Colegio de Inspectores 2019

En un diálogo por teléfono que sostuvimos hace dos semanas, Antón Arrufat mencionó la idea de crear un Colegio de Inspectores. O de contribuir a su instauración. Mientras hablábamos el clima iba estropeándose, pero el sol salía de vez en vez, como la esperanza. 

Imaginé el edificio que se transformaría en sede del Colegio de Inspectores. Antón vaticinó: “A usted lo invitarán allí a dar una conferencia”. Con ingenuidad burlona le contesté: “¿Usted cree?”

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Tras comentar cómo han sido (qué extraños y desapacibles) los días finales de 2018, el autor de Vías de extinción me habla de su vida social y yo le cuento de la mía (que es nula, o casi). Y nos referimos a la pereza que en diversas oportunidades nos produce el acto mismo de salir a la calle. Es decir: salir hacia algún sitio donde nos encontraríamos con personas queribles o no, talentosas o no, malévolas o no, más allá de las convenientes matizaciones. 

Como Antón es un hombre sabio, puede decirme esta frase simple que esconde algunas maravillas: “Todavía camino”. Yo, ni eso. Si acaso, voy al agromercado, visito a mis suegros, o paseo por mi casa sirviéndoles a algunos amigos el té, el café y las crepes (de queso con trocitos de pollo, por ejemplo, o con miel, que son más modestas).

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El comentario universal, sin embargo, es que el Colegio de Inspectores ya existe físicamente. “Se nos han adelantado en su establecimiento, en su luminosa plasmación”, pensé en decirle a Antón. “Mejor así”, me habría dicho él. 

En realidad mis palabras fueron otras: “Imagínese usted: estoy escribiendo poemas muy eróticos”. Escuché el suspiro de Antón, que sí es un poeta. “Tenga cuidado, los inspectores también irán a los libros”, me advirtió. “Hmm, no había pensado en eso… son narrative poems, siguen la tradición anglosajona, pero están completamente sexualizados”, le expliqué. “¡Ah!, ¿sí?”, dijo Antón.

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¿Será cierto que en el Colegio de Inspectores se hablaría también de literatura? 

¿Y que volverían a circular decenas y decenas de ensayos teóricos publicados en la revista Criterios? 

¿Y que los aspirantes a inspectores estudiarían a fondo las disímiles teorías de la recepción cultural? 

¿Y que habría un seminario sobre el postestructuralismo? 

¿Y que para los cultivadores del reguetón se había diseñado un curso de poesía juglaresca medieval? 

¿Y que iban a regularse, con esquemas y fotografías, las zonas mostrables —en actividades como escenificaciones teatrales, espectáculos de danza, conciertos y acciones artísticas en general— del cuerpo humano desnudo, de acuerdo con el sexo?

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Ahí tiene usted: si me invitan hablaré del cuerpo desnudo”, le dije a Antón. “No, he sabido que a usted le pedirán que diserte sobre el desvestimiento en cada caso… o sea: cómo se desviste un hombre y cómo se desviste una mujer”, contestó. “Ay, Antón, pero ahí surgen dos asuntos que debemos distinguir y separar, para volver a unirlos: no es lo mismo alguien desvistiéndose que alguien siendo desvestido”, objeté. “Ellos van a tomar eso en consideración, no se inquiete”, me tranquilizó.

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Estuve dándole vueltas al asunto y me di cuenta de que el primer deslinde ya estaba hecho: vida privada contra arte público. ¿Era necesario bosquejar las cuestiones así, puntillosamente, con exceso de palabras? Sí, porque había cuatro desvestimientos (para no hablar de desnudeces), siguiendo el reparo hecho, en la pintura, por Lucian Freud, el hombre que regresó con valentía a las figuraciones del cuerpo sin ropas. Cuatro desvestimientos, dos para el hombre y dos para la mujer: desvestirse a solas y ser desvestido. ¿O serían seis? Desvestirse: 1) a solas, para meterse en la ducha, 2) a solas, con intenciones de desarrollar un buen proceso masturbatorio, y 3) ser desvestido por otro (u otros) para tener sexo. 

Los demás desvestimientos posibles ya caían en el territorio del arte y lo teratológico: desvestimientos en un escenario, desvestimientos a personas lisiadas o inválidas, desvestimientos a personas narcotizadas antes de ser intervenidas quirúrgicamente, etc., etc.

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No se contempla el desvestimiento en la vía pública, excepto en circunstancias de locura, de enajenación, a no ser que el cuerpo haya sido sometido antes a alguna sesión de body painting protagonizada por un (así se aclara) “artista conocido”.

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El segundo diálogo por teléfono con Antón Arrufat ocurre unos días más tarde. Me llama para darme la noticia de que el Colegio de Inspectores le ha solicitado “algún tipo de asesoría” y que ha aceptado brindarla. “Nadie mejor, creo… usted es poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, editor”, comenté. “Allí quieren ideas frescas, usaron esa misma metáfora del frescor… estamos en diciembre, en Navidad, en el invierno cubano… pensé que indicar su nombre no vendría nada mal”, explicó Antón. “¿Y usted cree que acepten?”, pregunté. “¿Y por qué no lo harían?”, contestó él con viveza.

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Como las pasiones sensibles contribuyen al dinamismo del espíritu, me puse a leer los lujuriosísimos sonetos de Pietro Aretino con intenciones de repasar algo de la erótica renacentista y comprobar, otra vez, cómo la idea de lo obsceno pertenece, en sus orígenes modernos, tanto a la literatura como a las artes. Volví a los grabados de Raimondi, a las imágenes de Giulio Romano. Y fue entonces cuando recibí un correo electrónico donde se me preguntaba si accedía yo a ofrecer una charla breve o una disertación amena sobre la procacidad y el impudor en la escritura literaria. 

Al final del correo, tras el saludo de despedida, figuraban las señas del remitente: Administración del Colegio de Inspectores, teléfono tal y tal. Decidí llamar antes de responder por escrito. 

¿La procacidad y el impudor en la escritura literaria? ¿Existía eso, en verdad? 

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Marqué otra vez el número de Antón y le describí, como pude, mis pensamientos. “Usted está muy preocupado por ese ofrecimiento que acaban de hacerle”, me dijo socarrón. “Un poco, es verdad”, confesé. “Eso le pasa por andar escribiendo tanto… un libro todas las noches es un exceso”, satirizó. “Mi libro de poemas es breve, ciento veinte páginas… se titula Embarcaderos, pero tiene un subtítulo”, advertí. “Y usted está desesperado por decirme cuál es ese subtítulo”, dijo Antón. “Hmm, figúrese, es este: Tejidos eréctiles”, susurré. “Huyyy, ¿y a usted no le da miedo?”, preguntó el hombre de Los siete contra Tebas. Me quedé pensativo unos segundos. “No, claro que no”, contesté. “Hace bien, porque el miedo daña el espíritu”, alegó concluyente, en voz baja. Quedé pensando. “Y el alma, Antón”, dije. 

Unos segundos después nos despedimos.

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