El ideario totalitario cubano busca la inclusividad como herramienta de control. Desde un primer momento el poder, con el único fin de legitimarse, se rodeó de valedores de posturas: escritores, periodistas, poetas, trovadores, académicos, e investigadores. Esta estrategia perdura sesenta y dos años después, y algunos caen en su trampa. Son los fidelistas de nuevo tipo, portavoces de un recuerdo y paladines del reformismo.
El totalitarismo intenta inculcar la idea de su perfectibilidad, de su mejorabilidad. Lo que persigue el represor es que pensemos que incluye al que disiente de su verticalidad, que lo escucha. Esta estrategia ha calado y muchos intelectuales “críticos” son, en realidad, portavoces sin sueldo de la supervivencia de la revolución (siempre en minúsculas).
Cada vez que un intelectual cubano anuncia que su pensamiento es “socialista” induce la idea totalitaria de la irrevocabilidad constitucional de ese sistema. Queriendo o sin querer, Harold Cárdenas, Julio César Guanche, Rolando Prats, Carlos Alzugaray, Rafael Hernández, Ivette García, Esteban Morales, Arturo López-Levy y algún otro le lavan la cara al régimen y afirman la legitimidad de su existencia.
Están convencidos de que el “proceso” puede ser reconducido y victimizan a las víctimas usando discursos vacíos y de conveniencia. Incapaces de exigir la libertad de Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel Osorbo. Sin ánimos para gritar por los cientos de presos políticos se refugian en el comodín del embargo, relato ajustado a la narrativa de la revolución (siempre en minúsculas) que defienden por ausencia o cobardía.
El totalitarismo usa y abusa de sus intelectuales, pero no los admite. (Yo estuve ahí, sé de lo que hablo). Si no, fíjense en Norberto Fuentes, agazapado en Miami, disparando balas de plata, alabando al Fidel de la montaña y a sus amigos generales. Juan Marinello, Renato Recio, y un puñado de asalariados murieron con medallas y en la miseria; otros, como Silvio Rodríguez o Miguel Barnet, lo harán con prebendas y cuidados.
El reformismo es peligroso porque implica aceptación. Entenderse con el poder es asumirlo y validarlo.
El apoyo de Leo Brouwer y Chucho Valdés al 15N nos habla del hastío de la generación de la lealtad. Presos de su propio compromiso, tuvieron que esperar sesenta y dos años para criticarla.
Los reformistas atacan lo que no hiciste, en lugar de alabar lo que haces. Para ellos, el pasado es la roca pesada que no se abandona mientras confían el futuro al régimen que te somete. En su discurso está sembrar la culpa, estigmatizar el pensamiento divergente, segregar al que se opone. Son radicales de izquierda imposibilitados de acompañarnos en el cambio de Cuba hacia una nueva república.
La “coherencia” en política es un arma al servicio de los radicalismos. Cambia el pensamiento del mismo modo que cambia la sociedad. Los reformistas se anclan al sistema porque, al igual que el totalitarismo, su único propósito es perpetuarse.
El reformista justifica lo existente. Desprecia al que cambió, no entiende que los que un día fueron de “Patria o Muerte” y hoy son de “Patria y Vida” suman, y los que defienden al sistema restan.
© Imagen de portada: Miguel Díaz-Canel condecora a Antón Arrufat.