Los paisajes de la vida interior, intervenidos siempre por el lenguaje y las palabras, están hoy —y creo que desde siempre— muy estratificados. Configuran un hojaldre dulciamargo ahíto de rumores y rellenos diversos. Y allí, en el centro, está el cerebro-reptil, que se conecta, mítico, con algo muy anterior al pensamiento especulativo sobre el Bien y el Mal, y que es devoto de una única cosa: el conocimiento práctico de la creatividad en las condiciones de “lo invisible”.
Quizás sea el cerebro-reptil uno de los espacios de tentación y exorcismo donde nace y se refugia el inconsciente.
Mucho de esto se ancla a la médula de mi experiencia, en la amistad intelectual y privada —o íntima—, con el escritor Enzzo Hernández. Desde el inicio, muy temprano —él tenía entonces 18 años—, ya hablábamos de mitos, dioses, rituales, libros —de esos que cambian la vida—, experiencias contemporáneas de lo arcaico, y una y otra vez íbamos a parar de lleno a esa palpación de la sensualidad que vive en la escritura.
Enzzo y yo intercambiábamos, con auténtico ardor, alejados cada vez más de la obvia y predecible relación maestro/discípulo. Nos convertimos en amigos y ambos, instintivos, nos acomodamos con mucha naturalidad en una estancia privada donde había igualdad, respeto y apego. Tal vez la mayoría de las personas no comprenda esto, o deduzcan que hablo de una anomalía en la que afloran las paradojas; pero puedo sostener que siempre se trató de una articulación donde lo aleccionador era una consecuencia —muy a posteriori— de la radiación de nuestros encuentros, que sucedían en mi estudio casi semanalmente y estaban impregnados de miles de interrogaciones.
La escritura fue el origen y el desenlace de nuestras conversaciones. El conjunto de reflexiones, anécdotas, confidencias, lecturas, sueños, dudas y ambiciones creativas iba, en tanto sistema abierto, a parar allí inexorablemente: a la literatura que ambos alcanzábamos a fermentar, en ocasiones de manera indeliberada, en un burbujeo repleto de entusiasmo. Y, por supuesto, nunca dejamos de establecer los nexos correspondientes entre los infinitos nichos de ese mundo y el territorio inmarcesible del cuerpo sexualizado.
Oíamos música, copiábamos películas o videos en los que el goce era la medida del júbilo y nos poníamos a disposición el uno del otro, en específico si había cuestiones literarias para debatir. Paso a paso, sin darnos cuenta, nos dábamos Enzzo y yo al tejido de una versión vibratoria del memorial de nuestras tentativas y vivencias, algunas secretas, otras no tanto. Pasábamos de Monteverdi a Schumann, de Nobuyoshi Araki a E. J. Bellocq, de los cánticos sufíes al Vivaldi de la mandolina y el laúd, de Tarkovski a David Lynch. Puros refugios en los que, sin renunciar al mundo, nos convertíamos al credo vitalista del mundo, pero desde la Cultura, la metáfora y la metamorfosis de toda vivencia.
Ahora Enzzo publica una colección de textos cuyo título, La noche en el aprisco, no podría ser más revelador. Al inicio hablábamos de psicomagia, influidos por Alejandro Jodorowski y su manejo de las imágenes, pero también por el videoarte y por esos gestos performáticos donde la existencia es existencia artizada, y donde el arte se transfigura en conciencia de vivir. Ahora seguimos haciéndolo, convencidos de que la percepción del cuerpo y del yo, en los demás, forma parte de una búsqueda que suele realizarse dentro de una multitud de sueños lúcidos que se cuecen dentro de uno mismo.
La virtud de la pureza se emplaza en lo “impuro” —uso las comillas con toda intención— cuando esta categoría, al ser explicada en vano, se tiñe de sinceridad, erotismo y bondad. Parecíamos dos personajes de alguna novela de Hermann Hesse —si Hesse hubiera escrito hoy—, sostenidos por la alegría del espíritu creador, por la pulsión erótica —tan carnal como intelectual— y por la cuestión práctica de escribir. Por eso, estacionados en la idea de la literatura, nunca dejamos de dialogar sobre qué significaba escribir y ser un escritor. Y, en el aprisco, nos refugiábamos de mezquindades, de hechos horrendos, de manchas hipercontaminantes que eran la prueba de que muchas cosas sagradas estaban corrompiéndose en el mundo más inmediato, el que nos tocaba en suerte.
Regresamos —¿regresar, o recordar que nunca nos habíamos marchado de allí?— a la circunstancia, portentosa desde todo punto de vista, de que uno escribe con el cuerpo mental —con un cuerpo real, tangible, y que sin embargo es ficción— y con la mente corporal, esa que el cuerpo produce para sí. La comprobación de semejante verdad se expresó en horas y horas de (re)conocimiento mutuo por medio de la testificación. Había un espejo. De un lado, Enzzo. Del otro, yo. Mirar, ver, atender, entender, comprender.
