My Own Private Series

Paso a paso, y luego tranco a tranco, el audiovisual dramático seriado ha remontado innegables cimas en el panorama global, en una sin par eclosión que ya consiguió superar a los tempranos ancestros de la primera media centuria del cine, como las mudas francesas Fantomas (1913-1914) y Les Vampires (1915), ambas dirigidas por Louis Feuillade, o las celebérrimas adaptaciones de los personaje de historietas Flash Gordon (1936, 1938 y 1940), producida por la Universal, y Dick Tracy (1937), de Republic Pictures: estos últimos, los primeros estudios especializados casi exclusivamente en seriales, suerte de más inmediato antecedente de la futura televisión, que vino a sustituir a la pantalla cinematográfica como plataforma ideal para este tipo de productos. Propuestas que no mermaron en cuestiones cuantitativas ni preferenciales, pero sí fueron mantenidas por la crítica especializada y los realizadores “serios” en el redil de la serie B, como ya venía sucediendo con los antecesores referidos.

Hasta que en lontananza apareció un tipo tan singular como el “adelantado” David Lynch con su inefable Twin Peaks, y luego cadenas televisivas como la Televisión Española o la HBO, cuyas respectivas gestiones coadyuvaron al redimensionamiento y reivindicación definitiva de ambos, formato y plataforma, preparando inconscientemente —pero sí de manera visionaria y hasta profética— el camino a la revolución que acaeció unas décadas después con la final (y ya casi total) disolución de los antiguos medios a manos de las plataformas virtuales distribuidoras y gestoras de contenidos como Netflix, Hulu, Amazon et al.

Ya apenas se puede hablar de cine y televisión, sino de formatos de duración en estado puro: largometrajes, cortometrajes, seriados, y el respectivo espectro genérico que estos abordan, con todas las hibridaciones, búsquedas y experimentaciones lícitas. Mejor digeridas por las audiencias masivas, que cuando son propuestas por cintas singulares. Lo mismo para el caso de los blockbusters y los thrillers más hollywoodensemente comerciales, que han perdido también la apuesta ante los excelentes guiones y las mejores puestas en escena conseguidas en muchas de estas series. De paso, el Star System ha caído en semejante crisis, ante el remonte sorpresivo de actores y actrices de alto calibre, pero alejados de todo estereotipo y afeite glamuroso.

Toda esta fenoménica viene a ser también la reivindicación de generaciones como la mía, nacido como soy en la Cuba de 1981, donde la televisión nacional dividida en dos breves canales (6 y Tele Rebelde) era casi la única ventana al universo. Y a su alféizar en forma de televisor marca Krim 218, permanecí aferrado todo el tiempo posible, engullendo y metabolizando todas las ofertas de la programación: desde el seriado CCCP Diecisiete instantes de una primavera (Tatiana Lióznova, 1973) hasta las una y otra vez retransmitidas aventuras episódicas de Ulises 31 y El desafío de los GoBots. Restregándome los ojos para no dormirme ante de las emisiones nocturnales del muy particular programa Prisma, donde su creador Ángel Ma proponía materiales totalmente atípicos para la línea oficial de entonces, con alta presencia de otros tantos seriados como Alfred Hitchcock Presents, Tales from the Crypt, The Twilight Zone, Amazing Stories y otras.

Inevitable hijo cultural de la televisión soy, además de la literatura, otra buena amiga ideal para compartir en mi preciada soledad de lector y espectador de fondo.

Mi Top Ten  

En la cumbre indiscutible coloco, por supuesto, Twin Peaks —creada por David Lynch y Mark Frost en 1990 para ABC, cuya tercera temporada fue producida para Showtime en 2017—, visionario riesgo asumido por el director de Eraserhead, quien fundió los códigos del melodrama (soap opera) y el misterio pulp en un crisol de absurdo, para obtener un rabioso manifiesto posmoderno. Sin el violento camp de John Waters, pero más cínico por las sutiles estrategias dramatúrgicas que ganaron la adoración de millones. El tiempo a su disposición le permitió expandir a su gusto los paródicos presupuestos neo-noir ya establecidos en Blue Velvet, en un verdadero puzle de relaciones y personajes brechtianos con los hilos expuestos todo el tiempo, de innominables conspiraciones supranaturales y supraconscientes con hálitos jungnianos y lovecraftianos. Pulsando, a la vez, las mismas esencias del bien y el mal, los numerosos dobleces de la moral puritana, la relatividad de la percepción de lo que asumimos como “realidad”, cuando solo es el mero limitado espectro de la existencia que nos permiten percibir nuestros escasos sentidos.

