En su ensayo de 1995 “A Century of Cinema”, Susan Sontag lamentaba que el cine, una vez celebrado como el arte del siglo, parecía ahora un arte decadente. Lo que tocaba a su fin —añadía— no era tanto el cine mismo como la cinefilia, ese tipo de amor por el cine que había movido multitudes. Sontag pudo haber recordado Cinema Paradiso como ejemplo de esa magia; la gran película de Tornatore es, no por gusto, un réquiem: el cine Paradiso será demolido para hacer un parqueo, y la memoria de la infancia del ahora famoso director nos retrotrae a la época donde los espectadores abucheaban al proyeccionista cada vez que echaban en falta alguna escena censurada.
El cine había sido también food for thought: Sontag recuerda con nostalgia aquellos años cincuenta y sesenta cuando floreció el cine de vanguardia en Italia y Francia, e ir al cine, discutir sobre películas, comentarlas, se volvió una pasión entre estudiantes universitarios y gente joven en general. La televisión no es lo mismo: por grande que sea la pantalla, en la sala o en la habitación, solo o en compañía, no está uno secuestrado, como se estaba, allí sentado en lo oscuro entre gentes anónimas, en la edad dorada de las películas. “No amount of morning will revive the vanished rituals —erotic, ruminative— of the darkened theater”, afirma Sontag.
Y tenía razón. El aura del cine se iba perdiendo en las postrimerías del siglo. Él, que tanto contribuyera a desacralizar las demás artes, se veía ahora despojado de aquella aura que había llegado a adquirir en los años dorados de Hollywood, del neorrealismo y de la nouvelle vague. ¿Qué decir hoy cuando las series de televisión, gracias a Amazon y Netflix, están todas al alcance de la mano? En 1995, aún este boom no había comenzado; Twin Peaks [ABC, 1990-Showtime, 2017], del pionero David Lynch, es de 1990, pero faltaban aún unos años para el comienzo de todo.
Con Oz [HBO, 1997-2003], una excelente serie de tema carcelario, repleta de violencia, sexo y malas palabras que solo se podían mostrar en un canal de cable, y luego con el éxito rotundo de The Sopranos [HBO, 1999-2007], HBO se estableció como la factoría de una ficción televisiva de alta calidad. Home Box Office: el cine traído a la casa: la televisión no ya como mero entretenimiento, sino también como arte. Luego, se sumaron otros canales como FX y Cinemax. La entrada de Amazon y de Netflix, Hulu y otras plataformas de streaming ha significado, más recientemente, una profunda trasformación del consumo televisivo: al subir de una vez todos los capítulos de una temporada, se propicia el binge-watching, la glotonería de los espectadores. En vez de cajas gigantes de popcorn, nos están ofreciendo cajas gigantes de ficción televisiva, a precios irrisorios.
Es cierto que la televisión no posee el poder aurático de las salas de cine, pero puede cautivar a los espectadores de una manera distinta. La película se ve de una vez, en una sola sentada, como se lee un buen cuento: todo termina antes de las tres horas. La serie no, es como las novelas por entregas, que no se sabe cuándo acaban (incluso en las series originales de Netflix y Amazon, donde ya se sabe cuántos capítulos trae la temporada, no sé sabe si habrá una próxima), pero sin las toneladas de relleno y kitsch que caracterizan a los folletines del siglo XIX y su descendencia televisiva. En las telenovelas los capítulos son tantos que no pueden tener nombre. En las series, generalmente no más de 13 por temporada, cada episodio tiene cierta autonomía, puede llegar a ser una pequeña obra maestra. Se espera el próximo episodio, se especula lo que va a pasar en la siguiente temporada. Después de ver The Wire [HBO, 2002-2008] o Breaking Bad [AMC, 2008-2013], hay quien experimenta algo parecido a un síndrome de abstinencia. La cinefilia da paso a la seriefilia, que prolifera en los foros de internet: ¿Qué temporada de Fargo [FX, 2014-2017] es la mejor? ¿Cuál es la mejor de todas, The Wire, The Sopranos, o Breaking Bad?
