Para usted, Miguel Collazo, que vive en el limbo de los suicidas inocentes.
Siguiendo al Raymond Queneau leído por Marguerite Duras, uno puede valerse de lo aforístico y de la ficción súbita para espejar (y que se manifieste como un demonio ascendente) la soledad más íntima en el acto de verse a sí misma.
No me refiero a la paradójica (y predecible) soledad del sujeto en un ámbito dominado por el totalitarismo (al cual podré referirme más adelante, pero sólo de la forma en que un escritor alude a uno de los bichos que lo muerden mientras trabaja), sino a la soledad real del cuerpo, que es, como señala Duras, una soledad inviolable y que acaba por enquistarse en la escritura.
Philip Roth subraya, por su parte, la implacable intimidad de las ficciones. Y esa patética afición, tan pegajosa, a contar cómo antes las cosas eran diferentes y uno se sentía mejor. Porque las ficciones tienen ese doble efecto: el de “resolver” la vida privada en lo público de las lecturas, y el de orear lo público por medio de la excavación en lo privado.
Escribir, no hacer otra cosa que escribir. Centrar la vida en la escritura, no salir de ahí, no escapar de ahí. Confiárselo todo a las palabras. Eso pensaba él, Queneau, acaso meditando sobre la única forma del caos que podríamos reverenciar. Pero qué risa me da. ¿Escribir y ya, nada más? ¿Aquí, en la isola truccata?
Ejercicios de estilo, libro publicado por Queneau a fines de los años 40. Ejercicios de estío, también. O Ejercicios de esti(l)o.
Para un escritor amante de las matemáticas, toda composición dialoga potencialmente con un cosmos de equilibrios, desequilibrios y números. Pero hay que cuidarse de los malabares. El juego del lenguaje tiene algo de desapego y ligereza, y en verdad uno tiene cosas serias que decir.
Y, aun así, cuando la escritura se dispone a jugar consigo misma, es como si hubiera una larga masturbación donde no caben los grandes gestos.
El imaginario del juego siempre se va a los extremos. O juegas a ser un gran rey defendiendo un castillo. O juegas a ser un hombre común que bebe su café a solas en un establecimiento casi vacío, o delante de la meseta de su cocina, mientras amanece con calor y tedio.
Ambas metáforas pactan con lo indestructible.
Imposible “escribir y no hacer otra cosa”. Hay que ocuparse, hoy, ahora, de muchos asuntos concurrentes.
‘El sueño de la esposa del pescador’ (蛸と海女), de Katsushika Hokusai, 1814.
Una de las mejores definiciones que conozco del totalitarismo es aquella que ve al Estado como factotum de sí mismo (el Estado se mira, no sin vanidad, en el espejo, y exclama: “¡Ay, cuán poderoso y perfecto eres!”) y capaz de creer, con malicia o no, que puede ajustar (y, de paso, someter) lo real a lo que él, ese Estado, dice sobre lo real, para así trasladarse a un mundo mítico, trans-utópico, que sólo existe en su conciencia, en su mente.
El sexo se cuenta entre los territorios realmente autonómicos desde donde se le presenta batalla al totalitarismo.
La especificidad, tan nítida e hipnótica, de ciertos mundos cruciales donde el Poder del Estado parece que no obra, produce una intransigencia, una fidelidad escrupulosa. Aunque también hay tareas de salvamento que uno debe ejecutar.
Descansar de ellas, por medio de la principalía del bollo y de la pinga. Digámoslo así, con ordinariez. Qué importancia tiene la obscenidad, si accedes a ella tras paladear las estrofas de The Lady of Shalott, de Lord Tennyson.
(También puedes mirar el cuadro homónimo de J. W. Waterhouse. Representa a una dama, la de Shalott, que, vestida de blanco y víctima del desamor, en una barca cubierta con tapices que ella misma teje, avanza por el río que la llevaría a Camelot. En la proa de la barca hay tres velas. Sólo una arde, junto a un Cristo crucificado. La dama es pelirroja, como la prostituta que desfloró, impropio decirlo así, a mi padre en 1944, en una casa de citas que había en la Calle del Vapor, cerca del Torreón de San Lázaro. “Pelirroja completa”, insistió mi padre. Una pelirroja enteriza, qué suculencia.)
