Arte de las putas

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En la década de los años setenta del siglo XVIII, Nicolás Fernández de Moratín escribe su Arte de las putas (texto conocido también como Arte de putear, título acaso más sincero). Son los años en que aparecen las Confesiones de Rousseau y el Marqués de Sade es ejecutado en efigie en Aix-en-Provence (contra él se acumulan acusaciones de sodomía, intoxicación y flagelación de prostitutas).

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Moratín tiende a ser un cronista-censor, en verso, de las prostitutas, y siempre ofrece indicios del delicado balance que la prostitución introduce en la vida familiar. Ironiza, sonríe, alza el dedo amonestando, se encoge de hombros y vuelve a sonreír. La res publica es algo tan serio que si las putas (y los putos, añado) no existieran habría que inventarlas. Su extenso poema circuló de forma manuscrita, de mano en mano, y no se publicaría hasta 1898.

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Pero hay putas y putas, así como putos y reputos. Por una parte, el fundamento y la genealogía del oficio, y, por la otra, una actitud corrediza (la de putear) de acuerdo con el contexto y las ganas. Vale la pena leer Las locas, el sexo, los burdeles, de Salvador Novo, aunque el centro de su interés sea México y sus distintas médulas, desde el ámbito gay prehispánico hasta los chaperos modernos, desde el arte de putear y el influjo de La Celestina hasta la universalidad del travestismo

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Hay una irremediable nostalgia del sexo en los burdeles. Una nostalgia que se tiñe de aburrimiento. Aun cuando el burdel puede constituirse en un epítome del sexo en sí, la ilusión del sexo como “gran rendimiento” escapa del burdel y desaparece para refugiarse en el único sitio que le corresponde de veras: la mente. Recordemos, además, que el aburrimiento es una rama de la melancolía. Picasso, por ejemplo, agrega a algunos dibujos la transitoriedad de los usuarios en estado de alerta. Y, como al pasar, Cartier Bresson fotografía unas putas (mexicanas, francesas) en el interregno del placer y el dinero contra la espera, asomadas a los ventanucos de una casa de fornicio, o apostadas en una esquina penumbrosa.

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Los burdeles cubanos, el barrio de San Isidro, el Palacio de la Leche. Ignoro si este lugar, el edificio Carreño, sigue azotado por los vendavales aciclonados del malecón habanero. La última vez que lo vi estaba yo con mi padre, al final de su vida, contemplando el mar. Habíamos salido del hospital “Hermanos Ameijeiras”. Por allí está el Torreón de San Lázaro. ¿A pocos pasos no había una zona de tolerancia? Recuerdo algunas calles: Marina, Vapor, Concordia, Ánimas, Jovellar y otras. Mi abuela asturiana, costurera de madrugada, vivía muy cerca. Tenía un minúsculo comercio en la sala de la casa. Les vendía a las putas algo de lencería, cigarrillos y perfumes. Era 1941 o 1942.

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De ese modo vuelve uno al temperamento novelesco de la ciudad. A las huellas de un mundo muerto que no quiere irse a lo más recóndito del olvido así como así. Algo de esa Habana persevera ahí, a pesar de la Historia, que construye, maquilla y devasta como si tal cosa. A pesar de la llegada de una época que presume de su novedad y sus aspiraciones utópicas. La Revolución Socialista en el palimpsesto. El Hombre Nuevo camina, por esas calles, entre los espectros de las putas. Pobreza, sexo, sensualidad y más pobreza.

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Picota, Acosta, Merced, San Pedro, Luz. Y San Isidro. Decir San Isidro es llamar al fantasma de Alberto Yarini. Invocarlo. El chulo muerto a tiros a sus veintitantos años. El chulo apuesto donde se calcan todos los chulos cubanos hasta hoy. El chulo resuelto, tenaz, implacable, de gentileza sobria y bragadura magna.

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San Isidro también es una parte del lirismo subterráneo de un escritor singularísimo: Calvert Casey. El enamoramiento de la muerte. El cuerpo Casey experimentaría sensaciones tremendas cuando imaginó San Isidro. Allí, en el silencio del día o de la noche, los otros cuerpos presumibles aguardan. Lo terrible y lo bello conviven allí, en un territorio asolado por el deseo y arrasado por la orfandad del espíritu, que de pronto adquiere una dimensión proclamada desde la carnalidad de los intercambios.

