El otoño de la mujer-mariposa

Cuando, antes de la luz del sol, llega la suave claridad del amanecer, abro mi balcón, que da al poniente. 

Por estos días ese es el momento en que la oscuridad queda derrotada, a pesar del nublazón y las rachas de lluvia. 

Horas después, hacia la tarde-noche, las tinieblas se enseñorean del barrio otra vez. Qué digo: de La Habana. De la isla completa, vaya. O casi.

De la isla entera, de la isla en peso. 

No hay electricidad y uno ve cómo las cosas van perdiendo nitidez. Así llega el espacio de la madrugada y el silencio avanza hasta que el alba vuelve a insinuarse. “La aurora de rosáceos dedos”, como decía Homero.

Pero no estamos en el Mediterráneo. Además, en los tiempos en que los aborígenes corrían cazando patos aquí, en Europa ya había universidades.

Estoy releyendo El negrero, la prodigiosa novela de Lino Novás Calvo. Allí se habla del poderío absoluto de los negreros internacionales, hombres que podían comunicarse en varias lenguas y someter a tantísimos seres humanos durante cuatro siglos. 

El sometimiento siempre se afirma en tres cosas intercambiables y manipulables: el miedo, la división y la ignorancia. 

Desde un estilo irritable y urgido, Novás refiere y describe la vida de Pedro Blanco, pirata y negrero (una especie, a la inversa, de byronic hero en estado perenne de embelesamiento y fascinación), y nos asegura que los negros aherrojados nunca alcanzaban a rebelarse, pues estaban mentalmente separados por los dialectos, el pensamiento tribal, las regiones geográficas, las costumbres, los mitos.   

A unos metros del balcón, una mariposa rayada en naranja y negro vuela en círculos irregulares alrededor de un arbusto. Este es un flamboyán cuya copa tendrá unos cuatro metros de ancho. Ha florecido con las aguas y sin miedo a la oscuridad. 

La palabra clave es esa: oscuridad. El flamboyán se incendia como si tal cosa. Y la mariposa, feliz, vuela de un ramo de flores a otro, buscando lo suyo.

En el silencio, no se sabe. Aunque el lenguaje quede exhausto y quiera y no quiera (al mismo tiempo) resonar. ¿No les sucede a ustedes que el silencio acaba siendo como el envés de la oscuridad, cuando las cosas se ponen tan oscuras como muy oscuras, según nos cuenta Paul Auster? 

Y aquí oscuridad es lo que sobra, en la isla apagada. Por eso el sueño acaece temprano (más que de costumbre). Y con el sueño viene el soñar.

La isla apagada parece una metáfora, pero no lo es. Es la isla a oscuras. Igual que una vela que se consume. En fin: la isla consumida. Exhausta, devorada. Consummatum est

La historia se reconfigura de inmediato con el soñar, porque la consciencia del inconsciente toma las riendas. Hay que hacerle caso a Jung cuando habla del pensamiento mágico que se independiza, entronizándose.

Así, pues, la mariposa negra y naranja liba, sin mucho éxito, de las flores del flamboyán enano que pervive debajo de mi balcón, en el parterre. Como hay poco néctar, supongo, se me ocurre poner gotas de miel alineadas en la baranda del balcón, a ver qué sucede. 

Esta brizna de locura se incrementa cuando le hago señas a la mariposa, indicándole que suba. Al detectar la miel, va de gota en gota hasta saciarse. Después, confiada, penetra en mi estudio y se duerme, con las alas cerradas, encima de un libro. 

No sé qué libro es. Tampoco quiero saberlo. No quiero entregarme a las mistificaciones.

Tras dormir unos minutos (y habría que entender cuánto dura y qué significa un minuto en la vida de una mariposa adulta), regresa al balcón y sigue libando. Luego vuelve a su sueño. Y aunque este vaivén se reitera muchas veces hasta que cae la noche, la mariposa no se marcha. Creo que el hecho de vivir aquí la complace.

A la mañana siguiente, vencida la modorra del apagón, noto que su cuerpo ha crecido. Me acerco a ella despacio, con una lupa, y trato de vencer el horror que me inspiran las diversas anatomías de los insectos (excepción hecha de alas y élitros, que son rotundos avisos de la Gracia).

No sé qué tipo de mariposa estoy mirando. Los élitros, aterciopelados, brillan a medio desplegar, coriáceos y afilados. Por debajo asoman los colores, la tersura.

Olvidaba decir que por acá hay dos flamboyanes enanos, exuberantes de tan coposos. Uno de ellos, sin embargo, ha sido arruinado por el exceso de ofrendas. 

Plátanos maduros atados con cintas de papel o de seda, gallos que sufrieron decapitación, envases con maní, arroz y trocitos de pan. Todo eso se pudre junto a una palma real en cuyo penacho se enredan los cables telefónicos. En consecuencia, mala savia sube hasta las flores. Y el néctar se amarga.

La oscuridad de los apagones también amarga la sangre.

He descubierto a la persona que deposita allí las ofrendas. Es una mujer obesa, de andar flojo. Vive en el pasillo de enfrente. 

Cuando la miro bien, escudriñando sus ojos (esto ocurrió tan sólo una vez), me asalta la certidumbre de que allí está el escrutar absorto y metálico de las ramazones de esclavos, juntados a gritos sobre la cubierta de algún barco negrero cuando, una vez por semana, sus cuerpos recibían baldes de agua de mar, y los más jóvenes se fijaban, sin esperanza, en la inmensidad del océano.

Esclavos procedentes del antiguo reino de Dahomey, vendidos a los portugueses para embarcar rumbo a Brasil y Cuba.

Pese a la vecindad de las sombras, la mariposa negra y naranja hace un corto vuelo (su cuerpo ya es pesado), desde el libro sobre el cual reposa hasta la baranda. He puesto más miel allí. Las alas le han crecido lo suficiente y no puedo evitar estremecerme ante semejante mezcla de formas pavorosas y bellas. 

La dejo en el balcón, libando. Y la luz del ocaso, al bajar, la azota y le saca un brillo quimérico. 

Me voy a caminar un poco, antes de que lo que ya es oscuro sea tan oscuro como muy oscuro.

Cuando regreso, en mitad del apagón, enciendo la linterna del teléfono y busco a la visitante. La descubro sentada en la baranda, enorme, agrisada por las sombras.

Es (ya es) una mujer transformativa. Tras reponerme, nos miramos con beneplácito y una dosis imprecisa de ternura. Mueve las alas lentamente, con gusto y simpatía. Sé que pronto será una adulta fornida y llena de poderes atávicos, esos que arropan el ejercicio de la libertad. 

Entonces, le pediré que me lleve. 

Bien arriba. Bien lejos.





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Diarios de prisión de Alexei Navalny

Por Alexei Navalny

El relato del líder de la oposición rusa sobre sus últimos años y su advertencia a su país y al mundo.