánto, la imagen a cuya semejanza deben ser todos.      

Consecuentemente, la muerte o incapacitación del padre de la sangre y del Estado equivaldría a la muerte cerebral del cuerpo colectivo consanguíneo y de la gran familia social. Es una decapitación simbólica que priva al resto del organismo de guía, razón y sentido. Solo queda el desmoronamiento, la descomposición del remanente. Con su muerte acaba el mundo, finaliza la existencia. Bajo su sombra no crece la yerba y su última exhalación desata un eclipse eterno sobre quienes dependían de él.

Con el deceso del padre sobreviene el caos, el derrumbe. Pero también la posibilidad de un nuevo renacimiento, algo deplorable para los patriarcas reaccionarios, para los tiranos y déspotas. A la larga son grandes campeones de lo estéril, promotores de la infecundidad, enemigos de la vida, a la que solo conciben como su herramienta y feudo. 

En 2013, Juan Carlos Cremata Malberti [Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda)La Época, El Encanto y Fin de SigloNadaViva Cuba] largó al mundo el cortometraje Crematorio. En fin…el Mal. Quizás la única vez que se proyectó en pantallas oficiales cubanas fue como parte del programa colateral de la 13° Muestra Joven ICAIC. Fue presentado como un work in progress en el cine Chaplin, junto a la menos conocida Crematorio II. Más allá del bien y del…mar. Ambas películas abordan la muerte desde el humor (re)negro, en sus respectivas resonancias en el más acá y el más allá.

Crematorio. En fin… profundiza en las consecuencias de la muerte del padre en el plano de terrenal. Estudia la posibilidad de vida inteligente en el cuerpo familiar y nacional simbólicamente decapitado. Es una historia del día después, un relato sobre el caos, sobre la toma de consciencia, la emancipación y el ajuste de cuentas. 

Ante la mirada de los tiranos, el pueblo es una familia dependiente y obediente.

Es una extravagante y rocambolesca fábula sobre la maduración súbita de unos descendientes infantilizados, rechazados por un progenitor absoluto que veía con desaprobación e ira cómo estos vástagos decían basta y echaban a andar por caminos no planificados por la voluntad paterna; bien lejos de sus dogmas, edictos y caprichos dictatoriales. No es un cuerpo acéfalo y zombificado el que queda atrás cuando la cabeza muere, sino una hidra cuyas múltiples testas permanecían ocultas, exiliadas, esperando el fin del padre que determinará nuevos principios.

Los hijos y nietos desobedientes fueron desheredados por no querer reconocerse como legatarios y continuadores sumisos de un orden indiscutible, que demanda sacrificio y solo ofrece sacrificio. La prole como rebaño de corderos cuya única misión en la vida es ser ofrecidos en holocausto en el altar al padre. 

Eleuterio Bermúdez (Pedro Díaz Ramos) es un anciano cubano adicto al establishment político, que muere infartado tras un orgasmo “revolucionario” durante la retransmisión televisiva de una “tribuna abierta”. Es veterano de alguna guerra civil o injerencista emprendida por el poder en algún momento. El eufemístico estatus de combatiente alimenta su ilusión —o alucinación— de ser aún parte activa del proceso sociopolítico, espejismo que alimenta con fantasmagóricos informes. Nadie los lee nadie, a nadie le interesan, como subraya el personaje de Yumisleidy (Yaité Ruiz).      

El cuerpo de Eleuterio sigue preso de una excitación post mortem que inmortaliza su último gesto de placer y deber. Su adhesión al régimen es una mezcla de éxtasis y devoción, militancia y deseo.

Eleuterio se ha convertido en estatua cadavérica, en escultura efímera que honra a un régimen patriarcal que no cede su rol como cabeza inobjetable del cuerpo nacional. Piensa por todos y define la realidad según su imagen y delirios. 

Los hijos y nietos desobedientes fueron desheredados por no querer reconocerse como legatarios.

El lugar del combatiente muerto no está en galerías, museos, centros de estudios o plazas públicas. Yace en la morgue derruida de una funeraria despedazada. Afuera, en la capilla, aguarda la familia, debatida entre el envilecimiento y la emancipación. Afuera aguarda el país, que se debate entre el despedazamiento del cadáver dictatorial y la autovindicación como pueblo adulto, capaz de decidir sus suertes. 

La familia experimenta una traumática epifanía de libertad cuando el altar se derrumba y la maldición del legado inevitable se quiebra, cuando la cabeza opresora cae por decreto de un poder más grande que cualquier voluntad, cuando se revela la mortalidad del padre pensado como eterno. Los descendientes siguen vivos, respiran y piensan por sí mismos. Ya no tienen que sobrevivir en los estratos inferiores, cegados por la implacable luminosidad del sol del mundo moral que es el padre. Sus rayos ultravioletas y ultraconservadores ya no los dañarán más.  

Tras la muerte de Eleuterio, comienza la implosión. El universo se expandía lo más lejos posible de su gran agujero negro patriarcal, pero ahora comienza a replegarse en un big crunch vengativo. Es una contracción violenta y catártica, un grito de confusa libertad, de pesimista independencia. 

