Ahora que lo pienso bien y lo recuerdo en detalle, no me importará decir que el día que pude conocer personalmente a Dulce María Loynaz renuncié por propia voluntad a hacerlo, pues entendí que todo iba a quedar como una visita de cortesía en compañía de otros escritores, y que si bien yo le llevaba un ejemplar de mi libro Silencio y destino, dedicado por completo a su novela Jardín, ni ella iba a interesarse en aquel mamotreto con afanes anatómicos ni yo hubiera podido resumir mi admiración, por el libro y por ella, con la debida coherencia y en un necesario (e inexistente) contexto de intimidad.
Hablando como los locos: parece que no, pero en el silencio hay una forma de representar la dignidad. Uno puede intuir eso. Por otra parte, no está de más considerar que, de todas formas, el silencio jamás es absoluto ni carece de voz. La licuefacción del silencio es tan notoria que hace de él un tipo habla, de fraseo. También ocurre así con la cadena de las preguntas, que de pronto representan, dentro del pensamiento, una especie de hiperconsciencia de la soledad. Atadas contra sí mismas en la descripción circunvaladora de un misterio, o en el intento de ver dentro de una habitación oscura, las preguntas, en un punto, tienden a ser sus propias respuestas en alguna medida.
Dulce María Loynaz había hecho mucho silencio y le había dado la espalda a la nueva época (la era post 1959) hasta que un día fue descubierta, o redescubierta, como una dama fantasmática cuya manifestación era hasta entonces un secreto a voces, o una certidumbre plagada de veladuras y espejismos. Fue en esa fecha cuando las autoridades impidieron la entrada a la isla de los ejemplares de Un verano en Tenerife (libro de viajes) que Manuel Aguilar enviaba a la autora. “Me dolió aquella estupidez. Todavía me está doliendo”, me dijo un día.
Considerar en serio, hoy, la celebración del advenimiento de un libro muy literario podrá parecer, para algunos extremistas, un irse por las ramas, un gesto trivial o una obscenidad ligada al desapego. Se supone que uno debe estar a la altura de unos tiempos donde hay detenciones, protestas, desacreditaciones sin derecho a réplica, huelgas y encierros domésticos forzados.
Pero hay libros y libros. El viento de la independencia del yo sopla en direcciones disímiles y de diversas maneras. Y lo cierto es que Jardín cumple 70 años ahora, en medio de la libertad mancillada, la represión del espíritu, o la “patologización” de los “sujetos altripensantes”, actos que en verdad devienen, en estos momentos y en cualesquiera otros, síntomas irrebatibles de la muerte de la Utopía.
Dulce María Loynaz quedó varada en Cuba por decisión personal. Cuba, o más bien la nación cubana, era su espacio. Naufragó en una isla dentro de otra. Zozobró y sobrevivió con tenacidad y decencia. Esa pequeña isla resultó bien grande: una familia de formidable solidez ética, una obra que sería reconocida al más alto nivel y un conjunto de mitos que combinaban lo extravagante con lo doloroso. Por las venas de esta mujer, hija del general Enrique Loynaz del Castillo (hombre que, en términos prácticos, estuvo muy próximo a José Martí y Antonio Maceo), corrió la sangre de un patriciado de la libertad, una nobleza esencial que defendió con las armas la unión de todos los cubanos de todos los credos en una auténtica República.
¿Qué habría dicho ella del secuestro de la palabra, el acallamiento, la represión? El pasado, en Cuba, arroja siempre una sombra colosal sobre el presente. Hay un asunto ahí de anomalías, paradojas, incongruencias. Un asunto con el desaliento, el silencio, el retiro, la clausura, el autodestierro hacia un sitio en el que a la escritora sí le era posible existir: el mundo interior.
Algo de todo eso (encierro, recogimiento) hay en Jardín. Allí pervive una mujer, Bárbara, autoconstruida en una reclusión meditabunda y ensoñada que se encamina hacia la poesía. Una mujer que anhela adentrarse en el mundo y el amor y que, tras ciertas experiencias de exploración, conocimiento y entrega, comprende que los caminos del mundo no son los suyos y se decepciona de él.
