De la dolorosa existencia mental

¿Amaurosis fugaz, como si dijéramos?

Y, aun así, ustedes tendrán que reconocer que todo esto no es más que el resultado de una fuga psicogénica.

Dicen que lo primero que necesita el médico gnóstico es conocer la causa de la epilepsia, pues esta enfermedad tiene diferentes orígenes. En las mujeres, por ejemplo, a veces los ataques se producen como consecuencia de parásitos intestinales. En otras ocasiones, se trata de perturbaciones del sistema nervioso. Y, no pocas veces, del resfrío de los ovarios, después de muchos meses de falta de cohabitación.

Debo decir que el asunto de mis purificaciones acaba por convertirse en un estallido. Y no puedo gritar. Mi voz es mía, pero no se oye. No escapa de mi boca. No se va de mí. Se atasca en el pavor. Cuando todo se desvanece, estoy, sobre las rocas de la orilla, mucilaginosa y oliendo a una sustancia indefinida. El mar, de cobre ya, se ata al brillo de la luna. Y una bandada de aves negras pasa por encima de mí.

A él no le gustan las videocámaras porque captan lo real y lo reproducen con fidelidad. Como dice el personaje a los policías que visitan su casa: Me gusta recordar las cosas a mi manera.

¡Momento extraordinario! Esto pudo haberlo dicho el Sam Spade de Humphrey Bogart en The Maltese Falcon, de John Huston.

¿Y Donald Trump qué diría? ¿Que hay que cerrar el gremio de los vendedores de alfombras?

Cuando la única línea divisoria entre el silencio y el río es el crujir de cierto número de ramas vencidas por su propio peso, o por la presión acumulada del aire que circula entre las frondas, comprendes de súbito que una especie de oración sostenida podría transcribirse allí, en especial si quien escucha sabe un poco de música.

Los crujidos son muchos, pero hay orden en ellos. Una ordenación severa que se atribuye al ritmo que algo impone desde un sitio lejano y con una efusión cuyo origen es el deseo de predominio.

De acuerdo con algunas tradiciones judías, los primeros 40 días de la concepción, durante el embarazo, son considerados jornadas acuosas, y el feto no alcanza a tener aún el status ontológico de persona.

Dejo escapar los imprevistos. Cultivo el arte de la carencia y la añadidura, pues sólo ellas permiten crear el delirio de que en este existir hay algún tipo de movimiento.

Y entonces beberé té con flores de jacinto en compañía de demonios amarillos, y seré como una ramera escandalosa que necesita recibir la semilla de mil hombres. Pero ya sabemos que el semen proviene del cerebro y desciende a lo largo de la médula espinal, aunque ese descubrimiento no es como para tirar cohetes.

Estoy cansado de estos enfermizos paisajes extraordinarios, donde todo es o querría ser excelso. No quiero nada más. No quiero moverme más. Ya he tenido bastante con todo esto. La pasión llegó tarde, ¡o cuando debía llegar! Me llegó tarde la pasión. Insisto en ese detalle. Es suficiente con que insista en él.

La pleamar de los ardores tardíos. Avanzar dentro de la niebla y saber de antemano que, a pesar de que todo ha sido transitorio, los hechos llegaron a fijarse con un tono casi épico, grandilocuente, y con una especie de eternidad. Lo mejor es que sí fueron épicos y sí tuvieron una grandeza secreta y perfecta, hasta que perecer en el olvido fue el único desenlace posible.

Te acercas a algún claro de los cuatro o cinco que hay en las proximidades de la comunidad, y descubres, tras observar el suelo con atención, que las raíces más externas, al crecer lo suficiente, se afinan y se desplazan en círculos irregulares, enlazándose con otras que hacen lo mismo.

Vistas desde arriba —diez o doce metros en busca de lo alto, cuando el espesor del follaje se hace impenetrable—, notas que en las raíces hay una configuración llena de lucidez.