Su tranquila y al mismo tiempo ávida curiosidad lo llevó al conocimiento de mi maestro, el único que en verdad tuve: Ezequiel Vieta. Y esa aproximación se reconfiguró en una suerte de congregación bienhechora y generosa. Un gremio —ya éramos tres… y lo mejor de todo es que Enzzo alcanzó a conocer a Beatriz Maggi— que no por ponernos a salvo de ciertas cosas nos apartaba de la vida más activa ni del hecho de ambicionar la aventura. En definitiva, Vieta había sido el creador de una literatura edificada por medio de un lenguaje incandescente, fiero, pero también era el explorador de ciertos bares de Tánger y Toledo, un errante de la noche, un midnight rambler.
Un buen día, mientras se terminaba la edición de mi libro Bodyart, descubrí, tras mucho escudriñar, que en la cubierta no podía colocarse una imagen que no fuera ad hoc. Y no se me ocurrió otra cosa, invadido por el estupor y la idea de la consagración a lo luminoso, que pedirle a Enzzo que posara para mí mientras yo, despertando al pintor que ya había sido, pintaba su cuerpo con símbolos egipcíacos, escribía fragmentos de mi libro en su piel y ejecutaba trazos simbólicos en negro, rojo y amarillo.
Ahora me acuerdo de algo que observa Giorgio Agamben en Desnudez (2011). En las Sagradas Escrituras hay una nostalgia de la desnudez sin pecado, del mismo modo que el pecado, como frontera, es lo que permanece como indicación en el desnudamiento sin Gracia. O sea, en el cuerpo despojado de la Gracia, ausente de ella. Si Dios y la Naturaleza contribuyen a crear una Gracia original, entonces el desnudo no detenta la “gravedad” del pecado, excepto cuando el pecado aparece, como idea del conocimiento —y del ansia de conocimiento— más allá de lo que Dios “prescribe”, luego de lo cual brota la idea de lo vergonzoso en la desnudez.
A propósito de esto, Agamben cita un pasaje del Evangelio de Tomás —uno de los textos apócrifos—, donde los discípulos le preguntan a Jesús cuándo se les revelaría a ellos y cuándo ellos lo verían. Jesús contesta que ellos verán al Hijo del Dios viviente y no tendrán ningún miedo, pero solo cuando se quitaran las ropas y las pisotearan, como hacen los niños, y fueran capaces de andar desnudos sin sentir vergüenza.
Usé pintura acrílica en el cuerpo de Enzzo y estuvimos unas seis horas refugiados en mi estudio de Lawton. El resultado fue —todavía es— sorprendente.
Su desnudez era tan hermosa que perdí el aliento. Creo que mi esposa, acompañante y testigo del proceso, también lo perdió. Trabajamos muy concentrados, sin pensar en otra cosa que en lograr acercarnos a una especie de absoluto de la comunicación, con el ingrediente —obviamente catalizador, angelical y demoníaco— de una desnudez sencilla y rotunda.
Al final obtuvimos media docena de fotos en blanco y negro, insertadas en los relatos de Bodyart, y la foto de cubierta. Allí Enzzo, con los brazos a lo largo del torso, está de rodillas: un desnudo frontal en los límites de lo elegíaco.
Creo que esas horas de diálogo, pintura corporal y fotografías marcaron un punto de giro en nuestra amistad, como si se tratara de una vuelta en espiral, un remolino atenuado por la meditación sin que la sensualidad perdiera un ápice de su brío. Estábamos alimentando nuestras respectivas escrituras y era eso, precisamente, lo que andábamos buscando, más allá del juego de verse y revelarse él, persona y personaje, en un libro que muchos —en especial jóvenes— todavía leen con fruición, pasmo y extrañeza, y preguntándose de paso quién es el modelo de la foto.
Después de aquel día hubo más textos, más lecturas y preguntas, más dudas. Y viajes, personas, cuerpos resplandecientes y oscuros, intensidades de todo tipo, autorreconocimientos cardinales. Y también algo que siempre me ocurre cuando los silencios, en la amistad, se pueblan de lenguaje: podíamos dejar de vernos meses enteros y retomar el diálogo sin que las palabras perdiesen frescura, o como si la visita más reciente hubiera ocurrido la víspera, cuando yo recibía una foto donde él, en el cementerio de Kilchberg, cerca de Zurich, observa agachado el monolito de la tumba de Thomas Mann, acaso pensando en el espectro acuático y mudo de Tadzio.
Acaso lo más atrayente y perturbador de sus textos es esa búsqueda de la transhistoricidad de las acciones, una exploración que pone en evidencia nuestra impaciente o desesperada movilidad, como criaturas habitualmente incompletas, a lo largo de un tiempo y un espacio subjetivos y subalternos con respecto a la conciencia verbal de estar vivos.
Si en algo contribuí a su formación, en estos once años, dentro de la alabanza del misterio y la persecución de la aventura interior más vivificante, me doy por satisfecho. Yo quedo en él y él en mí, y eso siempre se constituye en la riqueza mayor en cualquier época y lugar. Sobre todo hoy, cuando el mundo —que es tan adorable como frustrante— cae y se despedaza, y el humanismo perdura como una flor en la ceniza.
* Estas palabras, sesgadamente preliminares, son el vestíbulo de La noche en el aprisco, de Enzzo Hernández, que dará a conocer Ediciones Boloña en breve.
© Imagen de portada: Carmen Cabrera / Hypermedia Magazine.
Enzzo Hernández y la arqueología poética
“Comencé a escribir para conjurar algo a lo que no sabía cómo dirigirme”.