Atrapada en ‘La Maleza’ de la escritura-carbón

Un carbonero

Ángel Iglesias Novoa fue carbonero, clandestino, amo de llaves, juez lego y tesorero de dominó. Se jactaba de ser carbonero desde los siete años de edad. También se jactaba de fumar tabaco desde los siete años de edad. Lo conocí viejo, porque cuando yo nací ya Ángel Iglesias Novoa tenía sesenta y cinco años. A mí me decían la Galleguita porque era nieta de un hombre al que le decían el Gallego. Pero el Gallego no le caía bien a todo el mundo. 

El Gallego nació en Esmeralda, un municipio de Camagüey que tiene nombre de piedra preciosa. En Camagüey todo es así misterioso y con aire de importancia, aunque esa importancia venga de otra época, una que quedó en el pasado, sepultada por la miseria y la vulgaridad. A algunas personas no les gustaba el Gallego porque, aunque ahora fuera viejo y andara de la mano con una niñita para arriba y para abajo, seguía siendo un idólatra de una dictadura y de un dictador. Lo era ciegamente, como esas personas que van caminando, se dan en la frente con un objeto pesado, de madera o de hierro, siguen caminando y se vuelven a dar.

Se jactaba, además, de no aprovecharse de la Revolución, ni ahora ni nunca, que se lo había dado todo. ¿Qué era todo?, aún no lo sabemos, pero ese era su argumento para explicar la grandeza de la vida. Muchas veces el carbonero se quedó callado frente a su mujer, que contaba la historia con molestia: construyó la casa como le dio la gana, de madera, para que se nos cayera encima, y si no me pongo dura hubiera construido el inodoro en el patio, a diez metros de la puerta de atrás, de letrina, como si fuéramos animales. 

Contaba, Ángel Iglesias Novoa, que el tabaco a los siete años le daba la energía necesaria para levantarse y guiar el carretón. Un saco de carbón pesa más que un niño de siete años de edad. Un saco de carbón pesa más que el alma. Éramos demasiados hijos y había que ayudar a mamá y a papá, españoles campesinos venidos a una isla tropical y mortal.

Soy bisnieta de españoles por parte de madre y de padre. Seis de mis ocho bisabuelos eran españoles. Pero no todos eran campesinos. Algunos eran dueños de cierto pedazo de tierra que luego fue tierra perdida cuando triunfó la Revolución y Fidel Castro tomó el poder. Mi abuelo carbonero le dio las gracias a la Revolución hasta el final. Gracias por una casa que pudo construir él solo y donde vio a sus hijos nacer, sobre una mesa de madera de caoba que mi mamá conserva todavía.

El techo y las paredes no eran de caoba, eran de cierta madera, como casi todas las casas del reparto Villa Mariana, que luego se fue pudriendo y de la que se fueron alimentando el comején, los ciclones, los huracanes y “la situación económico-social”, como dicen en las clases manipuladas de historia. A la casa la conocí vieja, porque cuando yo nací ya tenía muchos años de haber sido construida, no sé cuántos exactamente y para qué saberlo, si eso solo aumentará la maleza en el pensamiento.


La editorial

Las sagradas escrituras se escribieron sobre piedras. Sintaxis reducida a cal y canto. Darse con un canto en el pecho, textualmente. Darse con cuarenta y cinco cantos en el pecho. La nueva serie de libros de palo del artista camagüeyano Léster Álvarez cuenta con esa cantidad de piezas, un colchón editorial de madera reciclada puesto a los pies del insomnio universal.



Bajo el sello La Maleza, los títulos cubanos, junto a los nombres de sus autores, se despliegan como diccionario de la censura cubana. El desfile de madera al que pertenecemos mi panfleto y yo, corresponde a la tercera edición de una obra que podría ser, además, el horno de carbón de la literatura cubana. Una primera edición contó con treinta y nueve piezas y una segunda contó con cuarenta y un ladrillos.



Según Léster ÁlvarezLa Maleza es una plataforma para residuos literarios, fundada sobre márgenes. A partir de una investigación personal, asistida por un grupo de colaboradores, se registran libros escritos de autores cubanos que por diversos motivos permanecen aún sin publicarse. El criterio de selección de las obras es muy difuso, cuenta sobre todo lo inclasificable y desmedido en cuanto a propuesta literaria, lo riesgoso, peligroso y problemático, lo noble, lo insólito, lo que garantiza una variedad en el conjunto, lo inédito.