El alucinante Twin Peaks gestó directamente un hijo pródigo que terminó de quebrar las bardas en 1993: The X Files —creada por Chris Carter en 1993 para FOX—, cuyo protagónico Fox Mulder (David Duchovny) es reencarnación directa, pero más realista, del insuperable Dale Cooper (Kyle MacLachlan), además de epígono pop por excelencia de Alonso Quijano: en primer lugar, por la obsesiva persecución del agente Mulder tras “la verdad” que yace más allá de la cortina de la lógica al uso, apegado a principios éticos y morales que bien equivalen a la tozuda hidalguía medieval. Como segundo e imprescindible elemento conflictual tenemos la terquedad racionalista de Dana Scully (Gillian Anderson), quien establece un fuerte contrapeso a los “desvaríos” de su compañero. Las controversias que cada sobrenatural caso desencadena entre sus opuestas cosmovisiones los hacen la pareja investigadora perfecta. Y claro, el Sancho femenino termina quijotizado ante la abrumadora (supra)realidad que los envuelve.

Los X Files igualmente aplicaron una vuelta de tuerca al subgénero clasificado como buddy film, que precisamente busca desarrollar las relaciones amistosas entre dos hombres, derivación bastante directa del dueto quijotesco. Consolidado en la década de 1970 como reacción al movimiento feminista, el buddy film encuentra la horma de su zapato en la dupla Mulder-Scully, dada la relación no amorosa y para nada subalterna que desarrollan la mayor parte del tiempo, y que guarda tanto peso para la trama como la conspirativa teoría de la penetración alienígena.

Aclaro que me limito a las primeras nueve temporadas realizadas y transmitidas entre 1993 y 2002, pues los expedientes fueron reabiertos en 2016 con una mini temporada de seis episodios que, a diferencia de la tercera y sorprendente entrega de su serie-madre Twin Peaks, prefiero olvidar con todos y sus torpes guiones y la insoportable visualidad HD.

A la par de estas puntas de lanza estadounidenses, otro director temerario y bizarro: el extravagante danés Lars von Trier, buscó en el seriado televisivo un nicho expresivo, y creó Riget o The Kindom (El reino), con sus ocho capítulos transmitidos en 1994 y 1997 (esta segunda temporada titulada Riget II). Se produce así un primer, violento y sardónico vuelco al subgénero seriado de “drama médico” —que constituye un monocromo torrente de estereotipos, desde Dr. Kildare y ER hasta Code Black y Pure Genius—, desde el grotesco sobrenatural tomado directamente de clásicos B como House on Haunted Hill (William Castle, 1959), y desde el oscuro humor buñueliano en cintas como Él, Ensayo de un crimen y El ángel exterminador. También se percibe una pizca de la no menos irónica El resplandor (Stanley Kubrick, 1980).

Von Trier convierte este hospital en una claustrofóbica casa embrujada, donde los    horrores morales y terrores sobrenaturales se mixturan a manera de baile de máscaras, donde la Muerte Roja se desplaza desapercibida con sus chanclos de silencio. El estilo Lynch emerge en cada ruptura brechtiana producida en la narrativa, y alcanza más ególatras dimensiones con los resúmenes epilogares que al final de cada capítulo hace el propio Lars, ataviado de smoking y pajarita, parodiando (¿homenajeando?) a los antiguos narradores de series y cintas de ciencia ficción y terror B, quienes a manera de prólogo advertían de los horrores y sorpresas por venir.

El tautológico drama médico tiene en The Knick —dirigidas íntegramente sus dos temporadas por Steven Soderbergh en 2014 y 2015 para Cinemax— otro gran detour, tan violento como sucedió con Riget, y mucho más descarnado que el más recio episodio de la nada despreciable y popular House M.D. (2004-2012). Un significativo hito en la irregular carrera del director de Sex, Lies, and Videotape, The Knick, desde su fuerte realismo, despoja al subgénero de su común naturaleza episódica, su sentimentalismo banal y del humanismo glamuroso. Las intervenciones quirúrgicas son mostradas en toda su brutalidad casi gore, a salvo del limpio hiperrealismo de la referida House…, o del escrupuloso documentalismo de otras tantas series menores.

