Afinidades electivas: racismo, sexo, fascinación

En los años de la posguerra, después de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, en Estados Unidos, hay una zona del “racismo doméstico” —iceberg comprobable— que ha llamado la atención de novelistas y dramaturgos, así como de guionistas y directores de cine.

Más allá del hecho “grueso” de la segregación y los crímenes de odio como fenómenos seculares, ese tipo de racismo abierto —propagado en la cotidianidad de las conciencias, activado desde el búnker de la familia blanca y extendido como una práctica “natural” llena de gestos de exclusión— deja un reguero de subtramas arbitradas por emociones que buscan la sutileza y donde mucho pesa la trabajosa y anómala construcción del yo.

Lo que acabo de escribir no es nada nuevo. Apenas escapa de la comarca de los lugares comunes. Pero es, creo, importante reiterarlo. La mayor parte de las veces, en lo que toca al racismo y el “supremacismo blanco”, la exclusión es atmósfera y trasfondo: respiración intervenida y trazos que procuran reescribirte. Y todo regresa. Esa violencia vuelve y se refina. Y si no, pregúntenle ahora mismo a una mujer trans que sea negra y pobre, y que crea en su propia libertad y se oponga a algún poder esencialmente blanco.

Contar el racismo sin caer en subterfugios esquemáticos y trivializadores es bien difícil.

Contar el racismo sin caer en subterfugios esquemáticos y trivializadores es bien difícil. Y contarlo desde la perspectiva del amor interracial coloca a la escritura (de cualquier tipo: novelesca, cinematográfica, dramatúrgica, danzaria) en un ámbito irregular, confuso, disputable. Un campo minado. 

(Entre paréntesis: la belleza del algoritmo, lisonjeada por él, es la belleza que el algoritmo sitúa en la mente por medio de “disparos” que se reiteran y que han alcanzado una precisión extraordinaria. Como bien suele decirse, ese enclave simula ser, perfectamente, un proceso de elecciones. “Afinidades electivas”, ya saben ustedes. Quien haya leído la célebre novela homónima de Goethe, se dará cuenta de que siglos atrás, sin redes sociales ni ordenadores, ya funcionaba lo esencial del algoritmo, y no solo en la dirección de la belleza física “permisible”, sino en muchas otras que hoy adquieren una monstruosa actualidad.)

Racialidad, fascinación, tipologías eróticas. Digámoslo sin matizar: desde los comienzos de la trata negrera se normalizó el intercambio erótico-sexual de blancos con negras. Esto se avecina a un estereotipo donde perduran las “críticas suaves” y las permisibilidades. El otro intercambio, el de blancas con negros, no deja de implantar, aún hoy, una huella vitriólica.

El culto Todd Haynes es uno de los artesanos más atendibles del cine actual. Se muestra capaz de crear climas dramáticos muy convincentes y de hacer películas que reproducen, con obstinada dedicación, las épocas —y la mirada cultural, agregaríamos— donde se enmarcan las tramas. 

Se normalizó el intercambio erótico-sexual de blancos con negras, pero el de blancas con negros implanta una huella vitriólica.

Para lograrlo, Haynes elabora y cuida determinadas texturas de la fotografía, una específica saturación del color para cada momento, el aire específico de las tipografías de los créditos, el aspecto de la música y hasta el movimiento de la cámara y la índole de los encuadres —y aquí Haynes se comporta como todo un maestro: entre historicista, calculador e inspirado. 

Uno de los mejores ejemplos de lo que acabo de decir se encuentra en Far from heaven, una obra de 2002 que parece rodada a finales de los años 50.

Bien lejos del cielo se encuentra la familia Whitaker. Cathleen “Cathy” Whitaker supone lo contrario, pero la realidad de su vida en Hartford, Connecticut —una ciudad racista, homófoba e hipócrita—, está a punto de desengañarla: accidentalmente se entera de que Frank, su esposo, es o parece ser bisexual o gay —vaya: lo descubre en su oficina besando a otro hombre— y que no podrá hacer nada por “evitarlo”. 

