En el tronco de un árbol

Por los años en que aún era un niño, o en una época cuyo recuerdo se avecina a las imágenes de mi niñez o se mezcla tal vez con ellas, ponían en la televisión un dibujo animado donde había un personaje que decía constantemente: “¡Corta, corta, corta, corta!”.

No puedo dejar de pensar en él, ahora que hay una especie de fiebre absurda y malsana: la de podar con fiereza los árboles o, en el peor de los casos, cortarlos. 

En Facebook las imágenes abundan.

Aun cuando no me considero ni antojadizo ni especialmente fantasioso, mi mente novelera (y de novelista) no puede borrar todavía un momento (cuando vivía en Lawton y disfrutaba de un patio con plantas) en que una brigada del CDR de mi cuadra salió un domingo a la avenida Porvenir a podar, de forma abstrusa y casi malvada, unos flamboyanes que ya empezaban a florecer con disfrutable densidad. El trozo de calle frente a mi casa se llenaba de pétalos rojizos y anaranjados y mi portal iba coloreándose enfrentado a la salida del sol.

Parece que esa brigada se ha multiplicado hasta alcanzar hoy, por medio de instrumentos (¡las motosierras y los machetes!) pertenecientes a malas películas de terror, la dimensión de una cruzada contra lo verde: árboles, arbustos, ramazones, frondas, flores.

Cuando quise saber por qué destruían así los flamboyanes tuve que insistir, pues nadie contestaba. Conducta típica. 

Pregunta: “¿Por qué están haciendo eso?”. 

Respuesta: “Porque hay que hacerlo, es una orientación”. 

Después me explicaron que los delincuentes se escondían detrás de las majaguas y los flamboyanes. Y hasta detrás de las palmas, por muy delgadas que fueran. Delincuentes: pajeros, pajusos, tiradores, carteristas… Y escribanos fugaces e infidentes que usaban un amplio paredón de la avenida para poner frases incómodas.

Matas, árboles, arbustos, palmas, lirios, lenguas de vaca… Todo lo que había en los parterres de ese paredón fue mochado hasta el suelo. Agregaron unas luces muy vivas que lo alumbraban todo. Cuando había apagones, que por suerte ya eran escasos, las luces seguían allí, estoicas, sin disminuir su resplandor. 

Antier escuché a Barbarito Diez cantando “En el tronco de un árbol”, y recordé que, en la acera opuesta de aquel sitio de Lawton, justo frente a un semáforo que daba paso a cinco vías, había un parquecito con majaguas poderosas, una de las cuales tenía el tronco bastante inclinado hacia la calle. Las motosierras tienen hambre y hay que darles de comer.

Cierto día no pandémico aún, de noche, bajo la apartada luminaria de ese crucero, vi, “en el tronco” (o más bien sobre el tronco) “de un árbol” (esa majagua convenientemente sesgada, en ángulo próximo a los 45 grados), a una jovencita (no era una niña… y, si lo era, su edad parecía oscilar lo suficiente como para colocarla dentro de la aterradora magnitud de las ninfetas de Vladimir Nabokov) que en ese instante no estaba, como cuenta la canción, grabando su nombre en la corteza, sino “henchida de placer” bajo los magníficos oficios de un amante percutiente y silencioso: niña/muchacha en cuatro y cogida como vicuña.

Oigan, en el presente de ahora mismo, el sonido de las motosierras. Son varias. “¡Corta, corta, corta, corta!”, parece que gritan. Entre amenazas de muerte y astillas que saltan, uno ve gorriones, lagartijas, mariposas y otros animales que huyen. ¿Adónde? A donde sea, si cabe suponerlo así. 

Vale la pena adecuarnos al sincronismo posible de la niña cogida y sobrecogida contra el tronco (el tronco cabalgado) y el rugido de muerte de esas brigadas que hoy tumban, como si tal cosa, majaguas, palmas, pinos y otras variedades.

La niña/muchacha, henchida de placer luego de su encuentro con un improbable lector de Opus Pistorum o Paradiso, graba su nombre (el de ella) en el árbol “conmovido y triste”. Hiere la corteza y el árbol deja caer una flor en retribución. Un dolor, un nombre y después una flor de majagua. El nombre queda ahí, guardado, y cuando niña y árbol se encuentran otra vez, él le pregunta: “¿Y tú qué has hecho de mi pobre flor?”. 