Sin abandonar la arista científica, ni el suspense derivado de las bregas por vencer dolores y enfermedades, la propuesta de Soderbergh trasciende la esfera puramente médica y, ubicado como está en el mismo 1900, resulta un complejo retrato epocal —sociopolítico y cultural— de los Estados Unidos. Quizás una suerte de secuela no intencionada de la subvalorada Gangs of New York (2002), donde Scorcese retrata el XIX neoyorquino con igual armoniosa combinación de épica y naturalismo crítico.

El hospital The Knickerboker y su muy trágico héroe Dr. John “Thack” Thackery (Clive Owen) son catalizadores y entradas para que los espectadores se envuelvan en una compleja urdimbre —donde no deja de advertirse la influencia de Balzac— de relaciones axializadas por los conflictos entre conservadurismo y liberalismo, entre reacción y progreso. Orlados por todas las ambigüedades morales y políticas posibles y creíbles.

Con semejantes propósitos sociológicos David Simon urdió en 2002 para HBO, otra de las consideradas cumbres del seriado audiovisual de todas las épocas: The Wire, sobre cuya médula policiaca de nada despreciables aires neonoir, engarzan numerosos arcos temáticos y reflexiones sobre las esencias de la sociedad estadounidense, colimada desde las estructuras del poder civil y los estratos más humildes de ciudades como Baltimore, contexto escogido para desarrollar todos los conflictos de las cinco temporadas.

La cinematografía de corte documental se combina con una panoplia de personajes a resguardo de tipos y estereotipos —sin dejar de tener una alta carga simbólica— para desarrollar una comedia humana (Balzac otra vez) dotada, según el mismo Vargas Llosa de “la densidad, la diversidad, la ambición totalizadora y las sorpresas e imponderables que en las buenas novelas parecen reproducir la vida misma”.

The Wire es una gran metáfora de la lucha por la supervivencia en un contexto que engendra y engulle a sus hijos de manera saturnina, para regurgitarlos después, desvalidos e inermes. La policía y los delincuentes, antagonistas básicos de la trama, se funden a través de este método de espionaje: que busca inicialmente descubrir las intimidades de los traficantes, deviniendo así un medio de comunicación más que de vigilancia. Como en The Knick posteriormente, la serie de marras emana una épica minimal y orgánica que termina enalteciendo la condición humana cual compleja sumatoria de sangre, sudor y lágrimas.

De manos de la misma HBO, el policiaco vuelve a experimentar un hito con la irrepetible primera temporada de True Detective —creada por Nic Pizzolatto en 2014 y dirigida íntegramente por Cary Joji Fukunaga—, donde el apreciado buddy film vuelve a ser redimensionado, conducido hacia mayores complejidades dramatúrgicas y caracterológicas. Filmada románticamente con 35 milímetros, esta desarrolla la escabrosa colaboración de los investigadores Hart (Woody Harrelson) y Cohle (Matthew McConaughey), quienes van a la saga de un casi surreal asesino; poco menos que un macguffin, a partir del cual se articula la escatológica pero muy fiel relación entre la versión nihilista del Quijote que es Cohle, y el Sancho más estabilizado de Hart.

Aquí, el caballero de la triste figura —tal cual luce McConaughey, en plena gracia histriónica— no es un idealista, sino un ente apocalíptico, autodestructivo, pero de gran agudeza preceptiva e inteligencia, que lo hace avanzar por atípicos senderos de la existencia y por heterodoxos métodos investigativos; tampoco es la primera vez que Holmes confluye con Alonso Quijano en un personaje. Hart es un Sancho en estado más puro, familiar, convencional, pero con la suficiente lucidez para acompañar a su ocasional compañero en la bizarra saga. Todo enmarcado en un sur faulkneriano, donde la desolación amenazante de las marismas y planicies ponzoñosas remiten a una suerte de neo-gótico agorafóbico.

Siguiendo con la apropiación resemantizadora de géneros, además de la amplia zona de los X-Files dedicada a la ciencia ficción, este querido gran campo —que hace ya largo tiempo ha trascendido el estatus de mero género por méritos sobrados— tiene dos de sus mejores exponentes audiovisuales contemporáneos precisamente en series tan diferentes como brillantes en sus respectivos rediles estético-conceptuales: Battlestar Galactica —creada por Ronald D. Moore en 2004 para Syfy— y Westworld —creada por Jonathan Nolan y Lisa Joy en 2016 para HBO. Casualmente, ambas son remakes (reimaginaciones) muy superiores a sus respectivos homónimos originales: la también seriada Battlestar Galactica de 1978, y el díptico de largometrajes Westworld (Michael Crichton, 1973) y Futureworld (Richard T. Heffron, 1976).

