Antonia Eiriz o el reflejo de no bajar la cabeza

En una tarde tropical y veraniega, una espera corta no es menos amenazante que una espera larga. A partir de cierta hora, el sol pesa como una mochila cargada de tubérculos que no se comen. Esperar bajo alguna sombra disponible es una bendición.

Lo logré. Estoy a la sombra.

Mientras esperaba a la persona que esperaba, miré alrededor. Uno tiene la impresión de que mirando alrededor el tiempo se aprovecha, y eso es cierto. Estaba parado en algún punto de 23 entre M y N. A mis espaldas, el Ditú; frente a mí, el Pabellón Cuba

El Pabellón Cuba y el Ditú subrayan un trozo de tiempo nacional que va de los años 60 hasta los 2000. En esos cuarenta y tantos años, la vida cubana, desde todos los puntos de vista, puede ser leída como una noveleta negra y de realismo sucio a la vez. Pero, ¿por qué venía esa idea a mi cabeza en ese preciso momento? 

Miré al suelo y todo cobró sentido. Mi vicio es el de hacer lecturas simbólicas de las imágenes y sus coincidencias. Corro ese aberrante riesgo sin miedo alguno.

A pocos metros de donde estaba parado, se encontraba uno de los llevados y traídos mosaicos de la Rampa, en el deplorable estado en que están casi todos hoy. Era el de Antonia Eiriz

Antonia Eiriz a unos metros de un Ditú y a una cruzada de calle del Pabellón Cuba: casi se me dilatan las pupilas al pensar esto…


Estado actual del mosaico de Antonia Eiriz en 23 entre M y N, La Rampa, Vedado. Foto: Julio Llopiz-Casal

Estado actual del mosaico de Antonia Eiriz en 23 entre M y N, La Rampa, Vedado.
Foto: Julio Llópiz-Casal.


En 1963, con motivo de la celebración en La Habana del VII Congreso Internacional de Arquitectos, se lanzaron un grupo de iniciativas constructivas en función de estetizar aún más La Rampa. Una de ellas fue el despliegue y diseño de los famosos mosaicos, un proyecto conducido por los arquitectos Fernando Salinas y Eduardo Rodríguez, y donde se involucraron 15 artistas del patio

Durante años, jugué con algunos de mis amigos a adivinar de qué artista era cada diseño. Mariano y Lam eran obvios; pero con los demás no era tan fácil deducir, y menos acertar. El de Antonia Eiriz me lo sé porque está empotrado en la pared del balcón de mi casa: una réplica pequeña en fotocerámica con el nombrecito en un borde, de las que venden en Arte en La Rampa.

Cada vez que digo, categóricamente, “Ese es el de Antonia Eiriz”, a algunos les resulta extraño. Es como si todo el tiempo esperaran de ella un bicharraco, y no ese diseño geométrico de inspiración afro. 

Cría fama y acuéstate a dormir.


De la serie "Una vida animadísima".
Máscara y creyón labial de Jorge Luis sobre una portada de la revista Revolución y Cultura, en que aparece Antonia Eiriz.
Foto: Julio Llopiz-Casal, a un material del Archivo Veigas, 2011. 
Ilustración: Julio Llopiz-Casal.

De la serie «Una vida animadísima».
Máscara y creyón labial de Jorge Luis sobre una portada de la revista Revolución y Cultura, en que aparece Antonia Eiriz.
Foto: Julio Llópiz-Casal, a un material del Archivo Veigas, 2011.
Ilustración: Julio Llópiz-Casal.


Hacía tiempo que no pensaba en Antonia Eiriz y ese mosaico me hizo volver a ella. 

Antonia es el artista más notorio de su generación. (Digo “el”, porque regodearme en el hecho de que era una mujer entre tantos artistas hombres me llevaría a un lugar que no me interesa ahora mismo). Su trabajo sobresale porque parece una pequeña antología de revelaciones, en un contexto en que hablar tan claro le signó un destino.

Al entrar a la sala de los años 60, en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), queda todo claro. Están las pinturas rotundas de la Eiriz de esa época. La manera en que sobrecogen, y los magníficos acabados, apenas dejan margen para cuestionar su lugar. 

