Quiero que un hombre me mire y me vea

Voy a citar, como si yo fuese un académico en tiempos no académicos, un fragmento de un diálogo de D. H. Lawrence. Pertece a su novela Women in Love (1920):

Sintiéndose extrañamente jubiloso, Gerald levantó también los ojos hacia el rostro de la figura de madera. Y su corazón se contrajo.
—¿Por qué es arte? —preguntó escandalizado, con resentimiento.
—Porque transporta a una verdad completa —dijo Birkin—. Contiene la verdad completa de ese estado, sientas tú lo que sientas.
—Pero no puedes llamarlo arte elevado —dijo Gerald.
—¿Elevado? Pues hay cientos de siglos de desarrollo en línea recta tras esa talla. Es una cumbre cultural bien definida.
—¿Cumbre cultural, de qué cultura hablas? —preguntó Gerald, oponiéndose. Odiaba lo puramente bárbaro.
—Pura cultura de la sensación, cultura de la conciencia física… en realidad es una conciencia física sin mente, radicalmente sensual. Es tan sensual que es suprema.
Pero a Gerald no le gustó aquello. Quería mantener ciertas ilusiones, ciertas ideas como vestuario. 

Ya se sabe que en la mayoría de sus novelas Lawrence usa los diálogos para dirimir y expresar su propio debate interior en torno a mil asuntos diferentes e interconectados: las mujeres, la sexualidad, la naturaleza, el cuerpo, el arte, la obscenidad. Es —un poco bastante— un novelista de tesis y contratesis. Su brillantez descansa acaso en el resplandor de su lenguaje —hay que leerlo, sí, pero especialmente en inglés— y en la rara habilidad —el pathos más la tensión de algún misterio sentimental— que mostró al escribir sus cuentos y sus últimas novelas. The Virgin and the Gypsy, por ejemplo.

Lawrence usa los diálogos para dirimir y expresar su propio debate interior en torno a mil asuntos diferentes e interconectados: las mujeres, la sexualidad, la naturaleza, el cuerpo, el arte, la obscenidad.

Traigo a cuento esa cita de Women in Love, centrada en la artisticidad, porque si uno se detiene en la discusión que hay tras ella —una discusión transhistórica— enseguida habrá cierta claridad sobre un dilema: el de la emancipación somática y cultural de la mujer y de lo femenino en tanto sujetos y objetos del arte, con independencia de su centralidad o no centralidad. No hay ni que hacer advertencias acerca de la permanente no caducidad —y hasta la popularidad— de dicho dilema en relación con las llamadas culturas “periféricas” y el tratamiento perfectamente hipócrita de que son objeto.

Pensemos, por añadidura, en eso que hoy se denomina “cuerpo menstruante” o “sujeto menstruante” y, sobre todo, en la entrada en el arte, y la salida de él, de la sangre menstrual, los dolores de la menstruación, el incremento del placer y el cuerpo en condiciones de menstruación. Aquí se añaden otros elementos: la feminidad y la feminización, la “animalidad” femenina, la evacuación residual de la sangre como materia artizada y la mirada masculina —o masculinizante—, patriarcal o no, heteronormativa o no, gregariamente tiránina o no.

(Ahora corresponde que coloque aquí, entre paréntesis, una aclaración: la estatuilla de la que se habla en la novela de Lawrence y que uno de los personajes defiende en tanto gestora —y mandataria— de esa cultura de la conciencia físicatan marcadamente sensual, representa a una negra que está pariendo).

La entrada en el arte, y la salida de él, de la sangre menstrual, los dolores de la menstruación, el incremento del placer y el cuerpo en condiciones de menstruación. 

Peleando siempre contra el aura patriarcal que domina las definiciones canónicas de arte y artisticidad, una mujer avisada, perspicaz y en pleno dominio de su lucidez creativa, siempre se las arregla para resultar seductora. Y Catherine Breillat, novelista, ensayista y cineasta, ha hecho una contribución radical al cine que se adentra en la problemática del cuerpo, las minorías, la sexualidad, la identidad erótica y las disquisiciones sobre género. 

Breillat ha devenido una de las pioneras del sexo explícito en el cine. En particular, su Anatomía del infierno, del año 2004, se hizo notar mucho por la presencia en ella del actor porno Rocco Siffredi.

Es una mujer de expresividad novelesca, aunque el medio por el que se la conoce mejor sea el cine. Pero ya sabemos que lo novelesco pervive más allá de los sistemas artísticos. 

(Otro entre paréntesis: un fuerte pensamiento anhelante es capaz de fundar el lugar verdadero. El pensamiento lo elige, lo construye y lo transforma en el Jardín del Bien y del Mal. Y es el lugar verdadero porque allí somos quienes queremos ser, quienes pensamos que somos, quienes somos de veras.)

Me apoyo aquí en palabras de Yves Bonnefoy y aclaro que en la película de Breillat hay una mujer con un anhelo hecho hard thinking: quiere ser mirada y vista por un hombre. Notada, advertida, pensada, transmutada, imaginada y deglutida antes de lo somático. 

Catherine Breillat, novelista, ensayista y cineasta, ha hecho una contribución radical al cine que se adentra en la problemática del cuerpo, las minorías, la sexualidad, la identidad erótica y las disquisiciones sobre género.