Para mí, The Wire [HBO, 2002-2008]. Como dijo Vargas Llosa en “Los dioses indiferentes”, The Wire es como una novela de Dickens. Y por eso mismo, por la cantidad de personajes que tiene, y el slang que buena parte de ellos usan, cuesta trabajo entrar. Pero una vez que se está allí, es adictiva, materia de binge-watching. Centrada cada temporada en un aspecto distinto de la ciudad de Baltimore (la lucha contra las drogas, los trabajadores del puerto, la política local, las escuelas públicas, el periodismo sensacionalista), The Wire consigue cubrir mucho terreno sin ser nunca grandilocuente. Con su estética cercana al neorrealismo, a lo documental, es el justo, necesario reverso de Game of Thrones [HBO, 2011-]: no hay símbolos, no hay héroes, no hay kitsch. No hay comentario más o menos alegórico sobre el presente. Hay el presente, el fin de la historia: The Wire muestra la corrupción sistémica, la imposibilidad de salir del sistema, porque el sistema somos nosotros mismos: él es de algún modo un espejo de la naturaleza humana. (No por casualidad Pablo Iglesias es fan de Game of Thrones y no de The Wire). Pero esto no significa que sea pesimista, a lo Céline o Bernhard. Realista es la palabra: muestra la corrupción policial, pero también la honestidad de algunos policías, el horror de West Baltimore, con sus projects y sus casas abandonadas, sus homeless y sus adictos, pero también la humanidad de personajes como D’Angelo, Prysbylewski, Omar Little y Bubbles.
Breaking Bad [AMC, 2008-2013] en cambio, más que novela realista, es, como ha dicho algún crítico sagaz, una suerte de tragedia contemporánea. Vemos el ascenso y la caída de un personaje marcado por la hybris. El “scope” de la serie es mucho más pequeño, y eso le da más espacio al protagonista, y facilidades a los espectadores. Walter White es un profesor de química de high school, timorato y sobrecalificado, que al enterarse de que tiene cáncer, decide ponerse a “cocinar” metanfetamina junto a un antiguo alumno, con el fin de dinero a su familia. Pero pronto empieza a cogerle gusto al peligroso negocio, y este lo va transformando. Como para los guerrilleros de los sesenta, la violencia y la praxis son para él rito de pasaje. En la impactante escena donde con un simple cristalito de fulminato de mercurio Walter hace explotar el despacho de Tuco Salamanca, emerge un hombre nuevo: Heisenberg. Sus conocimientos científicos le sirven ahora para combatir a sus enemigos, y, sobre todo, convertirse en un gran chef de la cocina: la blue meth es su creación, su flor azul. El loser es ahora un winner, lo que era un medio se vuelve un fin. Y ya Walter —y los que están a su alrededor, incluyendo a los espectadores, porque nos habíamos identificado demasiado con él— está perdido.
Luego, The Sopranos [HBO, 1999-2007]. Lo que Lampedusa con la nobleza siciliana, lo hizo David Chase con la mafia neoyorquina. Ya desde el capítulo piloto, Tony Soprano lamenta que no exista más el strong silent type, aquel prototípico hombre duro de las películas de Gary Cooper: la crisis de la masculinidad tradicional es uno de los grandes temas de la serie. Los ataques de pánico llevan a Tony a la consulta del psiquiatra, y la terapia, esa forma de confesión tan distinta de la que practica su esposa Carmela con un sacerdote católico, lo conduce a enfrentar verdades incómodas, sobre todo la monstruosidad de su madre. (El culto a la madre, tan importante en la cultura italoamericana, es otro de los grandes temas de la serie). Tony se debate entre abandonar la terapia y regresar a ella, entre el mundo tradicional de los años cincuenta, cuando los hombres duros no contaban sus ansiedades, y la modernidad, ese espacio más femenino, donde puede mostrarse vulnerable, que representa la atractiva analista. Ese tira y daca como que no termina, no se resuelve. Lo mismo ocurre en el seno de la familia nuclear: los conflictos no son irresolubles. De alguna manera The Sopranos regresa, en las temporadas siguientes, sobre una pauta ya planteada en la primera. Justo lo contrario de la progresión indetenible de Breaking Bad. Y si esta conduce fatalmente a la catástrofe, en The Sopranos se abre, incluso, la posibilidad de un final feliz, en esa última escena, magistral, que cita de manera irónica una icónica escena de The Godfather. Aunque a lo largo de la serie hay muchos muertos, la sangre, para el protagonista, nunca llega al río. Hay una cierta levedad, una cosa como telenovelesca aquí que diferencia claramente The Sopranos de Breaking Bad. La mafia podrá estar condenada a desaparecer, pero Tony y su familia, a diferencia de Walter y la suya, no están condenados.
