así la desentrañé de su jardín y la volví a él, fresca todavía,
con frescura de mata, e intangible.
Dulce María Loynaz, Jardín
Fui a ver con mi hijo la habitación infinita y el jardín de Yayoi Kusama. Las dos maravillas en el Museo Rubell, al norte de Miami. Narcissus Garden es el nombre original de la segunda, su primera presentación fue en 1966. El cuidador, jardinero, nos pidió que adivináramos el número de bolas de cristal. Se trataba de una rampa con forma de valle céntrico. Al no adivinar la cantidad, nos dijo: “Setecientas”. Mi hijo abrió la boca, yo abrí la boca y el cuidador abrió su boca, aunque no la vimos por el obstáculo de la máscara.
Me acordé que debía responder un email incómodo sobre el prólogo que hace un año escribí para Jardín, la novela de Dulce María Loynaz. En consecuencia, nunca podré publicarlo, habiendo firmado un contrato donde cedo los derechos, perdiendo güira, calabaza y miel. La novela imprescindible de Dulce María Loynaz será publicada muy pronto, pero mi prólogo no antecederá sus páginas. A alguien muy importante no le satisfizo lo que yo escribí, le pareció insuficiente, quería otra cosa.
Sin embargo, pienso que, como escritora y lectora, el prólogo no importa tanto, a no ser que fuera uno grandilocuente, académico, destinado a estudiar y analizar, algo de lo que huyo: piernas para qué las quiero. Prefiero quedarme en los jardines extraños. Un jardincito estrecho donde una vez nos amamos, escondidas tú y yo. Las esferas plateadas del jardín de Kusama las teníamos tú y yo por dentro, apagadas, dormidas. Un jardín sin flores, un jardín de lava.
El prólogo que no gustó a alguien empieza con una anécdota: Yo tenía veinte años cuando puse los pies por primera vez en el jardín abandonado de la casa abandonada de Dulce María Loynaz. Había ido a La Habana con la ilusión de fugarme, abandonar yo también la casa donde nací y quedarme a vivir en una ciudad mitológica, ajardinada y cruel, llena de una luminosidad que explota y luego te come la vista. Era tan pequeña e insignificante que no lo conseguí. Regresé a mi casa con el rabo entre las piernas y un pedazo de escombro de la casa de Dulce María.
Luego pensé muchas veces que aquel trozo de cemento, como un imán habanero que necesita volver a sus iguales, era el que me arrastraba a querer irme de nuevo, todos los años, a La Habana. Hasta que tuve que irme, de verdad tuve que irme, a La Habana. Me fui sin nada. Aquello que debía regresar conmigo se quedó bajo mi cama, empolvándose cada día más. Debió haber dejado de ser, en algún momento, lo que era. Debió haberse ido, disuelto en polvo, como espíritu en el aire. A mí se me olvidó hasta hoy.
A partir de ahí, me imagino a alguien incubando su disgusto. No hay pobreza en una anécdota, pero tampoco hay riqueza. Un poema y una anécdota son residuos de pensar. ¿Le vas a inyectar anécdota al prólogo de Jardín? Sí, why not. Because, mi cielo, a nadie aquí le interesa tu experiencia distraída, esa manera abstracta, de lidiar con la razón.
El prólogo anecdótico que no le gustó a alguien continúa más adelante: La literatura cubana entera avergonzada frente a una mujer enorme, que abre la reja de su propio jardín y sale caminando sin mirar atrás. La literatura universal entera avergonzada frente a una mujer de casi cien años que abre su propia boca y vuelve a cerrarla porque todo lo que tiene que decir está escrito hace la misma cantidad de años.
Nadie hubiera imaginado que la distopía cubana del futuro no se produciría en el siglo XXI, como la mayoría de las distopías actuales latinoamericanas, con la moda creciente de la ciencia ficción y las consecuencias autistas (esta palabra me la quitaron en la edición) de la tecnología; ni siquiera a finales del siglo XX, cuando ya todo era obvio y amenazante. La verdadera novela distópica de la literatura cubana tiene fecha de 1935,[1] al final de un preludio que da pie a más de trescientas cincuenta páginas divididas en cinco partes. La distopía escrita por una de las escritoras más extrañas y ermitañas de todas las marañas.
El error lo provoca ella misma al etiquetar novela. Porque Jardín no es novela lírica ni novela-jardín, sino novela freática. En todo caso, rara novelis. Termina con la palabra hierro: imposibilidad, esterilidad. Pero volviendo a Kusama, ¿cuándo vamos de nuevo a su jardín? Por supuesto, ni lenguaje ni relato son imposibles aquí. Estériles, menos que menos. La introspección y la dislocación de una narrativa inevitable, que venía hacia nosotros en avalancha, tienen en Jardín a su novela madre. Hija de sí misma, ninguna novela que vino después cumple con esa tensión absoluta que tiene la novela de Dulce María Loynaz. Lo que Yayoi Kusama hace con semejante jardín plateado es deformar y someter, mal que le pese, la poesía.
Me pierdo si hay exuberancia. La exuberancia puede ser silenciosa y deliciosa. Pero es que Jardín, una de las novelas más visuales de la literatura cubana, se escribió para ser mirada, olfateada, desactivada por un ojo cíclope que ve lo que es y lo que no es. A mí como lectora me gusta ver lo que es y lo que no es, por eso leo a Dulce María Loynaz, de nuevo, recogiendo plantas medicinales del patio de mi casa en Camagüey. No existe otra. Las recojo con la mano aunque podría usar la tijera. Las echo en una palanganita metálica que tiene en el fondo un dibujo con cisnes aunque pudiera echarlas en una vasija barata de Walmart.