Si se miran estas pinturas desde un punto de vista cronológico, sobresale el sentido poético que se perfeccionó increscendo, la maña y la exactitud que tenía esa trigueña a la hora de cerrar una obra. Hay un ritmo perfecto en la expresión: suficientemente sutiles, con ausencia casi total de excesos; suficientemente osados, suficientemente crueles. La relación entre los títulos y las composiciones es de una sinergia paralizante: La anunciaciónEl dueño de los caballitosCristo saliendo de JuaneloLa muerte en pelotaNi muertosMis compañerasUna tribuna para la paz democrática

Parecen nombres de capítulos para una serie documental de Netflix.


De la serie "Una vida animadísima"

Un par de señores mirando el tríptico "Ni muertos" de Antonia Eiriz, años 60. Constantino el Marinero, mira también el cuadro con mucha atención.

Foto: Archivo Veigas. Autor no identificado. Ilustración: Julio Llopiz-Casal.

De la serie «Una vida animadísima».
Un par de señores mirando el tríptico «Ni muertos» de Antonia Eiriz, años 60.
Constantino el Marinero, mira también el cuadro con mucha atención.
Foto: Archivo Veigas. Autor no identificado. Ilustración: Julio Llópiz-Casal.


La destreza técnica de Antonia era intimidante. Hizo un montón de obras pequeñas y pequeñitas, pero su soltura con la escala, con los grandes y medianos formatos, la ponen en un lugar especial respecto a sus congéneres. En sus telas lo mismo hay un collage, que un brochazo, que un trozo de tela tiznada, que un agujero. Era muy suelta pintando, y le tenía cogida la vuelta a la figura humana como pocos. Por eso es que le salían tan orgánicos los monstruos: porque sabía reinterpretar la fisonomía de los hombres y vomitarlos así, aparentemente atípicos.

Con estas habilidades para dominar la materia, no es extraño que se le diera bien, además, la producción de obras tridimensionales. En la misma sala del MNBA se pueden ver un par de “ensamblajes”, como ella misma los llamó. Estas esculturas parecen una oda al reciclaje: minuciosas, emotivas, povera, lúdicas. La más famosa es El vendedor de periódicos: de las obras más simples, menos canónicas y más populares del Museo. Además, hizo un retrato escultórico de José Lezama Lima que no tiene desperdicio. 

Una vez vi (me lo enseñó un amigo) el ejemplar de La cantidad hechizada que le regaló Lezama a Antonia. La dedicatoria decía algo encantador que, a mi pesar, no recuerdo. No voy a hacerles la mierda de parafrasearlo, aunque me siento tentado…


De la serie "Una vida animadísima"

Donato y Roxana en una visita al Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana, junto al "Vendedor de periódicos" de Antonia Eiriz.

Foto: tomada del Facebook del MNBA. Intervención: Julio Llopiz-Casal

De la serie «Una vida animadísima».
Donato y Roxana en una visita al Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana, junto al «Vendedor de periódicos» de Antonia Eiriz.
Foto: tomada del Facebook del MNBA. Intervención: Julio Llópiz-Casal


Antonia Eiriz no me seduce solamente por su lugar en el arte cubano. La obra habla por sí sola, conmueve, y la crítica no se ha encargado de negarla; más bien la ha asumido, la ha usado: hay un consenso bastante extendido en torno a lo que representa la producción visual de esta artista, incluso para la oficialidad, a pesar de los tabúes.

En principio, no me interesó ni me interesa integrar la estela de apologistas que Antonia Eiriz tiene y tendrá. Llegué a ella por el atractivo que para mí tiene en su generación, sin más deseo que hablar de ese grupo, y de ella como una más, de lo que representaban en relación con la política cultural de la Revolución. Por azar, tal vez, tuve la oportunidad y el privilegio de sumergirme en su obra y en su biografía un poquito más de lo que pensaba. 

Defendí una tesis de grado en la Facultad de Artes y Letras sobre el expresionismo en la pintura cubana. Mi tutora fue Cristina Vives, y gracias a ella tuve acceso al Archivo de José Veigas (hoy Archivo Cifo-Veigas). Una experiencia inolvidable. 

Cuando tengo el chance de hablar de arte cubano con alguien, al margen de cuestiones relativas al mercado y a la política, muchas veces surge esta pregunta: ¿Por qué no hay un buen catálogo, un buen libro, sobre Antonia Eiriz? 

