Cosas que hacer antes del fin

Hay varias cosas que me gustaría hacer antes del fin, y créanme si digo que el fin de todo se acerca ya y habrá una nostalgia rara, la nostalgia del rehén, el vacío gozoso e ingrávido de quien comprende repentinamente que un mundo acabó y otro comienza. En lo que la realidad se acomoda y adquiere un mínimo de comprensibilidad, uno puede, con gusto y para no dejarse morder por el vacío, entregarse a actividades disímiles.

Tengo un plan de trabajo puntual, aun cuando de vez en vez experimente modificaciones y mi cronograma se altere a causa de un sentido mítico (subjetivo y ensoñado) del transcurso del tiempo. No tengo tanto tiempo, la verdad, y solo espero que una hora, en la que por hábito solo caben 60 minutos, adquiera la capacidad de tener unos 75 u 80, Ad Majorem Dei Gloriam.

Quiero seguir la pista, desde la óptica de las ficciones, de varios personajes oscuros que figuran en los sonetos de William Shakespeare. Bucear en la identidad de esa mujer llamada Black Luce, por ejemplo, que es el apodo que recibió en vida una al parecer espléndida (por sensual y mañosa en el sexo) prostituta y alcahueta inglesa, famosa en tiempos de Shakespeare. O el joven a quien el creador de Macbeth invita, en esos mismos sonetos, a casarse y procrear, tras someterlo a una evaluación casi clínica en la que solo le faltó decir: “Ve y cásate, que tu apostura, tus genes y tu belleza, puestos al servicio de several intercourses, engendrarán frutos amables”. Un Shakespeare que deviene voyeur no en sus actos, pero sí en sus intenciones.

Quiero construir un tulpa, aunque no sea yo un bodhisattva. Mi tulpa, un ser femenino, debería dormir de vez en vez a mi lado, y despertarme con solo posar sus ojos sobre mi rostro. La de ese tulpa, dado que no soy un iluminado (ni estoy, con la debida corrección, dentro del camino de Buda), será una imagen temblorosa, como cuando los excesos del calor deforman un objeto distante.

Quiero observar de cerca la vulva pelada de la jovencita que describe Henry Miller al inicio de Opus Pistorum. Se nota que es tan hábil como Black Luce, y su contradictoria inexperiencia (la inexperiencia que se fomenta en la falta de repeticiones) combina muy bien con su curiosidad y su candor. Sé que se trata de una imagen monstruosamente convencional, igual que las de las pequeñas prostitutas de New Orleans a inicios del siglo XX, pero no por ello se rompería el encanto. (Alguien deberá añadir a esto que, gracias a Dios, no hay dos vulvas iguales en este mundo, ni las habría en el próximo).

[Momento lírico: unas 300 personas suben por la calle San Lázaro y consignas diversas se dejan oír: “¡Viva Cuba Libre!”, “¡Patria y vida!”, “¡Tumba catao y pon quinqué!”, “¡Abajo el comunismo!”, “¡Bajen el precio de los cakes de nata de Galerías Paseo!”, etc., etc. Estoy asomado a un balcón, de visita en casa de un escritor principiante, y debajo de mí hay dos jovencitos con mochilas a la espalda. Jovencito 1: “Recuerda que esta noche ponen La última tentación de Cristo”. Jovencito 2: “¿La de Scorsese?” Jovencito 1: “¿Cuál va a ser, mijo?”].

Quiero pasearme, al amanecer, por alguna playa del Este de La Habana y recoger caracoles y piedras pulidas. Quiero, además, que nadie esté por los alrededores y así poder andar a solas con mi sombra y quizás encontrar el cuerpo de una mujer ahogada. Me gustaría que las olas la azotaran y la llenaran de espuma, y que de súbito la mujer alcanzara a respirar, invadida por el susto de saberse en el vestíbulo de la sobrevida. Le preguntaría cómo se salvó. Permitiría que un terror arcaico nos envolviera durante un minuto de diálogo entrecortado donde ella quizás me diría: “Creo que todavía estoy muerta”.

Quiero regresar a Madrid, al Museo del Prado, y ver alguna de esas antologías que, cada cierto número de años, se dedica a la pintura de J. M. W. Turner, y así acabar de entender por qué, en el delirio final de su existencia, Turner identificó al amarillo con el Sol, y al Sol con Dios.