Los títulos de La Maleza son espacios subterráneos de una memoria futura. Todavía no se han grabado con letra maravillosa en ninguna biblioteca independiente, pero se paran sobre sí mismos, muy verticales ellos. A pesar de lo difuso que menciona el hombre-tipógrafo-escultor, leo un bosque heterogéneo de madera inquebrantable, tan enferma, tan oscura, tan preciosa, tan legítima, tan limpia, tan apática, tan dulce, tan alegre, tan amarga. 



Al mencionarlos aleatoriamente, yo también me enfermo, me crispo, me alegro, me amargo: Esquizopatria, de Katherine Bisquet Rodríguez; El jueves que fue hombre, de Martha Luisa Hernández Cadenas; Lobo manso, de Marien Fernández Castillo; El libro de Samuel, de Ramón Hondal; Gran Eslavia, de Carlos A. Aguilera; Los creyentes, de Gerardo Fernández Fe; Putas presas, de Katherine Bisquet Rodríguez y Camila Ramírez Lobón; Museo de la disidencia en Cuba. Catálogo, de Yanelys Núñez Leyva y Luis Manuel Otero Alcántara; ¿Por qué la revolución no era amor verdadero?, de una servidora.



Construida en dos espacios, ajeno y propio, la pirámide-archivo parece una cosa pero es otra. En ese territorio del engaño quiero que repose mi librito. A esta altura prefiero un libro de adorno que un libro de aprendizaje. Porque lo aprendido casi nunca puede aplicarse. Uno aprende cosas para retorcerse y joderse y arrepentirse. Para decirse todos los días que ojalá no hubiera hecho lo que hizo. En ese momento en que uno dice: ojalá no hubiera hecho lo que hice, sino algo distinto; la leña del árbol caído se convierte, tal vez, en literatura, y ya de nada sirve.

Si tuviera mucho dinero compraría la biblioteca de palo y haría con los libros un horno de carbón en cualquiera de los parques alejados de Miami, en una playa desierta, al final de Crandon Park, con permiso del condado, en homenaje a Ángel Iglesias Novoa y a todos los carboneros del tiempo de la catana, que empujaban sus carretones de carbón desde la oscuridad del campo desconocido de Cuba. Por otro lado, el día que toque mi libro, será como tocar mi casa.


El horno

Un horno de carbón es una montaña de ramitas crudas que van a morirse pronto. Ya están casi muertas desde que dejaron de funcionar como arbusto o árbol, pero todavía se les puede hundir una uña, tipografiar una letra en la corteza, todavía se les puede hacer más daño. Si puedes dañar algo, significa que está vivo. Si está vivo, en algún momento dejará de estarlo.

Un horno de carbón es tarea de gente que no tiene más ninguna posibilidad en la vida que no sea pasar sus horas arañándose con espinas o ramas secas y derritiéndose junto al calor de una montaña de fuego. El fuego se va comiendo la madera de adentro hacia afuera, como un buen poema o una buena construcción textual, que también se va comiendo lo que hay ahí de adentro hacia afuera.

Si tuviera mucho dinero compraría la posibilidad de construir otra vez la biblioteca, cada título y cada autor, erguido nuevamente en la galería subversiva de la literatura cubana. Me sentaría al lado de Léster Álvarez a verlo tallar, rigurosamente, cada mayúscula y cada tilde. Le diría a veces: yo también nací en Camagüey, ¿te acuerdas? Organizaría, a veces, los libros de palo de diferentes maneras. 

En ese territorio del orden y de lo obsesivo-compulsivo me gusta ver los objetos, más que verlos, admirarlos. A esta altura prefiero el orden al desorden, porque la cabeza, diáspora con orejas, hace rato se convirtió en horno de carbón y ya sabemos cómo suceden las cosas en el interior de un horno. 

Por otro lado, semejante archivo de la literatura cubana es tarea de gente que no tiene más ninguna posibilidad en la vida que no sea pasar sus horas arañándose con espinas o ramas secas y derritiéndose junto al calor de una montaña de fuego. 




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Platelminto, espora, virus, dos o tres fotos y ya

Legna Rodríguez Iglesias

Mi gesto de estrella, medusa, hongo, platelminto, espora, virus, al reproducirme yo misma tomando un recipiente cilíndrico e introduciéndolo por mi vaginacon el contenido más precioso del planeta tierra: la gota de semen más bonita del mundo.