El Cristo de Jilma Madera, entre la bendición y la hecatombe

“No tuve hijos, pero parí un gigante de veinte metros”, me dijo un día Jilma Madera refiriéndose a su obra más trascendente: el Cristo de La Habana. Ortodoxos y heterodoxos alcanzan a imaginar, con mayor y menor intrepidez, que la figura está ahí, bendiciendo a la ciudad y la Isla.

Ahora que la hecatombe de la COVID-19 deja infortunios y descalabros de todo tipo, quizás valga la pena que el Cristo mueva de veras su mano derecha. 

Vivíamos en Lawton, a poca distancia (entre su casa y la mía había solo una, donde se reunían los hermanos y sobrinos de Joseíto Fernández, el hombre de “La Guantanamera”), y un día mi padre me presentó a Jilma y me dijo que era una artista famosa. “Yo soy escultora, mijito”, aclaró ella con cierta suficiencia encantadora, y me invitó a su estudio.

Lawton es un barrio más bien pobre, pero lleno de referencias culturales. Se entiende bien con el gótico y el latin horror. Allí estuvo el matadero “Julio Antonio Mella”, donde dicen que vive gente. Tiempo atrás, a inicios de los años 70, cuando mi padre era contable en ese lugar, sucedían misteriosos crímenes de índole religiosa y sexual. Los matarifes, los recolectores de vísceras, los que manejaban la carne en grandes carretillas de metal dentro y fuera de los frigoríficos, formaban una especie de tribu anómala en la cual violencia y hombría se destapaban al unísono, con afilados cuchillos en el aire, igual que en un cuento de Carlos Montenegro o Lino Novás Calvo.

En la periferia de Lawton hay líneas de ferrocarril donde por las noches se ven cosas horribles y sublimes. Cerca del paradero de la ruta 23, en una cuartería, vivió el niño Guillermo Cabrera Infante, que por unos días fue pandillero, según relata en La Habana para un infante difunto. Orlando Luis Pardo, escritor de Lawton y ahora también de St. Louis, Missouri, me comenta que, en la que todavía no era la llamada Casona de los Locos (sanatorio para enfermas mentales), vivió una jovencísima Anaïs Nin (tendría 14 o 15 años, presumo).

De Lawton es (o en Lawton vive, o vivió) el pintor Santiago Luis Ferrer, Kender.

De Lawton era el actor César Évora, que ocupaba una especie de loft encristalado en los bajos de su casa (ubicada en una pequeña colina), donde tenía los lienzos y las acuarelas que Servando Cabrera Moreno le había obsequiado.

Jilma Madera usaba guantes largos (por el gesto que llego a recordar, intuyo que eran guantes casi hasta la mitad de los antebrazos) a inicios de los años sesenta, cuando aún conducía un automóvil descapotable y el glaucoma no había hecho estragos en sus ojos. Se ponía esos guantes no por vanidad ni por ligerezas aristocráticas, sino para ocultar las deformaciones de las manos, causadas por el continuo trabajo en la piedra, el mármol y el barro.

Poco después de 1959, una mujer elegante con manos protegidas de esa manera, y espejuelos oscuros, y rostro grecolatino, y cejas hiperpobladas y manejando un carro así, por supuesto que llamaba mucho la atención. Desde las guaguas y los camiones solían gritarle un adjetivo muy común entonces: “¡Siquitrillada, siquitrillada!”.

En Cuba, siquitrillar era sinónimo de expropiar y derrotar. ¿A quién? Al enemigo burgués proimperialista. Y, claro, también al artista burgués aristocratizante. Así lo confirman algunos diccionarios con una frase épica: “Le partimos la siquitrilla”. Pero, sin el menor complejo, Jilma Madera iba a comprar el pan enfundada en una bata roja, de seda. Era todo un espectáculo verla subir por la calle en dirección a la bodega.

En el estudio de la escultora había una multitud de aparatos de gimnasia, muebles diversos y varios bocetos. Entre ellos, en mármol, el del Cristo. En la sala de la casa, otro boceto: el de Viceversa, obra dedicada a la frustración amorosa. En la entrada, junto a la puerta del garaje, había una “Negra dormida”, en piedra. Parecía inacabada. Me llamaba la atención la naturaleza de la piedra, donde se veían restos de caracoles, y la boca de la negra, idéntica a las bocas de las cabezas olmecas.

En la parte de atrás del estudio crecía una mata de güira cimarrona, cuya masa sirve, ya se sabe, para hacer cocimientos y tratar la diarrea, los resfriados y el asma. Recuerdo haberle preguntado a Jilma por qué tenía allí aquella mata. “Porque es muy bonita y me protege”, contestó. El follaje era denso. Evitaba el ruido y las intromisiones de los muchachos de la escuela con que lindaba el estudio.

Al lado del jardín de la entrada, a la derecha, había un trozo rectangular de mármol donde cabían dos personas con comodidad. Ahí se sentaban los vecinos y jugaban los niños. No me consta, pero es muy posible que ese trozo de mármol fuera el repuesto (por si se suscitaba algún accidente) que vino en barco con las 67 piezas que conforman el Cristo.