Lo interesante y atrevido en esta historia —aparte del hecho de que la directora usa a una estrella internacional de la pornografía y la conmina a actuar de veras— es que su nivel simbólico expresa una inquietud cognoscitiva muy fuerte. 

Tal parece como si el infierno fuera no solo la estructura del régimen de seducciones de una mujer, sino además su lenguaje y sus preguntas, para no hablar de su cuerpo —a veces sangrante y primitivo, primordial, inexcusable y auténtico— como concentración última de todo eso. El cuerpo femenino, expresión de temores, preguntas, tabúes y misterios, se constituye en el foco de todo el drama. La mirada sobre el cuerpo es la mirada sobre un escenario invadido por enigmas arcaicos y —paradigmáticamente— atroces.

(Tercer entre paréntesis: en Cuba ciertas zonas del machismo pasan por el rechazo al cuerpo sangrante de una mujer. Y como el hombre que es macho-varón-masculino —una de las convenciones más fuerte del aquí-ahora— necesita “obrar”, la mujer, culpabilizada, tiene que estar dispuesta —o se supone que tiene— a dejarse penetrar per angostam viam, como dirían los mimos de la comedia latina.) 

Para cumplir su propósito, la meditativa joven de Breillat escoge a un hombre que “anda con hombres”; lo descubre en un club gay. Es como una prueba muy fuerte, ¿no? Y resulta significativo que su deseo sea el de ser observada en serio

Un fuerte pensamiento anhelante es capaz de fundar el lugar verdadero.

Aspira a una vigilancia, a un examen singularmente minucioso, donde la interrogación, casi muda, casi sin palabras, da paso, además, a la sugestión de lo ignoto y la fascinación. Quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Quiere proponerle y ofrecerle a ese hombre lo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.

Esta es la historia, a veces impactante, de un cuerpo desnudo ante los ojos de un hombre que aprende y se erotiza. El aprendizaje es doloroso, posee momentos de exacerbación sexual y llega, como he sugerido, al límite de la sangre litúrgica, cuando presenciamos a Siffredi penetrando a esa mujer que menstrúa. 

Sin embargo, lo que sorprende aquí es una declaración de pureza, no una vulgar y áspera declaración de sexo gore. El simbolismo de la sangre alcanza un clímax realmente memorable cuando el célebre pene de Rocco Siffredi se retira de la vagina y la sangre brota visibilizada

No hace falta explicar por qué las imágenes son impactantes, pero sí hace falta subrayar que ese impacto se transforma en sedimento simbólico y que esa “maquinaria de sentidos” deviene culto celebratorio.

En Cuba ciertas zonas del machismo pasan por el rechazo al cuerpo sangrante de una mujer.

(Cuarto entre paréntesis: a lo largo de mi vida he estado al tanto de las formas de mi pene y nunca lo veía tan atrayente como cuando, enrojecido por la sangre, adquiría un brillo irrepetible.)

Hace poco leí una entrevista a Siffredi donde este reveló poseer una agudeza singular. Es natural que uno piense que las estrellas de la pornografía, en especial las masculinas, se ausenten con terquedad de la dimensión analítica del cuerpo.

Siffredi llama la atención sobre la polémica de los feminismos y sus pancartas elevadas en reclamo de los derechos de las mujeres y sus cuerpos, entre los cuales se halla, justamente, el derecho de transformarse en sujeto del sexo cuando quieran y como quieran, pero solo después de pasar por la estancia del sujeto mismo. 

Es decir —en lo que toca al cuerpo—: la sublimación del cuerpo dentro del sujeto y viceversa: del sujeto en el cuerpo. No por gusto Siffredi pone un ejemplo ensordecedor, pero lúcido: “Para entrar en el culo de una mujer primero tienes que entrar en su cerebro”.

He estado al tanto de las formas de mi pene y nunca lo veía tan atrayente como cuando, enrojecido por la sangre, adquiría un brillo irrepetible.

Sin embargo, ¿es la de Breillat una mujer desnuda, una mujer desvestida, o un cuerpo femenino que se proyecta como una tipología harto cerebral, como si fuera la médula de una escritura ensayística que a su vez se inscribe en una escritura novelesca?

La dimensión realista del sexo en Anatomía del infierno está sobrepasada por los imperativos de una puesta en escena donde se subrayan los contenidos simbólicos de ciertos actos, como la mirada, la apropiación de la sangre y la apropiación del cuerpo. 

Al recrear verdades abstractas por medio de una graficación tan vehemente y hasta iracunda, Catherine Breillat hace una película que se mueve casi con exclusividad en el territorio del pensamiento. Y nos enseña que puede haber otro punto de vista sobre el sexo, más allá del que, limitadamente, aporta la pornografía industrial, cuyo poder es enorme. 

Otro punto de vista que, dicho sea con todo el énfasis posible, también sería capaz —digo yo— de llenarle la cabeza de pájaros y cascabeles al espectador más culturalizado.


© Imagen de portada: fotograma de ‘Anatomía del infierno’ (2004), de Catherine Breillat.




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De James Joyce a Peter Greenaway (80 años de un cineasta separado)

Alberto Garrandés

Greenaway relee a Shakespeare y coloca, en cada página, miles de notas al pie que hacen de ‘The Tempest’ una historia con diversos tipos de legibilidad: la teatral, la fantástica, la histórica, la antropológica, la estilística, la visual, la onírica, la sexual y la operática.






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