‘And I need you more than ever’

Once upon a time I was falling in love
But now I’m only falling apart.
There’s nothing I can do,
a total eclipse of the heart.

Bonnie Tyler

Vi una película que quiero volver a ver, dos o tres veces más, haciendo zapping. Un cuento de locura y de amor, como deben ser las historias de amor de cuando uno habla de amor, así con pasión y verdad. Se le dice locura a la magia, se le dice locura a la inquietud. He sentido mucha inquietud y cuando estoy a punto de escribirlo, pienso: no lo escribas, te van a acusar de algo, te van a quitar lo poco que queda. 

Quitar lo ajeno es una necesidad, una normalidad. Se normaliza y se banaliza todo, se vende y se compra todo. Hay puestos de trabajo dedicados al proceso de legalización, porque quitar lo ajeno es legal. Una persona no le quita a otra lo que es suyo, sino precisamente lo que no podría ser suyo jamás, pero que, habiéndose convertido en una transacción legal, puede quitarlo y arrebatarlo, e incluso, puede convertirlo en objeto propio, puede reducirlo a objeto, porque es legal. 

Mientras bailaba aquella canción en brazos de amigos, amigas y desconocidos, la canción que todavía bailo sola en mi mente, no anoté la cantidad de veces. Llegó a aburrirme la canción romántica, absolutamente dramática y triste, con esa melodía fiera y melancólica que solo tienen las canciones de esos años, los años verdaderos. Se repetía tanto, fuera de tiempo, que aburría.

Uno bailaba eso a finales de los noventa y durante la primera década del siglo XXI, uno sigue bailando eso ahora mismo en la cocina de la casa y en el carro a setenta millas por hora dirigiéndose ahead. Eso se baila así: cantándolo díscolamente, gritando el estribillo y la parte que dice que te necesito a ti esta noche, que te necesito esta noche más que nunca. Yo te necesito esta noche más que nunca.

En la película, la gente canta eso. Dos o tres veces, la gente canta eso. Primero son jóvenes y luego han pasado diez años: hay una niña, un marido, un karaoke. La gente se levanta del asiento, ha bebido cocteles y no está en sus cabales, pero necesita cantar esa canción. Necesita recordar lo que necesita esta noche más que nunca, lo que necesita ahora mismo esta noche.

Una persona no le quita a otra lo que es suyo, sino precisamente lo que no podría ser suyo jamás.

El lugar donde yo cantaba y bailaba esa canción era un espacio comunitario con bar frente al Teatro Principal de la ciudad. En el bar se vendía licor de menta. El licor de menta era lo único. Todo el mundo iba ahí a bailar, al menos todo el mundo que yo conocía, de cerca y de vista. Personas que hacían teatro o les gustaba el teatro, que escribían o les gustaba escribir, que pintaban o les gustaba pintar. Todo el mundo iba, la fiesta era ahí. Luego se puso malo. La música cambió y empezó a entrar otro tipo de gente. 

Una noche empezaron a decir que habían estado echando homatropina en nuestros vasos, que lo que estábamos tomando no era solo licor de menta sino licor con homatropina, que tuviéramos cuidado. Para cuando me enteré, ya me había tomado un vaso entero. Pero cabía la posibilidad de que mi vaso estuviera limpio. Pero mi vaso no estaba limpio, y ahora estaba vacío.

También dijeron que la mujer que había traído la homatropina trabajaba en una farmacia. La mujer estaba frente a mí, tenía los ojos verdes y era muy masculina. También era gorda y amable, se notaba que quería caer bien. Ella, sobre todo, necesitaba algo esta noche. Necesitaba algo más que nunca. Se llamaba Magdaloi.

Tuve pánico de Magdaloi y agarré al primero que vi delante, mirándolo con ojos que suplicaban sálvame. Él era de mi edad, se había cortado el pelo y nos conocíamos de siempre. Por la calle me sonreía y yo le sonreía como diciendo: no. Pero esa noche con el vaso vacío y el licor de menta con homatropina haciendo efecto en mi corazón, mis ojos le suplicaron sálvame

Empezamos a besarnos sin amor, sin deseo, llenos de homatropina hasta la médula.