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No bien nos enteramos de que, en cualquier burdel, importan más la elegancia y la comodidad del salón de cambalache social que la distinción material posible de las habitaciones, generalmente exiguas y muy prácticas, nos damos cuenta de que el arte de putear impide que otro arte, el de la conversación, decaiga y muera.

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Uno lee el texto de Casey (publicado a inicios de los años sesenta, pero escrito en los cuarenta y tantos o a inicios de los cincuenta) y aprecia en él una sólida repulsión. Se titula así: “En San Isidro”. Es evidente que la escritura del sexo constituye, en este caso, una terca floración de la estirpe de Baudelaire. Una floración donde la lascivia desesperada se junta con el asco, los malos olores, la mutilación. Casey penetra en San Isidro y ve los sexos y los cuerpos como fantasmas acuciantes. Su texto posee una densidad donde las acciones son vecinas de la alegoría y el ritual.

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Casi medio siglo antes de la aparición del relato de Casey (que más bien es un poema en prosa), el novelista Miguel de Carrión funda e impone dos personalidades de carácter tipológico: la mujer impura (Teresa) y la mujer honrada (Victoria). La primera se prostituye por dinero para curar a su hija, mientras que la segunda accede al sexo extramarital por pura fascinación libertaria. El arte de putear ronda a ambas mujeres y deja marcas apreciables. Pureza e impureza son, pues, distintivos equívocos.

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Pero en Carrión la perspectiva clínica suele ser un camelo para hechizar, porque el clínico desea suponer, y hacer suponer, que su fruición científica es mera búsqueda de datos y conclusiones, cuando en realidad disfruta no sólo de sus sondeos analíticos, sino también del objeto analizado y sus reacciones. Carrión, sin embargo, se cura en salud: sus escenas más “embarazosas” (las que de veras se articulan dentro de algo que se parece a lo pornográfico) poseen un aura trágica que sofoca cualquier fruición galante. Carrión (médico, recordemos) era miembro de la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana.

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¿Y acaso no hay, en la periferia de la pornografía, antologías de filmaciones ocultas (o fingidamente ocultas) que dan fe de exámenes médicos donde, de forma típica, un clínico y una enfermera revisan la vulva de una chica?

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Arte de las putas

No hace mucho he vuelto a ver una foto, tomada quizás entre los años treinta y los cincuenta en La Habana, donde una prostituta, desde una cama modesta, mira abiertamente a la cámara. Está sentada en el borde, desnuda como sus dos compañeros: una trigueña que, acostada, la toma por la espalda, y un joven que, de rodillas, se inclina hacia la segunda, entre sus muslos, con intenciones de practicar un cunnilingus. Miles de imágenes así han circulado siempre en Cuba. Ahora, gracias a la fotografía digital, circulan decenas de miles.

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Por ahí anda, muy vintage, un paquete de cortometrajes cubanos filmados en torno a esos mismos años y que no rebasan los nueve minutos de duración. Entre el flickering y las lesiones de los negativos, la gestualidad resultante apenas enseña esos detalles que son imprescindibles en el cine pornográfico. Es evidente que el arte putear está ahí, intacto, remontándose a las prácticas ya visibles no solo en La Celestina, sino también en La lozana andaluza, obra muy romana por su entorno pero asentada profundamente en la hispanidad en tanto espacio de mezclas raciales, controversias religiosas y tabúes sexuales.

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Al final de un cortometraje se lee esta frase: “Cabeza de perro levanta presión”. ¿Podría referirse a una marca de cerveza patrocinadora del filme? En otro cortometraje hay un prólogo delicioso: “En todas las grandes ciudades existen Casas de Huéspedes donde se instalan estudiantes que en gran número afluyen del interior en su afán de superación y de recibir el pan de la enseñanza. Este film se desarrolla en uno de esos lugares y es un homenaje a esa juventud estudiosa”.

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Espacios venéreos. El jardín de Melibea. ¿La Alameda de Paula? O como diría Samaniego: jardines de Venus. 

sexo y literatura

Obscenos pajeros de la noche (II)

Alberto Garrandés

En La Habana los pajeros salen por lo general a la caída del sol. A los de la calle G, cerca de la Facultad de Filología, se les puede adivinar colocados entre los árboles, fingiendo que leen un libro o que revisan un mensaje en el teléfono. El caminante no avisado puede confundirlos con estudiantes universitarios.