Tal es la historia, de acuerdo con la letra de esa canción que oí antier en la voz de Barbarito Diez. Pero en esta parodia articulada al hoy, quizás ni siquiera haya un nombre (¿Brona, que en gaélico quiere decir tristeza?, ¿Brezo, de brezal?, ¿Violeta, María, Juana, Leticia, Isis?) discretamente a solas en un tronco de majagua lesionado. Aunque sea una situación extraña, quizás se trate de una frase testificadora y antirromántica, propia de la antipoesía: “Aquí mi amor me dejó con el bollo echando humo”. 

Acaso el nombre se una, con encantadora simplicidad, al del amante dador (así, como el título del libro de José Lezama Lima) o aporreador: “Brezo y Lucio”, encerrados dentro de un corazón que no por convencional deja de ser tierno. Amante que da y da y da. María y Roberto, Leticia y Mijaíl, Isis y José. 

Pero, ¿y las faltas de ortografía? ¿No hubo? ¿Podemos presumirlo? Siempre hay excepciones y presunciones. Y no digo yo si caben con comodidad en ensueños donde amor y dolor se juntan para siempre, lo mismo en el pretérito que en el futuro.     

Pero hay un tercer elemento en este cuadro gótico de La Habana pandémica. De vez en vez uno ve, cuando el árbol se acuerda de la niña “conmovido allá en su seno”, el paso de un taxi amarillo y negro, de esos que tienen aire acondicionado. Dentro viajan, vestidos con cascos protectores, nasobucos, guantes dobles y capas ajustadas, dos personas: una enfermera y un médico. Son los anticipadores de la muerte. O los que vienen a saber si la muerte ronda por allí. Traen equipo apropiado para recoger muestras. Es necesario hacer los PCR.

Y, mientras tanto, las motosierras llenan de polvo de madera virgen las aceras y los portales. A veces en el aire se huele el aroma de la savia, a veces es tan solo el ruido y la furia de lo que encuentra un destino insólito o acaba sepultado en sitios impresumibles.

Supongamos que, tiempo más tarde, cualquier otro día ya pandémico, esa niña/muchacha quiere visitar el parque donde la majagua inclinada guardó su “querido nombre”, después que un tal José, Pepe o Pepito le dejara la raja ardida de vapores y deleites. Dueño de un glande tipo hongo (meritorio y admirable en lo que concierne a los gustos de ella) y sin ser vergudo, pero sí muy singón, Pepito, sin saberlo a derechas, ha hecho del árbol un enclave de amor. ¿Alguien pondrá en duda semejante alegato? Por supuesto que no. Es un árbol de inclinación beneficiosa y ha crecido en un parque recoleto. Faltarían solo el muro de una iglesia y la iglesia misma, con campanas.

La niña/muchacha se aproxima al sitio memorable, abre la cámara de su teléfono y hace algunas fotos de prueba, pero se da cuenta de que el árbol, su árbol, no está. Hay otros, pero el suyo ha desaparecido. Llena de confusión, ve entonces una camioneta cargada de ramas y trozos de madera. La parte de atrás rebosa de hojas que brillan al sol. Y, frente a sí, se destaca repentino un tocón inconfundible. Los dientes de una motosierra han dejado su marca. El tronco grabado ya no existe. Tristeza, desconsuelo, congoja, disparate bárbaro y cruel. Y así acaba el mejor recuerdo de un amor: en el aserradero, en el fuego, en una fábrica de muebles, en un basural.

Un taxi amarillo y negro (otro, o quién sabe si el mismo) vuelve a pasar con sus ocupantes silenciosos y disfrazados. Va con lentitud expectante. El chofer conduce atento, pero también lee un papel y examina las fachadas. Es obvio que busca una dirección. El número de una casa, la entrada de un edificio, alguna referencia notoria. Las motosierras siguen aullando. El calor hace temblar las calles. La niña/muchacha apaga el teléfono y se sienta en un banco. Todo ha terminado. Mira el tocón con la esperanza de que le hable.




Baudelaire y yo

Alberto Garrandés

Hago responsable a un Hombre Bicentenario, el poeta Charles Baudelaire, de mi recurrente devoción por las crines erizadas o lacias, las cabelleras de donde uno no deserta salvo para decir incoherencias o declamar versos. El magnetismo del vello púbico puede ser muy fuerte.