Romanticismo, simbolismo y vanguardia son los tres movimientos que sustentan Jardín equilibradamente. Más allá del tono modernista de la prosa se trataría, en primer lugar, de la historia de una mujer que vive en contacto con la naturaleza y el mundo familiar de los recuerdos, que ansía salir a las ciudades a conocerlas, que en efecto las visita y las recorre, que se hastía o descree de ellas, y que vuelve a su origen natural y doméstico para morir allí y renacer allí en una especie de ciclo simbólico.
Este sistema de experiencias incluye la del amor (el amor de un hombre), pero en Jardín el amor es algo más abarcador, más diverso, y Dulce María Loynaz, que crea personajes exigentes a su imagen y semejanza, revela en la historia de esta mujer que el amor entre individuos es una intensidad incapaz de durar siempre porque es como la llama de una vela: al cabo no es más que un instante, o un conjunto irrepetible de momentos que se apagan sin remedio.
La deflagración romántica de este libro crece al resguardo de su propia hipersensibilidad apasionada, donde, sin embargo, cualquier grito va por dentro, como si se zafara de su gestualidad tradicional en busca de un susurro melancólico y apaciguador. Jardín posee una trama simple y compleja al mismo tiempo, y desde la época de su aparición ya era un islote, un cayo, una roca de origen volcánico. Allí los géneros se mezclan en lo grotesco, lo sublime, lo horrendo, y uno asiste al ejercicio de notables libertades estilísticas. Es una novela gótica, además. El culto a la libertad, el diálogo con la naturaleza y el trato con lo exótico (lo exótico del espacio, del ser, de la conducta) son tópicos por excelencia del Romanticismo y alcanzaron a reunirse en Jardín.
Jardín es novela simbolista porque se apodera de ciertos arquetipos culturales (el Mar, la Casa, el Jardín hijo de la Tierra) intervenidos por la psique y la figura de una mujer.
Psique es una hermosa princesa amada por Cupido, dios del amor. Celosa a causa de su belleza, Venus ordenó a Cupido que hiciera que Psique se enamorara del hombre más feo del mundo. Afortunadamente para Psique, fue Cupido quien se enamoró de ella y la llevó a un palacio aislado donde la visitaba solo por la noche, sin que ella lo viera ni lo reconociera. Aunque Cupido le había pedido que no mirara su rostro, una noche Psique encendió una lámpara y contempló la cara del Amor mientras éste dormía. Por haberlo desobedecido, Cupido la abandonó y Psique quedó desolada, vagando por las tierras del mundo en su búsqueda. Sin embargo, Psique es también la aventura del sueño, la aventura del instinto, la condición de lo incontrolable. Esta Bárbara de Jardín es, de cierta manera, Psique, que se mueve en un territorio donde no hay una frontera clara entre los sucesos de la mente y los del entorno, que al cabo es un espacio simbólico.
Dulce María Loynaz no le tuerce el cuello al cisne modernista, pero pone en juego una interesante estructura circular y nos involucra en un juego de oposiciones que responde a un plan. La estructura circular y el contraste de opuestos, así como la concurrencia de epístolas que ocupan la zona central del libro y que redefinen la trama amorosa, se suma a la congruencia general del estilo con una visualidad enunciada de muchas maneras: como pincelada expresionista, como trazo cubista, como composición futurista.
Por muchos motivos leer Jardín hoy es todo un desafío. En principio, y más allá de las modas y los modos de lectura del presente, habría que pensar en la historia de Bárbara, mujer como de aire y sueño, como de tierra y agua, que busca el amor, el conocimiento real de las cosas y que se refugia en ella misma siempre, dueña como es del silencio y de la soledad. La inmersión celebratoria en esta novela de legibilidad intacta se constituye en una experiencia rara, suntuosa, que se añade a cualquier tentativa de rejuvenecimiento y fortificación del yo y que pone de relieve un hecho irrefutable y valioso: la autonomía del espíritu es la subversión mayor, la provocación mayor, la ambición mayor.
Sincronismos de primavera
¿La isla como celda? Nada que recomendar. ¿Libros quizás, para apartar los ojos del desmadre? O para aceptar una de las versiones del desarraigo y verla como lo que es: el secuestro de lo cubano. ¿Hay invitaciones a leer? Muy pocas. Mejor así. Desarraigo es volatilización. Un tipo universal de escritura del yo.