Tres artistas cubanas: Corazón bombardero tras el seno

Atreverse a trazar genealogías personales en la historia cultural nos permite leer la realidad armados con una tropa bastante efectiva de anticuerpos ante los estados gripales y moralismos de la tradición. Siempre valdrá la pena atreverse a identificar una estirpe, aunque solo uno mismo crea en su existencia. La cultura debe ser dinámica, tener secreciones, sudar, latir y apestar, para poder aspirar a la fragancia y al sentido. 

La cara apastelada de la “vanguardia cubana” la constituyen Víctor Manuel, Jorge Arche, Amelia Peláez, Mariano Rodríguez o René Portocarrero. La coloración y visualidad que el establishment ha querido lo represente a lo largo de todo el siglo xx y lo que va de este se encuentra en el trabajo de estos artistas, más allá de los gustos personales en torno a sus obras y dejando fuera de duda su calidad. Así es como se ha normalizado un estilo cosmético específico, que expone una Cuba maquillada a conveniencia de la ortodoxia moral y política, que prioriza la solemnidad, lo patriotero, lo demagógico, lo demasiado prudente… El conformismo canónico relega, desclasa, proscribe y margina el underground; nada le causa más temor que convivir con la contradicción, con los contrastes. 

El expresionismo es una de esas paranoias cartográficas, legendarias y canallas, que hablan más y mejor de Cuba, su cultura y su historia que el relato oficial, intoxicado de “buenas intenciones” y solemnidad.  

Desde esta óptica, por ejemplo, Fidelio Ponce de León viene a ser una viñeta en la portada del tomo de la historia del arte cubano, dedicado a la miseria, al dolor, al vicio y a la enfermedad. Un síntoma de esto es que sus obras aparecen ilustrando libros de enseñanza primaria —siempre para hablar de la tuberculosis y de la cara terrible del capitalismo—, en revistas especializadas o en algún catálogo, pero jamás se ven reproducidas sus figuras espectrales y osadas en cortinas de baño, toallas, vasijas cerámicas, camisetas y demás producciones seriadas de la industria del suvenir cultural. 

No se trata de que un tipo de obra sea mejor que otro, o de merecimientos; se trata de que la mueca, por agonía o por éxtasis, siempre es empujada hasta la parte maldita, como la llamaba Georges Bataille. La vanidad de lo oficial rehúye de todo lo que no constituye una pose tradicional, instrumentaliza la impostura y subestima la autenticidad.

Eso es lo que sucede con el expresionismo: su visibilidad y vindicación depende siempre de la honestidad intelectual o de la excentricidad de un buen negociante de la industria cultural. Por eso, Antonia Eiriz, Sandra Ceballos y Camila Lobón son un camino las tres juntas. Sus obras son una respuesta firme ante el floripondio prestablecido que intenta autentificar la cultura oficial hasta llegar el tedio. 

Ninguna de las tres ha producido, o produjo, una mercancía estrella para el mercado, ni ha hecho falta. Sus legitimidades caminan por sí solas gracias a la seriedad y constancia en el trabajo creativo; también gracias a la conexión auténtica que establecen con su público y el entusiasmo que generan entre algunos intelectuales y gestores de diverso tipo, que se resisten a la intolerancia y al rubor alarmista de los convencionales. 

Con modestia, el trabajo de estas tres mujeres es un fluente cristalino y potable del arte cubano contemporáneo: lo deforme, grotesco y mordaz de sus figuraciones son rasgos de una belleza que es lateral, alterna respecto a la idea canónica de lo bello. Trabajan porque, ya que el canon pesa, que al menos no sea un dogma.           


Antonia Eiriz no inauguró un registro en el arte cubano, pero sí tuvo la suerte y el talento de ponerlo en práctica con alto nivel de ambición. El expresionismo es, entre otras muchas cosas, una respuesta sensata y lírica al dolor; por eso es que las figuraciones grotescas, que pretenden ser un gancho comercial y están vacías, se notan tan fácilmente como algo falso y lamentable. 