Lo gracioso, en primer lugar, y luego lo curioso, es que la respuesta a esta pregunta se desentraña, precisamente, teniendo en cuenta cuestiones relativas al mercado y a la política.

Mientras escribía mi tesis, además de ver montones de imágenes de cuadros de Antonia, vi mucho de esa otra obra que suele ser más marginal y poco interesante a ojos del gran público: me refiero a ilustraciones para el mundo editorial, por ejemplo. Fue un lujo, además, procesar y consumir documentos que dibujan a una Antonia más nítida, porque está enfocada desde lo que fue su vida cotidiana: fotos, ejemplares de los catálogos y plegables originales para sus exposiciones, textos tal cual aparecieron en publicaciones de la época, etc.

Todo esto me dio a una Antonia Eiriz con implicaciones políticas, mercantiles y, por supuesto, artísticas.


De la serie "Una vida animadísima"

Flores dispuestas por Minerva, Donato, Domingo y otros, sobre la portada que ilustrara Antonia Eiriz para la revista Casa en los 60.

Foto: Julio Llopiz-Casal a un documento del Archivo Veigas, 2011.

Ilustración: Julio Llopiz-Casal.

De la serie «Una vida animadísima».
Flores dispuestas por Minerva, Donato, Domingo y otros, sobre la portada que ilustrara Antonia Eiriz para la revista Casa en los 60.
Foto: Julio Llópiz-Casal a un documento del Archivo Veigas, 2011.
Ilustración: Julio Llópiz-Casal.


Antonia Eiriz no fue, ni es, una buena inversión. 

Raúl Martínez y Servando Cabrera sirven para entender esto. Ambos tuvieron un destino diferente al de Antonia. El Estado los cuestionó y los censuró a los tres; pero a diferencia de Antonia, Raúl y Servando lograron ser vistos de un modo diferente, de manera paulatina, mientras transcurrían las décadas de los 70 y los 80. 

¿Razones? Varias. Pero sobre todo tuvo que ver con que esos dos hombres asumieron actitudes mucho menos intransigentes que la de esa mujer. No se encuevaron como Antonia, y poco a poco, a medida que variaron los matices de la política cultural, lograron cierta visibilidad gracias a relaciones (y casualidades, a lo mejor); lo cual se tradujo, más o menos, en posibilidades de que sus trabajos fuesen exhibidos. Esto hizo que a la larga hubiera interés en ellos, posibilidad de “consumirlos” y, por tanto, de que el mercado les echara el ojo. 

Súmese que ambos practicaban una figuración más naturalista, más suave y más “dulce” que la de Antonia; más en sintonía con los estándares del gusto medio. Súmese, además, que ni Raúl ni Servando, dejaron de pintar de forma tan abrupta como su colega. Se mantuvieron trabajando cuando comenzó la década del 70 y su férreo control; no así Antonia, que dejó de pintar y se dedicó exclusivamente al taller de papel maché en su Juanelo natal.

Antonia Eiriz no tiene obras reproducidas ni en tapetes, ni en tazas, ni en lienzografías. No tiene un libro ni un catálogo razonado. Casi nunca se escucha a un traficante decir: “Tengo un Antonia Eiriz”; como sí se escucha decir: “Tengo un Servando, o un Carreño”. No existió, no existe, una persona que, de manera organizada, coherente y entusiasta, se haya ocupado de su patrimonio. Sus precios en el mercado dan tristeza, teniendo en cuenta la artista que es. 


De la serie "Una vida animadísima"

Mascarilla y analgésicos de Virgil (alias Piñón) sobre un retrato de Antonia Eiriz de Roberto Fernández Retamar.

Foto: Julio Llopiz-Casal, a un recorte del Archivo Veigas, 2011. Ilustración: Julio Llopiz-Casal.

De la serie «Una vida animadísima».
Mascarilla y analgésicos de Virgil (alias Piñón) sobre un retrato de Antonia Eiriz de Roberto Fernández Retamar.
Foto: Julio Llópiz-Casal, a un recorte del Archivo Veigas, 2011. Ilustración: Julio Llópiz-Casal.


“Yo admiraba mucho a los pintores abstractos, pero al pintar me salían cabecitas y muñecones, a mi pesar”, dijo Antonia Eiriz.