Inmediatamente después, yo pondría a Fargo [FX, 2014-2017]. Más que una única serie, se trata de una colección de miniseries, una antología: cada temporada desarrolla una historia distinta. En medio del inhóspito paisaje, del frío perenne de Minnesota, un policía bueno, local (una mujer en dos de las temporadas) se enfrenta a un extraño villano, en una trama básicamente realista pero donde hay espacio para lo sobrenatural. Es también la serie más “filosófica” de todas, y hay quien la ve como un extenso comentario al existencialismo. La segunda temporada en particular, cada uno de cuyos capítulos remite a obras clásicas como El mito de Sísifo, Esperando a Godot, El proceso, Temor y temblor, Rinocerontes y El castillo. Las tres temporadas son magistrales; para mí la más interesante es la tercera, que se aleja bastante del mundo más propiamente Fargo de las dos primeras. El misterioso Varga, villano bulímico que esconde su inmensa fortuna con trajes baratos y corbatas de segunda mano, dice esto: “Do you know what Lenin said about Beethoven’s Sonata No. 23 (in F. Minor Op 57) -Vladimir Ilyich Ulyanov- not the bloody walrus? Said I know nothing that is greater than the Appassionata, but I cannot listen too often; it affects one’s nerves and makes one want to say kind, stupid things, and stroke the heads of those who, living in such a foul hell, can create such beauty. Better to beat the person unmercifully over the head”. Él, que gusta citar a Lenin, encarna el capitalismo global, la voracidad sin límites del capital, una fuerza a la que es imposible enfrentarse. O quizás no: la serie termina en un cliffhanger; no sabemos si prevalecerá el bien o el mal, pero ya Varga nos ha dejado en esa ambigua escena final otra frase memorable: “El pasado es impredecible; solo el futuro es seguro”. Se trata, nada más y nada menos, que un proverbio ruso de la época soviética.
A diferencia de Fargo, American Horror Story [FX, 2011-], la antología de Ryan Murphy, es bastante desigual. Pero algunas de sus entregas son excelentes. Sobre todo la segunda, Asylum [2012-2013], que transcurre en 1964 en un manicomio de Massasuchetts dirigido por la Iglesia católica. Ahí, el personaje interpretado por Jessica Lange afirma que la enfermedad mental no es más que una explicación de moda para el pecado. Pero ella misma lleva ropa interior roja bajo los hábitos y es prófuga de la justicia: sister Jude termina atrapada en Briarcliff Mental Institution, junto a esos otros variopintos personajes a los que disciplinaba al comienzo, y la escena de fantasía musical en que, convertida tras años de electroshocks en un despojo humano, ella interpreta el hit The Name Game, es antológica. Roanoke [2016] la sexta entrega, es también muy interesante, la más vanguardista dese el punto de vista formal. No tanto por los elementos de horror en sí, vinculados a la leyenda de la colonia perdida de la isla de North Carolina, sino porque lleva hasta el extremo la mise en abyme: ficción, mockumentary, reality show… La peripecia aquí no está tanto en la historia —lo que la narratología clásica llama diégesis— sino en esos saltos de un nivel narrativo a otro, que sorprenden una y otra vez al espectador, cuando ya parecía que no quedaba sorpresa posible.
Los temas clásicos de AHS —la locura, el sexo, el horror— reaparecen en la última temporada, pero ahora con una referencia política de máxima actualidad. A solo meses del triunfo electoral de Donald Trump, Cult [2017] asumió el reto de abordar el fenómeno desde la ficción, usando un pequeño pueblo de Michigan como metáfora del país. Tras la imprevista victoria de Trump, un young angry man llamado Kai proclama: “The revolution has begun”, poniendo en marcha un perverso plan para llegar, primero, a ocupar un asiento en la asamblea municipal y, luego, en el senado de la nación. Su táctica se basa en el miedo: crear un clima de histeria colectiva, de amenaza inminente, donde la autoridad se vuelva necesaria. “Vote Kai Anderson. Vote for the man who can take your fear away. They’re out there”. He aquí el fascismo in nuce: “Pain is a call to action. Pain is essential, just like anger is. Take pain in one hand and anger in the other. Use them”. Como en los tiempos de las SA y las camisas negras, en torno al culto a un líder carismático se constituye una comunidad donde muchos pueden encontrar sentido, canalizando la frustración en violencia contra ese otro que vive a la vuelta de la esquina. Aquí, el objeto del terror es Ally, una lesbiana llena de fobias que carga con la culpa de haber votado por Jill Stein, y aunque al principio parecía que no tendríamos más que una simple crítica liberal del fenómeno Trump, las peripecias de la trama (y pocas tienen tantas, y tan sorprendentes, como esta) van complejizando las cosas. Cult terminó siendo algo distinto de lo que prometía al comienzo. La serie, que recupera la figura de Valerie Solanas y su SCUM Manifesto, parece tener un mensaje feminista, en tanto Kai termina derrotado por Ally, pero este es un feminismo que mete miedo. Más que una crítica del populismo con ribetes fascistas, se la puede ver como una advertencia sobre el peligro de los radicalismos, en ambos extremos del espectro político.