Antonia embarró de pigmento la tela y ensambló tarecos con un flow tan seductor, que invita al público a “bailar con la más fea” y lo deja satisfecho. Sus carazas monstruosas y las escenas tan bien orquestadas y lúcidas en intención hablan de una vocación goyesca, de una predisposición a exteriorizar la sospecha sin rubor o miedo. No es gratuito que, a pesar de no haber dejado una estela convencional de seguidores o discípulos, su actitud caló hondo en algunos de sus alumnos y en varios artistas que le precedieron. Eiriz es en el arte local, además de un epígono expresionista, una especie de embajadora cultural de la melancolía ante las Naciones Unidas en la Hipocresía.


Sandra Ceballos hereda el estilo visual de Antonia Eiriz en cierta medida, pero es ante todo una expresionista de actitud: es de las mejores pintoras cubanas de todos los tiempos, pero se trata de una artista…; la pintura es solo uno de sus tentáculos creativos. 

En el trabajo de Sandra bullen el rocanrol, el reciclaje del imaginario infantil y una actitud lingüística cruda y sin tapujos ante la desfachatez de la política cultural. Su obra cuenta con esculturas-ensamblajes, performances, instalaciones, fotografía, manipulaciones digitales, experimentos escriturales y, por supuesto, pintura, collages, dibujos y obras en otros formatos típicos de las bellas artes. Podemos ver series de pinturas convencionales, con reinterpretaciones personalizadas de hitos de la historia del arte o recreaciones de su imaginario más íntimo. Pero están por otra parte trabajos como los de La expresión psicógena, que integra, tensadas sobre un bastidor, sábanas de hospital, objetos propios del campo médico y manchas que no son de pigmento tradicional, sino de fluidos corporales y otros churres. 

El expresionismo de Sandra Ceballos es intelectual. No se trata de que su imaginería contenga más o menos figuras humanas deformes o brochazos gestuales; su carta de triunfo es la habilidad de instalar imágenes escandalosas en la mente de sus espectadores. Llega a los corazones a través de los caminos más raros y crueles.


Camila Lobón es el tipo de mujer que, buena parte de la audiencia del arte, debido a los prejuicios y la ignorancia galopante, no imaginan como la autora tras un lenguaje visual tan deliciosamente agresivo y auténtico. Según la lógica convencional, una rubia ojiverde, que parece calcada de una estampa cotidiana de la Atenas del siglo ii A. C., con esas habilidades manuales, no debía ser la responsable de semejante azote poético visual.

Camila hizo unas fotografías documentales sutiles y encantadoras en blanco y negro analógico, mientras estudiaba en el ISA. Pero en su trabajo ha sobresalido definitivamente un estilo de ilustración que combina en una alquimia desordenada lo mejor de Honoré Daumier y Toulouse-Lautrec. 

Está emparentada con la tradición del humor gráfico, pero va más allá. Camila Lobón es como un lente de cristal que genera un fractal perfecto, pero que su belleza no impide que vierta una imagen desastrosa, triste y horrenda de lo cotidiano. No es su culpa. Todas esas postales mentales, con imágenes de la realidad cubana en que las superficies de los almendrones, las dentaduras sonrientes y las pieles sudorosa y empercudidas parecen acarameladas, son una falacia rentable del imaginario turístico que pretende ser realista. El realismo de Camila es una prueba de que ser mimético y realista no guardan relación necesariamente; sus viñetas oníricas y caricaturescas son realistas al punto que hacen que la veracidad parezca una metáfora.

Me gustaría hacer una exposición de Antonia Eiriz, Sandra Ceballos y Camila Lobón. Pienso en ello, y me toco la frente a ver si tengo fiebre o estoy delirando. Parece imposible, aunque seguramente no lo es. Me da pereza pensarme involucrado en semejante proyecto y, a la vez, me entusiasma. De cualquier manera, ensartarlas a las tres de esta manera umbilical,aunque sea en mi imaginación, me hace sentir que estoy pensando la cultura de manera responsable, fuera de las convenciones y sacralidades del relato hegemónico de toda gestión cultural ministerial y partidista. 




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Seguridad del albergue

Julio Llópiz-Casal

Las Becas fueron como una maqueta de lo que es la sociedad cubana post-59. Todas las tipologías de la vida cotidiana estaban representadas en ese microambiente, desde la gente común hasta los que sostienen el poder real.