Hace diez años, muchos cubanos —y muchos otros que no eran cubanos— intentaban dilucidar el futuro de Cuba luego de la ya inminente muerte de Fidel Castro, gran cabeza de familia, padre forzoso de todos los cubanos, “novio de todas las niñas” —Carilda Oliver dixit

En el audiovisual cubano de ficción y en otras artes, proliferaron los abordajes a la muerte del padre “revolucionario”, del padre-Revolución, del padre-régimen, del padre-pasado. Este personaje tipo ya había aparecido desde años antes, con todo y su atuendo de miliciano o militar, en películas como Video de familia(Humberto Padrón, 2001) y Lisanka (Daniel Díaz Torres, 2010) —interpretados ambos por Enrique Molina—. Vale destacar el plano final de Video…, en que aparece la foto de toda la familia, reunida, finalmente, bajo la égida de la concordia y el amor filial. Tras el grupo asoma la cabeza de Fidel Castro. Es una foto colgada en la pared, pero parece formar parte del conjunto, como otro miembro inobjetable de la familia. Ancestro, ídolo.  

Nadie los lee nadie, a nadie le interesan.

Casa vieja (Lester Hamlet, 2010) planteó la muerte física del padre como detonante del recuento, el regreso, la conciliación de todo lo que este decretó inconciliable, de la descontinuación de su régimen, la erosión de su omnipresencia coercitiva. El padre guardaba una ciudad de jaulas en una habitación, celdas en las que intentó enclaustrar las voluntades de sus hijos, sin éxito. Solo consiguió encerrar el vacío y la nada.

El largometraje Se vende (Jorge Perugorría, 2012) puede verse como precedente inmediato para Crematorio. En fin…, en cuanto al tono grotesco y la representación esperpéntica del patriarca muerto. Mario Balmaseda encarna a un cadáver rígido como el de Eleuterio. Su nada disimulado aspecto refiere directamente al embalsamado Lenin, quizás emule al cadáver insepulto del dictadorcillo pueblerino Varlam Aravidze de la cinta georgiana Arrepentimiento (Tengiz Abduladze, 1986). 

En la posterioridad inmediata a Crematorio. En fin…, La nube (Marcel Beltrán, 2014) y La obra del siglo(Carlos Quintela, 2015) indagan asimismo sobre el rol axial del padre y las consecuencias de su muerte en las familias cubanas plegadas a sus dictámenes, y plagadas de conflictos generacionales con esta autoridad irrebatible. 

Las polacas (Carlos Barba, 2020), realizado y estrenado años después del deceso de Fidel Castro, discursa sobre la persistente y definitoria influencia del fantasma paterno y patriarcal en las vidas de su viuda (Coralia Veloz) y su hija (Tahimí Alvariño). Las dos mujeres protagonizan una suerte de exorcismo para emanciparse para siempre de las pautas afectivas y morales impuestas por este otro “combatiente de la Revolución”, de más alto rango que Eleuterio.

Con Crematorio. En fin…el Mal, Cremata regresa al tono farsesco y desaforado de obras prístinas como Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) de 1990, tras incursiones de margo metraje más formalmente moderadas como Nada (2001), Viva Cuba (2005), El premio flaco (2009), Chamaco (2010) o Contigo pan y cebolla (2012). Aunque su teatro, representado por su grupo El ingenio, mantuvo siempre en la cuerda de la parodia encendida, irreverente y díscola, hasta que fuera censurado tras montar una obra que también versaba sobre la muerte de un patriarca autoritario: El rey se muere de Eugène Ionesco. 

En el audiovisual cubano de ficción proliferaron los abordajes a la muerte del padre “revolucionario”, del padre-Revolución, del padre-régimen, del padre-pasado.

La muerte de Eleuterio desata un catártico vórtice de ajuste de cuentas, de reclamos y recriminaciones. Solo hay desprecio para el padre que nunca pidió amor, sino obediencia. Y desamor con odio se paga. El velorio se convierte en un paroxismo carnavalesco, una colisión múltiple de miradas, un caos polifónico.

Estalla una guerra civil entre sus herederos filiales —su familia reconocida y bastarda— y políticos —los funcionarios de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana— por apropiarse del patrimonio que deja atrás: una casa vieja pero señorial, ubicada en El Vedado habanero. Es una contienda por el único verdadero legado práctico que dejó. Lo demás es desechable como su cuerpo y su fervor revolucionario.

Cremata convierte el último adiós a Eleuterio en un desfile de fantoches susurrantes, rencorosos, bañados en sudor, divididos. El padre parece aún demasiado presente, todavía es dueño de sus destinos. Su último día sobre la Tierra deviene un grand guignol astroso, miserable, polvoriento, desesperado, sobrepoblado de marionetas con hilos sueltos que no saben bien cómo emplear la libertad repentina. Se agreden con los yugos, en vez de tratar de mirar a las estrellas. El último día de Eleuterio no transcurrirá entre lágrimas, sino entre alaridos, venganzas y mascaradas oficialistas. Todas a una. 

La realidad contenida por la tiranía del patriarca se desborda de un tirón. Enceguece, ensordece, aturde, abruma, aplasta a todos —y a todo— a su paso. Resquebraja las paredes cadavéricas de la funeraria, rasga el harapiento telón de azúcar. La multitud huérfana toma conciencia de sí misma en un segundo y doloroso alumbramiento. En eso estamos todavía… y no se sabe hasta cuándo. Desde 2013, Crematorio. En fin…el Mal le habla al presente, le grita, lo ofende a ver si reacciona. El ahora confirma las caóticas y pesimistas profecías de Cremata. El fantasma de Eleuterio recorre Cuba. Su puño se alza más erecto que nunca, como el falo incansable de Príapo. 


© Imagen de portada: Fotograma de ‘Crematorio. En fin… el Mal’, de Juan Carlos Cremata.




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La Cuba de Lechuga

Enrique Del Risco

Lechuga nos comunica su corazonada: un país puede desaparecer.






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