¡Ay, ya no tenemos Revolución!, grita el Actor número 1. ¿Qué estás diciendo, valiente Fortimbrás?, lo increpa el Actor número 2.

He dado la orden de que los pergaminos hechos con piel de gacela sean puestos a disposición de los escribas, y que los escribas estén atentos a lo que dicen los hacedores del Mapa de los Cuerpos.

Al cabo de su vida, cuando ya no era joven y ella pudo devolverle una parte de su juventud, quedaron momentos imborrables. ¿Quién podría borrarlos? Comprendió así, al navegar ahora por el interior de la bruma del futuro, que nadie podría borrarlos. Y que por tal motivo no habría un final.

Eso se dijo a sí mismo: que no habría un final. Y se dio cuenta, por primera vez, de que lo que ambos tenían que hacer, o estaban destinados a hacer, ya lo habían hecho de manera luminosa y perenne, como si los hechos tuvieran la virtud de repetirse una y otra vez en la memoria.

Tal vez no habría un futuro, tal vez sí. Pero, si existía o no esa posibilidad, el dilema que ella representaba, entre ocurrir y no ocurrir, carecía de importancia, porque lo cierto era que los mejores momentos estaban allí, construidos ya, vividos ya, labrados ya en la piel y en el ensueño y en el corazón, gozosa y épicamente.

Y le dijo a ella, como si estuviera susurrándole al oído durante un encuentro imaginario, que lo que habían hecho ya estaba hecho para siempre, para la eternidad de ambos, y que nada iba a olvidarse.

Había tristeza y lastimaduras ardientes, pero también sentía una gratitud cósmica por todo lo que les había sucedido, y murmuró su único dictamen: Si te hice feliz, o muy feliz, no dudes un instante en dejar atrás —sin olvidarlos— esos momentos, y dejar atrás también, con ellos, a este hombre que, con un pesar indescriptible, pero sin vacilación, tiene el deber, ahora, de decir adiós.

¿Efusiones románticas que servirían de algo si creyeses en la transfiguración del alma? Instantes de goce en los que la carne te engaña de modo vil, para que creas que tocaste la felicidad con tus manos. Pero siempre queda el recurso de preguntarle al Capitán Howdy, ¿no te parece?

Tengamos una edición de Shakespeare siempre a mano.

Lo que sí no voy a aceptar, de ninguna manera, es que me envíen esa recua de mujeres hacendosas, esas mucamas, esos sastres venidos del Gran Teatro, con lacayos, costureras vestidas de negro, y un sinnúmero de vendedores que se aprestan a ofrecerme diversos vestidos inconsútiles, intervenidos por los encajes y las sedas.

Cuando entró en el cubículo de la Puta Replicante, sintió la amenaza de inmediato, y dijo que ella se movía de manera extraña, con la cabeza ladeada, contraída, y que tenía algo raro en la piel y en los ojos, como si se hubiera ahogado hacía poco.

Si tuviera que escribir una declaración muy íntima sobre mis gustos, diría que siento predilección por las mujeres de saliva abundante. Un hambre horrible las azota y las deja sin habla, y quedan inmunes a la laboriosa crueldad del deseo, a los rayos, a las epidemias, a los asesinos.

Y ahora tal vez sea un buen momento para declarar que en ocasiones tengo un gusto execrable y una asombrosa falta de tacto. Estas características me condujeron, en tiempos lejanos, a la unión con mujeres del todo ajenas a mí.

Así que ni se imaginen que me voy a morir en esta pinga.

En el cuarto de la muchacha, colgado justo debajo de la luz cenital —cubierta hacía tiempo con un plafón antiguo, de cristal anaranjado—, había un origami verde que reproducía la forma de un unicornio.

Hacía frío —le contó al fin— y subiste a la cima de una de las dunas y te quitaste la ropa. Descansabas allí, sobre la arena…, no he visto más.

