Baudelaire y las cajitas de comida

1

Armando, el hombre que arreglaba teléfonos públicos, reapareció hace unas semanas con la noticia de que tenía un disco externo lleno de películas clásicas. A la vista de aquel manjar le dije que estaba a su disposición. Como mi fobia por las calles habaneras es grande, quise intentar lo mejor para mí: atraerlo a mi casa. Y lo invité. 

“No puedo ni el lunes ni el martes. El miércoles sí, pero ya el jueves salgo hacia Oriente”, precisó. “El miércoles es primero de mayo”, me alarmé. “Ah —indicó sonriendo—. Entonces lo único que podré hacer es esperarlo a usted a un costado de la Biblioteca Nacional”. Me sentí asolado por el inminente desfile. Por otra parte, el manjar podía echarse a perder.

2

Aquel día recuerdo que pregunté, luego de andar mucho tiempo, dónde me encontraba, y una mujer vestida con una chaqueta de cocinera me indicó que estaba llegando a la esquina de la calle Auditor y Ayestarán. Armando vivía a unos pasos de la Facultad de Lenguas Extranjeras, por la antigua Escuela de Comercio. 

“Si sigues más adelante vas a topar con la gente del desfile”, añadió la mujer, no sé si como consejo o información suplementaria. Destapé una botellita de agua que traía en mi mochila y bebí un poco. Me senté en un banco, junto a un desierto local de reparación de teléfonos celulares. Baudelaire me serviría de algo. Los amantes fervorosos y los sabios austeros aman por igual a los gatos.

3

¿A cuántas cuadras estaba del lugar de la cita? De mis tiempos de estudiante recordaba un pasaje que llevaba recto a un lateral de la biblioteca, por cuyas ventanas podían verse las sombras beatas y sin tiempo de algunos lectores obstinados. A lo lejos se oían las arengas y las músicas. Y dos o tres himnos perennes. Como hacía calor, bebí un poco más. Baudelaire se refería, seguro, a gatos negros. Y recalcaba el hecho de que esos gatos buscaban el silencio y las tinieblas.

4

La mañana estaba atravesada por el fragor del desfile. No eran las nueve aún. De los gatos me fui a los búhos, y de ellos a la pipa del fumador. Allí la pipa habla de su dueño y explica algo sobre su semblante de abisinio o de cafre. Me pregunté si el poema tendría algo que ver con la pipa de Magritte. Regresé al texto y en eso la mujer vestida de cocinera se plantó delante de mí. Su aspecto era muy raro: cabellera precaria, marcas de acné en el rostro, gordura indómita. La chaqueta, tan blanca, admitía algunas manchas de salsa. 

“¿Tú no vas al desfile?”, me preguntó. “Quedé con un amigo en vernos en la Biblioteca Nacional”, respondí alzando la cabeza. “Todo está cerrado hoy”, declaró antes de sentarse a mi lado y encender un cigarrillo. Nariz de arranque muy grueso, labios rechonchos, la frente algo abombada y los ojos demasiado pequeños.

5

Asegura Baudelaire que él odia los testamentos y las tumbas, y que antes de rogar por una lágrima preferiría entregar su cuerpo a los cuervos. Es (o será) un muerto alegre y libre. En este aleccionador descubrimiento me encontraba cuando la mujer vestida de cocinera, alguien cuyo aspecto iba definitivamente más allá del de una soft butch, tiró la colilla, me miró seria y me preguntó: “¿Quieres que te acompañe?”. Cerré el libro y lo guardé. “Voy a encontrarme con un colega a unos metros de la Biblioteca Nacional”, detallé borrosamente. “Bueno, yo voy en esa dirección”, contestó.

6

Caminamos en silencio por Ayestarán hasta General Suárez. No recuerdo qué vueltas íbamos a dar, acortando camino según ella, por ciertos callejones en forma de U. Mi cita era a las diez, no quería adelantarme demasiado. “Tengo que estar antes de las once en un puesto de comida, me contrataron para trabajar hoy”, comentó la mujer. “¿Comida?”, pregunté por preguntar. “Anjá… comida en cajitas y en platos plásticos… hoy las gentes del desfile han desayunado muy temprano y a esa hora ya tendrán hambre”, dijo. “Es verdad, deberían almorzar temprano”, sonreí. 

Me agarró por el brazo cuando ya entrábamos en el segundo callejón, y nos detuvimos. “Te cambio ese libro que tienes de los poemas de Baudelaire por diez cajitas”, me propuso. Se había puesto tan seria que parecía nerviosa. En mi tablet (que yo no traía hoy porque la batería estaba casi sin carga) guardaba dos excelentes ediciones de sus poemas. La extrañeza me invadió por completo. Los himnos habían cesado y ahora se oían, agudos y furibundos, breves y sucesivos discursos.

7

“No iré a meterme en esa turba”, determiné recostándome a las ramazones que crecían por encima de una baranda. A unos metros se alzaba ya la pared de la Biblioteca Nacional. “No te preocupes”, subrayó la mujer y sacó su teléfono celular. En menos de un minuto ya estaba al habla con una especie de súbdito que le traería las cajitas en una bolsa plástica. “Mi amigo está al llegar”, advertí. “Lo sé”, reconoció. “Me trae películas”, me franqueé y le di el libro. Quedó mirando la cubierta antes de guardárselo. “Yo también leo a Baudelaire”, manifestó feliz, alzando un poco las cejas. 

Eran las 9:35 y el desfile estaba en su punto. Un globo rojo, ciclópeo, con palabras en ruso, ascendió junto a uno blanco, con caracteres chinos. “En un rato ya viene alguien con las cajitas, son muy buenas, ya verás”, dijo y se acercó más. “Gracias”, balbucí. Y se repente sentí su mano ahí (ahí mismo, entre los muslos) y una corriente suave me culebreó por la pelvis. “¿Qué estás haciendo?”, solté en voz muy baja. “No te asustes, nadie nos ve”, susurró.

8

Mi erección y mi insólito deseo eran dos hechos innegables. Del desfile brotaban gritos diversos. La mujer vestida de cocinera me había descorrido el zíper del pantalón y acariciaba mi pene con lenta voracidad. Adelanté una mano, la introduje por donde ella me orientaba, y tropecé con una vulva, ¿cómo diré?, pedregosa y empapada… una raja hirsuta en la que algo, sin embargo, no cuadraba bien. Además, casi no veía: exceso de vello, vegetación en penumbra. 

“¿Eres un tipo?”, le pregunté a la mujer. “No, claro que no, jajaja”, se asombró. “Pero esto que tienes aquí… ufff, no sé”, dudé acalambrado y ávido aún, pues ella no había dejado de masturbarme. “Ser o no ser”, bromeó. “Tienes una perilla enorme”, concedí sudoroso. “Sí, es grande”, dijo. “No sigas, por favor”, supliqué. “Estás a punto de venirte”, aseguró. “No sigas —repetí—. Dime qué cosa eres”, alcancé a demandar. “Soy un troll”, dijo la mujer. Y me vine.

9

Cuando el compinche de las cajitas llegó con la bolsa, ya me había aseado con un pañuelo y algo del agua de mi botellita. Ella estaba como si nada, pero una dosis de satisfacción inundaba su semblante. Armando, impuntual pero confiable, no acababa de llegar, y el compinche y su jefa desaparecieron rumbo al desfile, no sin antes entregarme ella una tarjetica con su teléfono. “Nunca se sabe”, dijo y desaparecieron entre vítores.

Queer. Literatura. Alberto Garrandés.

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Alberto Garrandés

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