Battlestar… homenajea, deconstruye y supera todos los códigos de la space opera clásica proveniente de los avatares de Flash Gordon y Buck Rogers —personajes de historietas que gozaron de sus adaptaciones fílmicas seriadas en los 30 y los 40 del XX— y consolidada entre los públicos masivos las sagas transmediales de Star Wars, Star Trek y Star Gate, sobre todo. A salvo del empleo de la palabra “Star” de su título, esta otra propuesta, también muy estrechamente relacionada con la ciencia ficción militar a lo Starship Troopers (más Star) ofrece una perspectiva mucho más oscura, apocalíptica y compleja que tales precedentes, sustituyendo la aventura por la supervivencia desesperada de una raza humana llevada al borde del exterminio por sus propias creaciones: los cylons.

Estos seres metálicos y luego orgánicos son una clara referencia, junto con el gran Blade Runner (Ridley Scott, 1982), a la genésica novela Frankenstein, el verdadero principio de todo. Puesto es nuevamente sobre la mesa el inagotable drama de la responsabilidad, la intolerancia, la esencia exclusivista de la naturaleza humana, la existencia del alma, el derecho a existir, y la libertad. Todo redundante en una febril y alucinante neomitología antropogónica sobre el surgimiento de la vida en la Tierra, dialogante con los postulados de la Panspermia.

El prístino tema de la inteligencia artificial, la volición y el libre albedrío, situados por Mary W. Shelley en el kilómetro cero de la ciencia ficción, es asumido por Westworld de manera más pura y futurista. Desde un fuerte guiño a los conceptos y signos estéticos establecidos por las cintas icónicas del cyberpunk: Ghost in the Shell y Ghost in the Shell 2: Innocence, ambas dirigidas por Mamoru Oshii, también una compleja rescritura de Blade Runner y Frankenstein. La serie de Nolan y Joy va hacia una nueva encarnación del circo romano, donde los gladiadores son bio-robots reciclables, cuyas existencias son manipuladas en tautológicas rutinas preconcebidas por el poder superior humano para el divertimento extremo e inmersivo de otros humanos. La accesoriedad de los robots permite una licitud total a los “usuarios” de este parque temático, ambientado en el decimonónico oeste estadounidense. Hasta que la autoconciencia se abre paso, allende la predisposición programada, y el autorreconocimiento, como definitorio signo de inteligencia, hace a estos nuevos Prometeos robar el fuego a los dioses, y quemarlos de paso.

Por otro lado, la comedia es uno de los géneros más exitosos pero a la vez menos favorecidos en los seriados audiovisuales, encasillados en esquemáticos algoritmos que han convertido a la sitcom en fórmulas creativas con risas falsas en off. Pero aquí viene una propuesta como la inagotable The Big Bang Theory —creada por Chuck Lorre y Bill Prady en 2007 para CBS—, que amén de las risas falsas y la puesta en escena ingenua y llana, despliega en pantalla un humor irresistible, orgánico, perennemente ingenioso, defendido por personajes más que sólidos.

Casi por sí sola, esta serie ha redimensionado el universo nerd y geek, basado en la cultura del juego, las ciencias duras, las historietas superheroicas, la informática, la ciencia ficción, los cuerpos antiatléticos y enfermizos, la misantropía, la agorafobia, la ensoñación, la constante cultura de la máscara (cosplays, Halloween, convenciones de cómics y franquicias de culto como Star Trek), y sobre todo la inteligencia no emocional. A la larga, el mundo donde muchos creadores contemporáneos han crecido y sufrido, y hasta define la cultura pop contemporánea.