Pintaba cosas raras, y tuvo una biografía negra. A inicios de los años 60, la política cultural cubana la enarboló como algo extraordinario, pero en 1969 cuestionó tanto su trabajo que ella respondió renunciando a su plaza de profesora en la Escuela Nacional de Arte, y a pintar.

Durante los 70, los 80, y hasta 1994, cuando voló a Miami gracias a la Beca Guggenheim, se dedicó a enseñar la técnica del papel maché en su comunidad de Juanelo. Las figuras que les enseñó a hacer a vecinos y amigos, nada tienen que ver con la figuración de los cuadros que hoy la hacen tan notoria. 

En 1994 hizo una muestra personal en Miami, con cuadros que pintó en esa ciudad. Miro esos cuadros y tengo la sensación de que, desde 1969 hasta ese momento, no habían pasado más de 24 horas. 

Como si nunca hubiera dejado de pintar.


De la serie "Una vida animadísima"

Antonia Eiriz junto a un grupo de sus vecinos y amigos en Juanelo, lugar en que impartía su taller de papel maché. Karina no pudo resistir la tentación a salir en la foto con su flor artesanal amarilla.

Foto: Archivo Veigas. Autor no identificado. Ilustración: Julio Llopiz-Casal.

De la serie «Una vida animadísima».
Antonia Eiriz junto a un grupo de sus vecinos y amigos en Juanelo, lugar en que impartía su taller de papel maché. Karina no pudo resistir la tentación a salir en la foto con su flor artesanal amarilla.
Foto: Archivo Veigas. Autor no identificado. Ilustración: Julio Llópiz-Casal.


En 1963, Antonia inauguró su exposición personal Pinturas / Ensamblajes en Galería Habana. El pintor Hugo Consuegra escribió en el catálogo:

“Digamos pues, que la pintura de Antonia Eiriz es una aleación de patada y trompetilla, pero en una dosis tan aguda, tan descarnada, tan desprovista de adornos y concesiones, que se hace casi intolerable para el espectador que solo gusta de ser halagado, entretenido, edulcorado (…) Antonia pinta para condenar; si ahonda en el dolor, si trabaja con la miseria, si nos arroja a la cara la ridiculez, la vanidad y la crueldad, es porque no se resigna a que el hombre haya de ser ridículo, vanidoso y cruel. Su pintura no es arte de negación, sino de compasión, una gran y profunda onda de compasión” (Antonia Eiriz. Pintura. Ensamblajes, Galería de La Habana, enero 22-febrero 23, 1964).

Hoy resulta fácil pensar que, con esas palabras al catálogo, Antonia Eiriz no iba a llegar muy lejos. Pero en aquellos días la Revolución parecía otra cosa, y ella sentía que podía participar de la construcción de la nueva sociedad. Su fracaso en esa empresa no niega su verdad. Simplemente, llegó hasta donde pudo. Sus principios no fueron negociables. Cuando sintió que la cuestionaban demasiado, abandonó su estatus de artista y de profesora para impulsar un proyecto comunitario en su barrio, donde sentía que era valorada. 

Cuentan que esa beca en Estados Unidos la gestionó su amigo y exalumno Flavio Garciandía, porque a ella la estaba desfigurando la tristeza. Murió en Miami en 1995, al año siguiente de aquella exitosa exposición, después de tanto tiempo sin pintar. 

El tamaño de los ovarios de esa mujer está contenido en estas palabras suyas (véase Giulio V. Blanc: “Antonia Eiriz: Una apreciación”, en Art Nexus, Bogotá, No.13, julio-septiembre, 1994. p. 46) que yo no olvido ni pretendo olvidar:

“Cuando me hicieron esos comentarios de que mi pintura era ‘conflictiva’, llegué a creerlo. La Tribuna (para la Paz Democrática)por ejemplo, se iba a premiar, y no se premió a raíz de las críticas. Un día vi todos los cuadros juntos por primera vez en mucho tiempo. Me dije a mí misma: Esta es una pintura que expresa el momento en que vivo. Si un pintor puede expresar el momento en que vive, es genuino. Así que me absolví”.




Balada para la birra - Julio Llópiz-Casal

Balada para la birra

Julio Llópiz-Casal

Cuba merece muchas cosas. Podría empezarse por el derecho a una cerveza nacional fría, buena y compartida con un amigo. Entre esa cerveza y el cubano, se interpone solamente el deseo, claro que acechado por la Seguridad.