Hay apasote, mejorana y ruda. Hay quitadolor. Donde Dulce María Loynaz pone rosa, yo leo quitadolor. Para ser más precisa, leo quitadolores, porque nunca, y esto es algo que me da una curiosidad muy rara, hay rosas singulares en el Jardín de Dulce María. Plurales rosas, algunas, varias y muchas. Nunca dos y jamás una. Por ejemplo:
Siempre sin apartarse de la pared que daba consistencia a su contorno, los brazos de él se le tendieron de un modo ambiguo.
Todavía se acercó más. Una dulzura de flor y de flor nueva, una frescura de hojas y de agua, venía milagrosamente del jardín en ruinas en que debían de hallarse.
No se dejaban ver las rosas, pero olía a rosas; mareaban las rosas, sofocaba el olor jadeante de las rosas.
No se veía el agua, pero se oía correr agua entre piedras; se sentía el suave y espeso borbotar del agua que se desliza entre junturas de piedras, sobre lecho de guijas.
Fragmento azaroso el anterior, seleccionado solo por capricho y gusto, donde el lenguaje, protagonista unánime de la novela, se despliega como rabo (abanico) de pavorreal, como trompa de elefante o arabesco de tigre, como espesura sistémica. Jardín, novela disfrazada de poetry, podría ser en verdad un ensayo sobre el uso deliberado del lenguaje en la literatura cubana del siglo XX. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Jardín?
Al escribir Jardín, Dulce María Loynaz se adelantó a sí misma. Escribió su inmediatez, dramatizando una realidad que no tenía nada de edén por ningún lado. Descendiente de héroe, su legado es el de la heroicidad. Para un escritor o una escritora, vivir la literatura como un jardín apartado en el que se puede respirar, apenas, gracias a la fotosíntesis del sol y del pensamiento, pero sin acuerdo ni deseo humano de participar en el orden que los seres humanos a tu alrededor convienen, debe ser tan pacífico como aturdidor, tan humilde como fulminante, tan hermoso como horrible.
Veinticinco años después de haber escrito Jardín, una Dulce María Loynaz todavía joven, parada en el centro de cierto jardín carnívoro llamado revolución, renuncia a toda clase de contacto literario, renuncia a publicar aquello que la sostiene como mujer y escritora. Se separa, se exilia, se pone una face mask desechable, diaria, para protegerse de uno de los virus más letales que han producido las sociedades. Me atrevería a decir que su obra, absoluta y completa, podría ser interpretada como el manifiesto cubano de la naturaleza contra la sociedad.
Mientras caminábamos, las esferas de plata nos devolvían nuestras siluetas. Se trata de setecientos espejos circulares. Al caminar entre ellos para fluir ahí, como en un jardín, uno se ve repetido setecientas veces. Nunca supe si eso era agradable o no. Una mujer con hijo presta atención al hijo. Yayoi Kusama, a través de la belleza, consiguió que la gente comprara su ego, mostrando lo que la gente puede llegar a comprar. Pero estoy segura de que Yayoi Kusama no creó el Narcissus Garden para mujeres con hijos, al menos con hijos pequeños.
La experiencia con un niño es diferente. Un niño no necesita mirarse en ningún espejo. Si lo hace es para jugar y reírse, no de sí mismo sino de lo que ve, que no es él, porque aún no se ha formado ninguna opinión de él. Aún es libre y perfecto aunque ya sepa, por ejemplo, responder al teléfono. Aunque ya haya tenido que aprender. Admiré el jardín y lo observé a distancia durante varios minutos, y eso sí fue agradable y hermoso, porque yo veía un valle.
En algún momento el niño retrocedió, de espaldas, y se cayó en el jardín, su orilla, provocando un estruendo de cristal, un movimiento caótico de las bolas. Varios cuidadores, jardineros, vinieron hacia nosotros, a ver qué había pasado, porque el silencio en la galería no es igual al del jardín. El silencio aquí persiste, martillazo vacío. El niño se asustó, yo me asusté y los cuidadores del museo se asustaron, viendo las esferas de Yayoi Kusama irse de lugar y convertirse en jardín caótico.
Al levantar al niño, cargándolo, todo volvió a su lugar. El niño volvió a su órbita y las esferas a las de ellas. Un solo movimiento hizo que las cosas regresaran a su manera adecuada de ser. En el futuro, seguramente, escribiré: “Yo tenía treinta y ocho años cuando puse los pies por primera vez en el jardín de Yayoi Kusama. Había ido a Miami con la ilusión de fugarme, abandonar yo también el país donde nací y quedarme a vivir en una ciudad mitológica, ajardinada y cruel, llena de una luminosidad que explota y luego te come la vista. Era tan pequeña e insignificante que no lo conseguí. Todos los días regreso a mi casa, en mi mente”.
Dulce María Loynaz (La Habana, 10 de diciembre de 1902-27 de abril de 1997) fue una escritora cubana que adivinó su casa (espacio habitado por una persona) en su escritura. Me atrevería a decir también que, sin irse nunca de Cuba, fue una escritora cubana que quiso ir yéndose por detrás, por arriba, por abajo, por siempre.
© Imágenes de interior y portada: Legna Rodríguez Iglesias.
Nota:
[1] A pesar de haber sido terminada en 1935, Jardín no sería publicada hasta 1951, por Ediciones Aguilar.
El corazón de una madre puede ser una pradera pero también un ladrillo
Quisiera felicitar y mandar fuerza a todas las madres cubanas que tienen a sus hijos presos o esperando una sentencia, por manifestarse en contra de un gobierno que es una dictadura.