Vivía pendiente del teléfono, o viajando cuando podía (a varias capitales europeas del mundo socialista), o apoyada en la reja de su pequeño jardín, observando la calle. Muchas veces nos saludábamos cuando yo iba, por las mañanas, rumbo a la Facultad de Artes y Letras. Era una conversadora nata. 

La invité un día a Guanajay, donde yo ejercí, durante un año, como director del Museo Histórico “Carlos Baliño”. No sé cómo pudo ocurrírseme. Por mucha publicidad en la que me involucré durante toda una semana, aquello fue un fiasco. A nadie le importó su presencia. En aquella comarca ella no era más que la mujer que había hecho un busto de José Martí para colocarlo, con Celia Sánchez, en la cima del Pico Turquino en el centenario de su nacimiento.

Solía invitarme a merendar en medio de una escasez que a todos nos parecía persistente y malsana, cuando en verdad no era sino una bobería en comparación con el Período Especial y los tiempos de ahora mismo. Recuerdo en particular la tarde en que probé un caldo de pescuezos de pollos con queso rallado, en una elegante taza vienesa. Después, ¡una porción de lasaña! Y al final una copa de vino de arroz. Todo hecho por ella.

“Yo sí uso mi baccarat, al final me voy a morir”, señaló apuntando hacia la copa. “Mi pasado es mi presente y mi futuro”, se habituó a decirme. La vida había cambiado. Ya no era la mujer, con físico de impacto, que asistía a una fiesta de disfraces en el elegantísimo trasatlántico italiano Cristoforo Colombo, según consta en una foto que vi, bajo un cristal, en la biblioteca de su casa.

“Sigue pintando, tienes buena mano para la línea”, me había aconsejado. A mi padre le dio por enseñarle unos ejercicios hechos por mí en la época del preuniversitario (aguadas de acuarela y dibujos hechos con puntos de acero y tinta china). Dijo aquello en serio, y me quedé pasmado, porque la escultora no tenía pelos en la lengua. Pero descuidé su consejo y me dediqué a escribir. Además, ya estaba cursando el segundo año de la licenciatura en Filología. Los dibujos y las acuarelas se disolvieron en el pasado.

Jilma Madera trabajó en Carrara con un equipo de técnicos y obreros del mármol, y pidió que le dejaran, de cada pieza, un revestimiento de una pulgada antes del acabado, pues ella misma iba a encargarse de los pormenores finales y la pulimentación. Me aseguró que, al unir las piezas durante el emplazamiento de la estatua, pasaba sus dedos por las junturas y comprobaba que los empalmes no se sintieran al tacto.

Como se sabe, la inauguración ocurrió el día de Nochebuena de 1958.

Algunas veces hablamos de la humanidad y el realismo del Cristo, y ella siempre sonreía. Sandalias rústicas, pecho atlético, hombros enérgicos, manos fuertes y a la vez delicadas, y labios gruesos, de significativa sensualidad. Aquel Cristo poseía demasiados atractivos. No era el del Nuevo Testamento, ni el de las iglesias europeas, ni el de las prédicas habituales en Cuba. Tenía un aire como de mestizo aindiado, y terminaba siendo un Cristo incómodo.

Entonces, cierto día, Jilma me llevó al único lugar de la casa que yo desconocía: el garaje.

Entramos por la puerta interior, que daba a la sala. Había un gran reguero de cajas y objetos, pero la escultora avanzó sin dudar hacia un rincón, abrió un viejo portafolio de cuero mexicano repujado (en uno de los lados estaba la célebre Piedra del Sol), y sacó una fotografía firmada por el fotografiado: un tal Paul Babeaux o Babioux. Miré bien y me sobrecogí. Tenía delante el rostro del Cristo y estaba mirando la imagen del hombre que había servido de modelo: los mismos ojos inquisitivos, la misma boca, las mismas facciones.

“El amante que más he querido”, dijo ella, y sentí cierto pudor. Sin esperar a que me repusiera del desconcierto, y sin fuerzas ni valentía (una valentía impertinente, entiendo) para pedirle que me contara esa historia, añadió: “Quédate con el portafolio”.

Lo usé en la Universidad durante mi tercer año. Jamás olvidaré que la profesora Nara Araújo me miraba y murmuraba, en buena onda, al verme con mi Piedra del Sol: “Qué excentricidad”.

Pienso en el Cristo, en las bendiciones simbólicas, en lo que se convertirá La Habana (y Cuba) tras la COVID-19. Pero eso que se ve a lo lejos, en la entrada de la bahía, es puro y bello mármol frío atravesado por una viga de acero que atrae a los rayos. Igual uno lo mira bien, alejado de la mística que hay en el deseo, y de pronto el Cristo se parece a Jason Momoa. O al revés, quién podrá asegurarlo. Lo cual, quizás, implicaría que al final estamos aquí a la buena de Dios.


Para Orlando Luis Pardo Lazo, casi un Lawton Bot




Lecturas en modo hueso - Alberto Garrandés

Lecturas en modo hueso

Alberto Garrandés

Hacia una Nueva Normalidad desde una Segunda Cuarentena con Toque de Queda. Impresiona decirlo así. ¿Qué estilo debería uno adoptar? ¿El llano, el elevado, el elegante, el vigoroso? El futuro pertenece por entero al nasobuco. Estamos en modo hueso, en los bordes de la metáfora de una especie de monstruosidad zombi.