Así que salimos de aquel lugar, cruzamos la calle, nos escondimos en las escaleras oscuras de atrás del Teatro Principal y empezamos a besarnos sin amor, sin deseo, llenos de homatropina hasta la médula. Seguramente, para poder besarlo y dejarme besar, debí haber estado oyendo una canción. Las canciones ayudan a besar y ayudan a dejarse besar, aunque lo menos que uno quiera sea eso.

No sé cómo llegué a mi casa en bicicleta desde el centro de la ciudad. Al otro día por la mañana había un océano verde, mentolado, alrededor de mi cama. Mis chancletas Hawaianas nadaban en el vómito como tilapias o tencas. El olor era pesado. A todo lo largo de mi pierna derecha había una huella fatal de rueda de bicicleta.

La película que vi y que quiero volver a ver no habla de homatropina ni de sus efectos sistémicos, aunque uno podría sentir la misma estimulación seguida de una profunda depresión hacia el final. El delirio atropínico es un síndrome confusional agudo caracterizado por excitación del sistema nervioso central, dado por alucinaciones visuales. En casos de intoxicación con drogas atropínicas y afines, como la homatropina en colirio oftálmico y el alcohol, los efectos sobre el sistema nervioso central son mixtos.

Hay una niña, un marido, un karaoke. La niña huele sustancias que guarda en frascos estériles. Las sustancias tienen nombres: mamá, casa, lago, noche, Yulia, amor. El papá de la niña no habla. Es un hombre que nació en otro país y forma parte de un éxodo. La hermana del papá sí nació en este país. La hermana del papá huele a licor. Se llama Yulia. 

Si algo importa en la película es cómo huelen las cosas. A qué huele una canción.

La madre de la niña es Adèle Exarchopoulos. Después de su nombre, puntos suspensivos y excitación del sistema nervioso central dado por alucinaciones visuales. Adèle Exarchopoulos es la mamá de una niña. Concebirla hace diez años junto al hombre que no habla, verla nacer y crecer, inseparables, ha sido su mayor felicidad. Pero Adèle Exarchopoulos necesita cantar y necesita algo ahora más que nunca.

Yo no sabía lo que era zapping pero cuando lo supe, empecé a hacerlo. Sé que haré zapping varias veces más para ver a Adéle Exarchopoulos cantando esa canción de los ochenta que yo también canto y grito rodeada de dibujos entre cuatro paredes. La canción en mi apartamento se reproduce desde un dispositivo obsoleto llamado iPod. Me lo regaló una mujer en el año 2012 pero es un modelo anterior, del año 2010. 

Adèle Exarchopoulos se levanta del asiento y se dirige al escenario, frente a su hija y su esposo, que no habla. Lleva de la mano a la hermana del esposo. Va a cantar con la hermana del esposo un karaoke ochentero que le recuerda que existe. Quiere cantar la canción de Bonnie Tyler a todo pulmón en el escenario, junto a Yulia, que huele a licor. Si algo importa en la película es cómo huelen las cosas. A qué huele una canción. 

Le he metido al iPod tanta música como es posible. El dispositivo tiene una capacidad de 160 gigas. La mujer me regaló el mejor, para conquistarme, y yo le metí lo mejor, para conquistarme, a un aparato descontinuado que me provoca inquietud porque tanta música buena metida en una cajita compacta, que ya no se desarrolla pero sigue funcionando, debe ser magia completa. Esa es la música que yo oigo. Esa es mi estimulación. No hay nada que pueda hacer.


© Imagen de portada: Fotograma de la película ‘Les cinq diables’.




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En nosotros, Pablo

Claudia Muñiz

La soledad de la casa + los boleros + la amenaza de lluvia-Pablo es una ecuación demasiado difícil para resolver sola. Necesito compartirPostear.