Regreso a mi copia (fotografía digital ampliada) de El sueño de la mujer del pescador. Hokusai. Mi título provisional: La observación interrumpida. Écfrasis.
¿Escribir y ya: sólo escribir? No. Hay que ocuparse de ver si el reverso de la bolsa de eso que se llama, comercialmente hablando, cemento mortero o mortero de cemento, trae indicaciones que coincidan con la posibilidad de hacer lo que necesito hacer: reparar la pared exterior de la cocina.
Y ver si el albañil estará disponible en este tiempo de lluvias (que caen o no, que se acompañan de ciclones o no) para emprender la reparación.
También hay que ocuparse de saber cuándo traen pescado al sitio donde suelo comprarlo. Y averiguar en cuál de los mercados hay pimientos, aunque me dicen que la de ahora no es estación de pimientos (pero me niego a cocinar unos frijoles negros sin pimientos).
Por suerte, mientras sigo el hilo de esas tareas de salvamento, no estoy de ninguna manera al tanto de mi cesación (como dice Philip Roth que sí está Próspero en La tempestad, de Shakespeare).
‘La dama de Shalott’ (‘The Lady of Shalott’), de John William Waterhouse, 1888.
Próspero ancla sus meditaciones a la obsesión de la tumba. A la idea del morir. El totalitarismo no te deja acceder a ese pequeño gran lujo del pensamiento.
En relación con esto, Roth asegura que Kafka pensaba que el sentido de la vida se cifra en el hecho de que se termina algún día.
Al parecer, sin embargo, esa idea no es más que una perspicaz derivación de aquella sentencia kafkiana (una de sus agudezas más sombrías) que habla de una jaula que sale a buscar un pájaro, igual que la metáfora de la muerte (La Muerte) que, personificada, aguarda y aparece en el momento justo a llevarse lo suyo.
La Muerte sale a buscarte.
En favor de Próspero, uno alcanzaría a observar que el personaje se refugió en el conocimiento enciclopédico (los libros de Próspero: imposible soslayar Prosperoʼs Books, la extraordinaria película de Peter Greenaway) luego de comprender de verdad (hay un comprender liviano, fugaz, algo atolondrado, inconsciente) que el morir forma parte de un sistema a prueba de fallos, un sistema tiránico, donde no hay opciones que logren devaluar la entrada triunfal de la Muerte. Lugar común.
Toda tiranía está siempre mejor organizada que la libertad. También eso nos enseña Roth.
El imperio de la jaula por encima del poderío del pájaro. Una maravillosa idea que podría rastrearse, con éxito pomposo y no por ello menos veraz, desde Shakespeare hasta Borges.
Así que uno iría del cemento mortero a la lectura de Kafka, Roth, Duras, y, luego, del dream quest de Hokusai (ensanchamiento diegético de El sueño de la mujer del pescador) a la percepción del totalitarismo.
La obra de Hokusai es una xilografía de hace exactamente 210 años. Hoy es menos visible en tanto narración zoofílica que en tanto proposición simbólica de sexo grupal, una de las manifestaciones más entretenidas y sinceras de la Gracia.
Vistas de forma panorámica, esas ocupaciones (y otras de parecido talante) acaso podrían labrar el camino de un hombre honorable. Pero llegar a ser un hombre honorable es muy difícil porque hay, que yo sepa, dos impedimentos de gran corpulencia: el deterioro y la corrupción del mundo que te rodea, y tus propias menguas como sujeto.
Lilas en la tierra muerta (Lilacs out of the dead land). Eso leemos al inicio de La tierra baldía, de T. S. Eliot. Flores en la mugre (Flowers in the dirt). Así se titula el octavo álbum de Paul McCartney.
Cuando observas bien las tareas de salvamento, comprendes, al cabo de los años, que, por mucho peso que tengan, siempre se constituyen en subalternos empleos del tiempo.
Por encima de ellas hay dos cosas: la ferocidad de la escritura y la salvaguardia del aislamiento.
(Y, a veces, una tercera: el resorte de fierro en la boca de Giordano Bruno, delante de la lengua cortada, camino al poste de la hoguera).
“Metáforas adquiridas de generación en generación”: celebrando a tres poetas cubanas
“Odette Alonso Yodú, Gleyvis Coro Montanet y Legna Rodríguez Iglesias. Tres mujeres. Cubanas. Poetas. Emigradas. Grandes. Sabias”.