Todo está patas arriba ahora. Cathy conoce por fin la causa real de que su matrimonio disfuncione a la hora del sexo y por qué su marido es prácticamente un alcohólico. Entre los dos intentan ocultar esa realidad, acuden a un médico para que Frank se “cure”, hacen fiestas, se van de vacaciones a Miami, pero las cosas se agravan. Es más: en Miami se enreda Frank con un chico —rubio, apuesto, imprudente y seductor— y termina enamorado. 

Todd Haynes se comporta como todo un maestro: entre historicista, calculador e inspirado. 

Cuando le revela a Cathy que ama al jovencito y que se marchará con él, Frank llora porque sabe que está dañando de manera horrible a su esposa. Pero el daño consiste no tanto en hacerle saber que van a divorciarse y que ama a otro hombre, sino más bien en comprender y decirle a las claras que él no sabía lo que se sentía. Es decir: está confesándole que en realidad quizás nunca la amó. O que la amó, sí, pero en medio de un vendaval de deseos reprimidos.

Mientras esta catástrofe ocurre, Cathy ha encontrado a un confidente. Se trata de Mr. Deagan, el jardinero. Es un negro alto, de cierta elegancia, afincado en un orgullo que se expresa en sus buenas maneras y en su cariñosa gentileza. El garbo de Mr. Deagan (Raymond), así como su cortesía y su forma de ser protector desde una ternura que jamás condesciende al requiebro amoroso —sabe muy bien que pertenece a una “minoría” mal tolerada—, lo transforman paulatinamente en una especie de compañía erótica cada vez más viva. 

Raymond es un hombre leal y llega a ser un buen amigo. Y aunque Cathy y él están muy lejos de ser amantes, los dos saben que una corriente de alta tensión se despliega entre sus cuerpos. Los dos sienten eso, lo perciben, y aunque son conscientes de que se encuentran en el borde de un abismo, no pueden apartarse de él.

El daño consiste en decirle que él no sabía lo que se sentía. Es decir, que quizás nunca la amó o la amó en medio de deseos reprimidos.

Hablan de pintura moderna en una exposición, visitan juntos un vivero forestal, beben en un restaurante para negros e, incluso, bailan. Uno de los amigos de Raymond se levanta al verlo entrar con Cathy y, desconcertado, le pregunta: “¿Qué crees que estás haciendo?”. 

En el local hay buena música y algunas parejas salen a bailar. Ya sentados, Cathy le dice a Raymond, casi desesperada: “Pídeme que baile contigo, por favor”.

Cuando uno ve, en la pantalla, esa petición y advierte la naturaleza de su médula, comprende por qué el afecto y la compañía se metamorfosean en un instante, y muchas veces, en deseo sexual. O, dicho de otra forma, cómo el entrelazamiento de la entereza y la ternura deja una brecha por donde la pasión erótica puede nacer, filtrarse, inocularse.

Far from heaven es una película equilibrada, cuidadosa, milimétrica, y aun así nos resulta abierta, franca e intemperante en lo concerniente a su examen del objeto del deseo. Conocemos, vemos, experimentamos y casi olemos la muda tirantez sexual que conforman Cathy y Raymond. 

El afecto y la compañía se metamorfosean en un instante. Y muchas veces en deseo sexual.

A punto él de marcharse de Hartford, debido a los problemas que su amistad ha suscitado, ella le sugiere visitarlo y llega a decirle que pronto será una mujer soltera otra vez, y que nadie los conocerá en el sitio adonde él se mude. Si fuéramos a imaginar el improbable futuro de ambos, ¿haría falta que le dijera algo más?

La libertad de los afectos, del sexo y de eso que se llama amor, es, a pesar de todos los riesgos, la más dulce de las tierras de promisión. Esto, así dicho, podría rozar lo empalagoso.

No me importa.


© Imagen de portada: Fotograma de ‘Far from heaven’ de Todd Haynes.




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Quiero que un hombre me mire y me vea

Alberto Garrandés

Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.