Si Cult se centra en un joven sociópata, aquejado de paranoia y megalomanía, Wilfred [FX, 2011-2013; FXX, 2014] —que es una adaptación de una serie australiana, en la que colaboró David Zuckerman, el showrunner de Family Guy— también aborda la enfermedad mental, pero no desde el género de horror sino desde la comedia. Después de un fallido intento de suicidio, un joven inadaptado y deprimido entabla una insólita conexión con el perro de su vecina. El perro habla, aconseja, chantajea, toma cerveza… Todo el tiempo vemos a Wilfred desde la perspectiva de Ryan, como un actor con acento australiano y un disfraz de perro. Wilfred, único amigo de Ryan, es su mayor saboteur: una y otra vez echa por tierra sus planes de cambiar de vida. Una y otra vez, se pelean y se reconcilian mientras conversan y fuman hierba en el sótano del apartamento. La serie repite ese patrón, pero avanza movida por un misterio, y es esto lo que la distingue de las típicas sitcoms y de las series protagonizadas por stand-up comedians que básicamente hacen el papel de sí mismos. ¿Existe Wilfred? ¿Qué es Wilfred? En Wilfred el enigma aporta una progresión dramática que es a la vez un viaje a la semilla. ¿Qué hay, en el origen de Ryan, que lo vincula a los perros?
The Americans [FX, 2013-] nos transporta a los primeros ochenta: los carros, la ropa, la música, los primeros videojuegos, EST, y la creciente tensión entre los Estados Unidos y la Unión Unidos. Unos espías de la KGB se hacen pasar por un matrimonio de clase media en los suburbios de Washington, cumpliendo todo tipo de misiones encomendadas por “El Centro”, desde matar hasta seducir gente para sacarle información. Alejándose de los estereotipos de la guerra fría, la serie ofrece un retrato nada unilateral de los rusos: en primer lugar, son muy distintos, ella, Elizabeth, dura como el acero templado, jamás duda, es toda una heroína del canon del realismo socialista, mientras que Philip, aunque igualmente diestro como espía, resulta más humano y por tanto más débil. La clave está en los avatares de la relación de la pareja y, sobre todo, en el hecho de que el espectador está llevado a identificarse con semejantes personajes, a pesar de las atrocidades que cometen. Desde esta perspectiva tan singular, The Americans explora la psicología de la guerra fría, y, más allá, el contraste fundamental entre el capitalismo y el socialismo.
Hay, a propósito, una escena en que la supervisora de Philip y Elizabeth pide té en un diner; y cuando la camarera le empieza a decir todos los tipos de té disponibles, ella responde molesta: “I want tea, just tea!”. (Hay una escena similar en Deutschland 83, la serie alemana de Netflix, donde en un hotel de Berlín occidental el espía de la RDA pide un bisté y, a las opciones que enumera la camarera —fillete, ribeye, etc.—, replica que quiere bisté, “que venga de una vaca”). En las antípodas del capitalismo, que al multiplicar excesivamente las posibilidades del consumo nos privaría, paradójicamente, de la carne de vaca o el té, el mundo socialista aparece como un mundo de la bastanza, del límite: hay lo necesario, pero no más. Una buena ilustración de la tesis que, extremada, encontramos en filósofos apocalípticos como Günther Anders y el español Santiago Alba Rico, cuyo libro La ciudad intangible. Ensayo sobre el fin del neolítico fue publicado en Cuba. Si el capitalismo irrealiza el mundo, el comunismo garantizaría su realidad. Pero Philips, cuando al comienzo de la serie se plantea desertar, entre las razones que tiene, además de que los americanos no son tan malos, está justamente que en Estados Unidos la comida es buena…
Termino este ranking con Hannibal [NBC, 2013-2015], pero fácilmente pude haberla puesto más arriba. Es la única de estas series exhibida en un canal de aire, y la única basada en libros: las populares novelas de Thomas Harris. Este es el Lecter anterior a Clarice Starling, un afamado psiquiatra que da consulta en su casa de Baltimore y ofrece fiestas donde sirve a sus selectos invitados carne humana en forma de platos sofisticados. He aquí el otro extremo del canibalismo: no ya en la barbarie sino en el exceso de civilización, en la decadencia. Hannibal, que gusta de la buena literatura, la pintura y la música clásica, es un esteta, un dandi. Y la serie de algún modo sigue esa perspectiva suya, se regodea en la belleza del mal; visualmente, es la más impresionante, la más exquisita de todas. Estructurada en torno a la relación ambivalente, de antagonismo pero también de intimidad, entre Will Graham, talentoso profiler del FBI capaz de empatizar con los sociópatas, y el malvado doctor que colabora con las fuerzas del orden mientras no es otro que el Cheasapeake Ripper, Hannibal es también una fascinante reflexión sobre el arte, sobre la fuerza destructora del arte y de la belleza.
Debido a las bajas audiencias, la serie fue cancelada por NBC tras su tercera temporada, y se ha convertido rápidamente en una serie de culto. Cada cierto tiempo circulan por la red rumores de que podría ser retomada por Netflix o alguna otra plataforma. Esa expectativa, el lobbying a favor de la continuación de Hannibal, es otro ejemplo de la seriefilia, el tipo de pasiones que puede despertar la televisión. El cine Paradiso no existe más, pero la fábrica de ficciones continúa.