Mulata blanconaza

En algún momento de mi adolescencia pensé que mi vida sexual iba a depender de la posibilidad que tuviera de pagarme putas. 

Yo era lo que hoy llaman un gamer, que en aquel entonces llamaban de cualquier modo despectivo o en tono de burla. No tenía que ver con la propensión mayor o menor a los videojuegos (todo el mundo jugaba), sino con hacerlo exclusivamente, sin ir además a fiestas los fines de semana, sin meterte al baño de la escuela a fumar, sin discutir sobre deportes o sobre los carros que no tenías y probablemente nunca ibas a tener, o sin alardear de las aventuras sexuales que no habías tenido. Si no eras charlatán y sí eras adicto al Supernintendo, pertenecías a una minoría siempre cuestionable.

De gente como yo se burlaban, haciendo hincapié en la cuestión sexual sobre todo: “Singa, que a base de pajas se te va a llenar la cara de granos”… “Empátate aunque sea con la más fea de la escuela a ver si, por lo menos, no te mueres señorito”. Cosas por el estilo me decían. La altanería sexista era una moneda de cambio que los varones adolescentes insistían en que fuese usada constantemente. No entrar en esa dinámica comunicativa, te garantizaba la impopularidad ante tu comunidad inmediata. 

Pero un buen día todo cambió, o, más bien, comenzó a cambiar. 

Me convencieron unos amigos de ir a mi primera fiesta, luego de mucha insistencia. Las fiestas (los “bonches”, como les llamaban) consistían en unos bafles en un portal, con algún DJ del barrio mezclando música pop del momento en casetes. Nada más. Si el sonido era bueno, si se oía alto la música en unas manzanas a la redonda, la cuadra se llenaba de gente.

Entonces estaba de moda la música disco. Una especie de tribu urbana bailaba a ese ritmo en un estilo ecléctico que combinaba al John Travolta de Saturday night fever, con los bailadores de SoulTrain y Michael Jackson básicamente; se vestía bajo el influjo de la moda italiana, o al menos eso se decía: camiseta ajustada (muchas veces de mujer, porque se trataba de muchachos nada fornidos), pantalón de mezclilla con huecos y deflecado, y calzado de suela alta, tipo plataforma, a veces con franjas metálicas (llamadas “chapas”) en los bordes de la suela. 

En esa circunstancia descubrí mi talento innato para bailar. Comencé a vestir así, a bailar así, a parecer alguien diferente. Poco a poco disminuyó mi interés en los videojuegos y aumentó el de bailar y tener vida nocturna. Los rumores de buena parte del vecindario eran que éramos maricones, que vestíamos y nos comportábamos así porque éramos “pingueros”, que íbamos en la noche al Vedado habanero a prostituirnos con los extranjeros

No era cierto, pero se comentaba. A pesar de los rumores, las mujeres comenzaron a mirarme y a demostrar interés en mí como nunca antes. 

No tengo gustos inamovibles con las mujeres. Desde siempre me seducen más las actitudes que los físicos, aunque pueda tener preferencias: me gustan más las que tienden a la falta de masas corporal que a la abundancia. Me gusta que la barriga no sobresalga demasiado, aunque si no tiene mejor aún. Prefiero las tetas pequeñas; las grandes tienden a perder la firmeza y el encanto con los bruscos cambios metabólicos femeninos. 

De cualquier modo, toda mujer es potencialmente deseable. Los arquetipos son eso: atajos. Al placer se llega por los caminos del deseo; la dificultad del trayecto es siempre circunstancial. El Eros es más misterio que certeza.

Un día entró en escena T. La vi en un “bonche” en el Cerro. Mestiza, de piel clara y pelo negro muy rizado. No era particularmente linda ni fea, pero me llamaron mucho la atención sus ojos negros, pequeños y distantes entre sí (parecía un bebé ballena). Naricita redonda, sonrisa amplia, dientes perfectamente blancos. Del cuello hacia abajo era un escándalo también: unos pechos firmes como melocotones maduros que me parecía ver a través de su topless. La curva entre el final de su espalda descubierta, húmeda, y el comienzo de ese par de nalgas picudas, daba ganas de sentarse a horcajadas en ella. Su caminado pati-zambo con aire de modelo de pasarela, ya fue suficiente para que empezaran a llegar imágenes calientes a mi cabeza.

Caminaba de un lado a otro con una amiga y todo el tiempo los machangos les decían algo. Yo miraba la escena mientras conversaba con P. De pronto se acercó a nosotros la amiga y me dijo mientras me alcanzaba un caramelo con la mano: “Te manda T”. “¿Quién es T?”. “La mulata blanconaza que anda conmigo y que no has parado de mirar”. 

Me ruborizó bastante, pero me hice el macho con todo bajo control y le respondí… “¿Qué edad tiene?”. “14”. “Dile que gracias por el dulce, pero soy diabético y que no quiero ir preso por corrupción de menores” (yo tenía 17 años). “Pues piénsalo… que es enferma a los blanquitos y dice que hoy, con quien tiene ganas de irse es con el único que no le ha ‘disparado’ y que, para colmo, baila mejor que ella… Me parece que eres tú”.

Dio la espalda y se fue. P me dijo: “Vas a comerte los mejores pezones de todo El Canal del Cerro, pero yo tú no la beso, que la mitad de la leche del mismo barrio ha pasado por esa boca”.

Fui a donde estaba T y le dije que me acompañara a comprar cigarros, aunque no fumo. Me acompañó sin pensarlo. Mientras caminábamos vi un pasillo lo suficientemente oscuro. La tomé de la mano con mucha delicadeza y le dije “ven conmigo”. Entramos y lo primero que hice fue darle un beso como se lo daría al amor de mi vida.

Sentía su corazón latir bastante fuerte entre gemidos muy agradables. “Nadie me besa así hace tiempo”. “¿Tanto sabes de besos con lo chiquitica que eres?”. “Más que tú, seguro…”. Le metí la mano por el elástico de la licra sin pensarlo. Al meterle el dedo en el toto sentí la lubricación más placentera que recuerdo; de pronto comenzó a orinar, además. 

Le miré y sonreía mientras decía: “Esto nunca me había pasado”.


© Imagen de portada: Apenas se sabe (detalle), 2008. Rubén Rodríguez.




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El Hombre Nuevo de malvavisco

Julio Llópiz-Casal

Raúl Martínez cayó en desgracia a inicios de los años 70, como muchos de sus colegas: por librepensador, por intelectual y por maricón.