Cultura también determinada por un ícono posmoderno como el zombi, suerte de antítesis del vampiro, señero ícono del Romanticismo, en tanto antihéroe trágico, descolocado, solitario eremita de lo ignoto y onírico en un mundo moderno e industrial, cuyo poder e inmortalidad son maldiciones ineluctables. Entretanto, el living dead o muerto viviente, que se arrastra en hordas por ciudades y páramos desolados, sediento de sangre, es incontestable sujeto-tipo de la humanidad consumista, ya sea de productos o ideologías, ambos igualmente rutilantes y promisorios de un estatus mejor para quien los devore. Sometido a una mente colmena o carente por completo de raciocinio, cede al dominio del cuerpo, a los instintos más básicos, al estrato animal cuya satisfacción proviene de la virulenta deglución de toda carne: metáfora de la oveja alienada que se dirige a donde le indiquen las hambres elementales. Este es el gran depredador que reina en la postapocalíptica Tierra donde transcurren las acciones de The Walking Dead —creada por Frank Darabont en 2010 para AMC a partir de la novela gráfica homónima de Robert Kirkman & Tony Moore para Image Comics.

En la cúspide indiscutible del ya abundante subgénero audiovisual de zombis, esta serie desarrolla las peripecias de un grupo humano en perenne fluctuación, dadas las muertes e incorporaciones de nuevos personajes. Liderados por el ex sheriff sureño Rick Grimes (Andrew Lincoln), estos sobrevivientes bregan en ambiente hostil por conservar cosas tan importantes como la vida y la dignidad. Resalta singularmente la azarosa relación de este “líder” ocasional, cual representante de un pasado “ordenado” y lógico, con su hijo Carl (Chandler Riggs), vástago-engendro de los nuevos tiempos, en quien mediante un sutil proceso de desarrollo y añadiduras de matices, encarnan nuevas formas de violencia ruda, cavernícola: consecuencias del proceso de-civilizatorio y de-sofisticador, experimentado por una especie que nuevamente debe echar mano del garrote, las garras y los dientes para prevalecer. A total crisis es sometido todo posible paradigma humanista y/o humanitario, obligados los seres racionales pervivientes a desgarrarse por la prevalencia del más fuerte, relegando al zombi a una mera amenaza, a veces hasta fácilmente sustituible, para los efectos, por una manada de fieras, un enjambre de abejas asesinas, pirañas con esteroides, mosquitos hipertrofiados y demás monstruosidades del cine.

De la historieta también proviene la muy reciente (y enseguida favorita) Legion —creada por Noah Hawley en 2017 para FX—, que destaca en el boom del cine de superhéroes (liderado por los personajes del emporio Marvel) por el enfoque psicoanalítico y altamente mordaz del protagónico y la trama en general, que dialoga más con el subgénero del “cine de manicomio” (Alguien voló sobre el nido del cuco, 12 monos, The Ward, Cult of Chuky). De toda la saga de los X men —cuyos poderes resultan cada vez más un estigma social, catalizador del racismo y la discriminación— que ya suma una decena de cintas y sigue contando, esta propuesta lleva al extremo el grado de perturbación que puede ocasionar un inconmensurable poder psíquico para un cerebro que no está listo.

Los avatares de personaje nombrado Legion están muy lejos de salvar el mundo o a sus semejantes. Todo va de salvarse a sí mismo de la confusión, la locura y la ofuscación que lo aquejan. Sus compañeros mutantes ocasionales, de manera parecida, se dedican meramente a evitar las virulentas persecuciones por parte de los poderes oficiales. Más que superhéroes, son supervivientes de un relato donde la liza de acciones son los estratos y pliegues mentales de un alienado cuyo poder sería, en última instancia, alienar a todos los que lo rodean, confundir y trastocar todos los sentidos de la realidad, al torcer la realidad misma. La estética sesentera escogida por la dirección de arte de la serie, aguza por demás el extrañamiento diegético, sugiriendo el mundo alternativo de una ucronía. La penumbra y las tinieblas que acostumbran a ambientar tales dramas psicóticos son sustituidas por un brillante cromatismo pop, quizás referente en parte a las grafías de los cómics. Y en concordancia con la acre ironía que recubre todos los acontecimientos como un festivo cake decorado con brea.

También recomiendo, como un “+5” de este Top Ten:

American Horror Story [FX, 2011-], creada por Ryan Murphy y Brad Falchuk.

Utopia [Channel 4, 2013-2014], creada por Dennis Kelly.

Hořící keř (Burning Bush) [HBO Europa, 2013], dirigida por Agnieszka Holland.

The Young Pope [HBO, Canal + y Sky Atlantic, 2016-], dirigida por Paolo Sorrentino.

Preacher [AMC, 2016-], creada por Seth Rogen, Evan Goldberg y Sam Catlin.