Quiero ir al cementerio de Colón y pararme delante de la tumba de mi padre, en silencio (la revuelta de 23 y 12 apenas sería entonces un murmullo como de hojas que el viento arrastra), y explicarle por qué he sido ambicioso con mi vida, por qué he buscado siempre las sensaciones más sublimes del amor físico, estén donde estén y vengan de donde vengan, con las humanas reticencias que normalmente soporta un mortal que se decide a urdir ficciones y entregarse de vez en vez a ellas. “Papá, no he sido quien quisiste que fuera”, le diría.

[Momento lírico: desde las inmediaciones del malecón un joven corre perseguido por 2 policías y se adentra en un angosto callejón artificial hecho con planchas de zinc. Allí lo esperan 3 policías y dos individuos sin uniforme. Lo acorralan y lo inmovilizan. Lo golpean. Por el rostro, por el vientre. Muchas veces. Lo golpean después de estar inmovilizado].

Quiero jugar con mi tulpa a que yo soy Mellors y ella Connie. Ya saben ustedes: el guardabosque y la aristócrata mal singada a quien Dios le concedió la oportunidad de conocer, al fin, el buen sexo. Lady Chatterley’s Lover puede juzgarse una guía práctica del amor carnal. No del sexo sin amor, sino de ese amor donde el sexo carga con el mayor peso sin que el sentimiento deje de ser una estocada precisa y honda.

Quiero sentarme en el malecón (cuando no haya nadie o casi nadie) al atardecer, pero sin tanto romanticismo, y examinar a esos pocos transeúntes que intentan, creo, procurarse lo mismo que yo: un poco de esa áspera paz del conocimiento íntimo, esa paz que uno sabe ajena a las manifestaciones de la naturaleza. Ni el sol bajando por el horizonte del oeste, ni las nubes iluminándose tardías, ni el mar rizándose en favor de la calma, ni el horizonte ennegrecido cuentan contigo. Pero tú con ellos, sí.

Quiero, en el regreso a la vida civil, imaginar un salón de arte y decirle a mi tulpa que pose para mí en esa falsa clase de dibujo. Reímos un poquito y bebemos café. Entre discursos vanos, golpizas, ruido de cristales y gritos. En cualquier momento entran aquí los Caballeros Oscuros y preguntan quién me creo, o qué poder me asiste para salirme así de las circunstancias. Puede que sea el fin y puede que no, pero al menos habrá algo más allá de la destrucción, la violencia y el miedo. Yo estaría dibujando el cuerpo desnudo de mi tulpa en una cartulina mientras alguien va derritiendo, en una rotación despaciosa, un bombón sobre uno de sus pezones. Pero en realidad el chocolate ha escaseado mucho por estos días hasta desaparecer.

Quiero asomarme y ver la marcha otra vez, pero la gente ha desaparecido de forma extrañamente repentina. Abro bien el ventanal y no hay nadie. Pero me equivoco, escucho voces: son los dos jovencitos con mochilas. Hablan otra vez de la película de Scorsese. 

“¿Viste qué clase de final?”, pregunta el jovencito 1. “Me pareció bueno… aunque no entendí del todo”, confiesa el jovencito 2. “A ver, mijo… Cristo está muriendo clavado en la cruz y el diablo se le aparece y le dice que él, si quiere, puede elegir otro destino, y de veras lo hace y se salva, y Magdalena lo cura y lo lleva a su casa y viven juntos un montón de años y singan todos los días y tienen hijos, y Cristo vive una vida normal y al final, en su cama, muriéndose de viejo, es visitado por Pedro, que le reclama y le exige y lo desprecia porque se ha dejado engañar por el diablo y porque ha elegido el camino más cómodo, no el verdadero, el que le toca, y entonces Cristo entiende todo y le pide al Padre Dios que le permita rectificar su error y el Padre Dios se lo permite y lo acoge otra vez y regresa a la cruz y muere como le toca morir: como el Mesías, el Sacrificado, el Redentor”, explica el jovencito 1. El jovencito 2 queda pensativo y mira al jovencito 1. “¿Y tú qué habrías hecho en su caso?”, indaga. “Según”, contesta el jovencito 1.

Arriba, en el salón, la clase de dibujo sigue.    


© Imagen de portada: Elina Krima (@elinakrima).




Alberto Garrandés

Debajo de una piedra

Alberto Garrandés

Piensa como individuo, no como país. Si piensas como individuo-dentro-de-un-país ya estarás haciéndole un bien al país (el mejor de los bienes).