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Bajos los efectos de una idea pintoresca de la sincronicidad y la numerología, de pronto el año 1918, del cual me separa un siglo, puede llenarse de singularidades. Voy por la calle Obispo, uno de los dos centros habaneros del turismo internacional (el otro prospera dentro de las cuatro manzanas que se alojan en el crucero de las calles 23 y L, en El Vedado), y me doy cuenta de una cosa tremenda: el travestismo ya no es solo un conjunto de actos que involucran la simulación y la reescritura del género/sexo, sino también, y sobre todo, una dislocación de la apariencia para “encajar”. En inglés eso se llama fit in.
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Uno viene al mundo para encajar o no en él. Ya es 2018, camino por Obispo (una larga calle que me atrae sin que me guste) y veo a una mujer muy joven (pero joven de manera indefinida) que se me parece a la Gran Duquesa Olga Nikolayevna Romanova, asesinada en el verano de 1918 junto a los demás miembros de la familia real rusa. La inesperada mujer es muy blanca, lleva un vestido verde malaquita, unas sandalias de cuero rojizo, una cartera ínfima y gafas de cristales azul pálido. El cabello es corto y rubio-oro-del-Rin. Parece francesa, rumana, austríaca… imposible saberlo. Es delgadísima y se mueve con gestos amplios. Cuando, tras seguirla unos metros, llegamos a la cafetería donde venden paleticas de helado, pregunta qué sabores tienen. Lo hace en un cubano inobjetable. La frase “¿Qué sabores tienen?” es, en su boca, correcta y periférica al mismo tiempo, y, aun así, no escapa de la cubanidad fonológica.
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En el habla hay curvas entonacionales muy precisas. Ellas van creando patrones que se conectan con el sexo, la raza, el origen. Si no me creen, pregúntenle a un lingüista competente. Y escuchen cómo habla alguien… ahí hay mucha información, incluso en la estructura de los fingimientos.
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La Romanova cubana quiere encajar en ese contexto hipermóvil que es la calle Obispo. Su anhelo consiste en pasar inadvertida. O, más bien, en que alguien especial la advierta, pero allende la cubanidad. El atuendo general de la Romanova parece trivial, pero se encuentra muy lejos de serlo. Ella ha estudiado bien todos los detalles, incluida su flaquencia (digámoslo así) cosmopolita. Todo hay que mencionarlo: esa flaquencia contrasta muchísimo con las lycras de las mulatas que se pasean por Obispo y viven en las inmediaciones y lanzan gritos saturados de gracia. Porque hay otras mulatas que no viven por allí y raptan la mirada de quienes descienden de los cruceros. Estas caminan sin hablar. Y si hablan, la voz fluye baja. Se protegen tras espejuelos oscuros (ni anaranjados, ni azules, ni verdosos) y no entran en ninguna de las tiendas. Usan la calle como una pasarela natural: del hotel Santa Isabel al Floridita, y viceversa. Desde el mediodía hasta la caída del sol.
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Esta flaca cubana con aspecto de florentina se asemeja a una figura de Egon Schiele. Víctima de la gripe española, el sorprendente e irrepetible Schiele muere en 1918 tras evadir algunos escándalos. Es un pornógrafo nato. Dibuja la delgadez morbosa. Y pensando en eso y en los huesos de la flaca cubana, puedo imaginarla desnudándose sin mucho pudor en alguna playa. Su cuerpo enjuto se parece al de algunas damas jovencísimas (quizás demasiado jóvenes) que meriendan en el estudio del pintor. En términos conceptuales que nacen en las atmósferas impuestas por cada historia a sus personajes, esta mujer es puro contraste: de lejos su semblante es el de una Romanov, mientras que su cuerpo ronda lo gatuno en el estilo incombustible de Lauren Bacall. No tengo ni que decir que su sensualidad está contaminada: se aproxima a los márgenes de lo ramplón. Cara de duquesa y cuerpo de anoréxica que visita el gimnasio al menos tres veces por semana.
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La Romanova es mujer de pechos magros. Muerde la paletica de chocolate con unos dientes muy pequeños y me mira de reojo. A unos metros de mí, una negra de belleza infalible le dice a su acompañante (un tipo de baja estatura que masculla frases de enojo): “¡Oye, tú sabes que yo soy atea a que me griten!”. Ha de ser la misma persona de lengua críptica a quien el novelista Jorge Ángel Pérez escuchó una tarde cerca de la esquina de Aguiar y Cuarteles.
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Egon Schiele y la Romanova en un cuerpo cuya baja definición muscular se acerca, leve, a la fibrosidad sedosa. Uno puede acordarse de Donatello, que esculpía según la técnica del stiacciato, donde los relieves son más bien aplanados sin dejar de ser visibles. Si no fuera por el vestido, allí habría un David ligeramente falto de carnes. Un David travestido, medio andrógino, que devora una paletica de helado mientras aborda un bicitaxi en busca del Parque de la Fraternidad. ¿Irá a la playa? Cómo saberlo. Solo es posible advertir un cuerpo de Schiele con rostro de Romanov, redivivos cien años después en un trópico incomparable y estrambótico.