Le habría implorado al anticipador de su sueño que resolviera pronto aquel nudo imprevisto del relato —porque, de cierta forma, eso era él, un Anticipador de los Sueños—, pero sólo se atrevió a pedirle que le contara los detalles.

Sin embargo, él no guardaba detalles del segmento en que ella se desnudaba. Sólo mantenía en su memoria hechos muy específicos, sencillos, sin la corteza redundante de lo prolijo. Había una almohada, creo —se esforzó—. No estoy seguro.

Al Capitán Howdy había que preguntarle entre la caída del sol y el nacimiento del rosado del alba. Por el día no contestaba, ni mecía las cortinas, ni movía los papeles. Gata de Angora se acomodó frente al borde de la mesa, observando los anillos que Cabellera Espumosa estrenaba por aquellos días, y me volví hacia la cocina a ver cuánto demoraba aún el café. Van a preferir café, ¿verdad?, pregunté.

Cabellera Espumosa sonrió con su lindura a cuestas, tiernito como un niño displicente y bueno, y Gata de Angora sacudió las tetas, que eran sus tesoros más obvios. Estaba llenando las tazas, sin lamentar todavía que ya no hubiera bizcochos de jengibre (eran carísimos y mi dinero menguaba rápido), cuando el viejo radio se encendió de pronto, con mucha estática, y la voz del Capitán Howdy se dejó oír llena de eses y ronquidos, como la de un moribundo que apenas tiene masa pulmonar:

¿Aman el sssssaborrrr perdido de las rrrrodajas de mmmmanzanasss con crrrrema de lecheee, el chocolate batido sobrrrre lasrrr obleaaaas de aníssss, las carrrrrnesss suaaavessss, en sallllsaaa agrrrridulceee, de las avesss consagrrradasss?, escuchamos.

La delicuescencia del paisaje se debía a una capa de niebla vomitada por la tierra. El aire, tranquilo, iba dispersándose como una densa nube de color, entre el gris humo y el blanco de la leche.

Pero comprender esto no inhibía su avance, ni hacía que sus pasos se volvieran lentos. Y así llegó a un borde repelado luego del cual la niebla desaparecía.

En la distancia había un árbol. Un árbol alto, solo y recto, sin más compañía que su sombra. Al verlo y sentir una necesidad irresistible de correr hacia él, comprendió que las viejas agonías habían tocado a su fin.

No corrió, en realidad no hacía falta correr. El sol lo saludaba a lo lejos. El camino hacia el árbol era una pendiente ligera, casi refrescante, y estaba allí para que él lo trazara con su mente y lo abriera con sus pies.

Cuando su cuerpo tocó la sombra del árbol, vio que en verdad no podía sino tratarse del Rey de los Árboles, y no tanto por su tamaño como por su tranquila y amistosa magnificencia, que él prodigaba desde la gallardía de su copa y el confiable gesto de sus ramas.

Se acercó al tronco, cuya corteza despedía un esquivo olor a goce, y abrió los brazos. Y así, ante el árbol, cerró los ojos y dio el paso tras el cual su cuerpo se adhería firme al otro cuerpo. Y lo abrazó despacio, la mejilla derecha incrustada en la sutil rugosidad.

La humana proteína, la humana proteína, canturreaba el Capitán Howdy sin dejarse ver todavía. ¿Quieres que le diga a mamá que venga a jugar con nosotros?, pregunta ella. No es buena idea, replica el Capitán Howdy. ¿No te gustaría, en serio?, insiste ella. No quiero, tu mamá no es mi amiga, explica él. Me da miedo cuando susurras así, respirando fuerte como si te faltara el aire, comenta ella. En la Ouija queda una frase. Es que tengo mucha hambre, contesta el Capitán Howdy.

El velo de Maya creo que no existe, Irina. Estamos jodidos.

¡Está viva, está viva!, escuchamos gritar por las calles.





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La doctrina de 300 años está siendo puesta a prueba por los excesos de los oligarcas digitales.