La cuestión de la trascendencia poco o nada tiene que ver con la notoriedad, aunque ya sabemos que esta se revela y descubre, más bien, en el silencio de las lecturas (admirativas y/o aleccionadoras); no así en los homenajes públicos que la literatura, en su atroz variante institucional, concede a la memoria.
Ezequiel Vieta estaría cumpliendo ahora 100 años. Dudo que su cuerpo hubiera resistido. Su cuerpo, de cierto modo fuerte, se hizo débil. Abusaba de los psicofármacos y el alcohol. Y era un hombre irritable desde una humildad matizada por la necesidad de saber, saberse, conocer de sí y del otro. Hombre extremadamente curioso, entraba al mundo y salía de él a voluntad. Un escritor que escribe lo que él escribió es irascible solo por determinados motivos: la necedad y la injusticia.
En 1963 publicó Vieta su segundo volumen de relatos, que me parece su colección más decisiva, más perentoria y más sustancial: Libro de los epílogos, con una nota prologal —firmada por la ensayista y profesora Beatriz Maggi— que excusaba, en favor de la experiencia esencializada, el “desasimiento” de la prosa y su concepción “prerrevolucionaria”. Entonces, en aquella época, escribir de esa manera “merecía” la aparición de algunas excusas. No ser un escritor “de la Revolución” lo ponía a uno en situación de “escritor no confiable” y dentro de una parcela como mínimo muy extraña.
En relación con su primera colección de cuentos, estos de Libro de los epílogos se constituían en una especie de expansión de la narratividad hacia provincias del relato donde lo digresivo se sostenía en lo lírico, y más en escenarios mentales o simplemente ajenos a lo cubano.
La rareza esencial de Vieta se había puesto de relieve en 1954, en las historias de Aquelarre, cuya singularidad consiste, aún hoy, en la calidad expresionista del estilo y su ajustada precisión dentro de las posibilidades de cada relato. Libro de los epílogoses, en relación con estas cualidades, una vuelta de tuerca al revés o hacia atrás: subraya la dimensión negadora de lo real y de la Historia, y corre el límite de la metáfora por medio de movimientos sin cálculo aparente; pues el escritor se abandona a la naturaleza espectral y sentenciosa de los mitos, y los convoca dentro de las exigencias estéticas de un vanguardismo soterrado, pero aún en activo.
La prosa de Vieta, madura ya en ese libro olvidado, es la de un francotirador. Como siempre ocurre cuando la literatura se institucionaliza bajo cierta ideología, los libros “irrealistas” son “aceptables” y hasta “exhibibles”. La institucionalidad —imaginémoslo— declara orgullosa: “Tenemos gusto estético: publicamos a Vieta”. Estamos —recuerden— en mitad de los años 60.
Los cuentos de este libro debieron de parecer muy chocantes y pertinaces a quienes leían entonces pensando en el deber ser de la correspondencia entre la Historia y la Literatura. Los temas y asuntos (y personajes) de la Revolución no tenían nada que ver con los materiales narrativos manejados por Vieta en Libro de los epílogos. Sin embargo, se sabía perfectamente que Vieta estaba escribiendo en aquellos años —y lo haría siempre, hasta su muerte en 1995— tan solo para aquellos que estaban en la necesidad y/o la obligación de leerlo; divisa esta que coloca a cualquier escritor lejos del deseo de fama y gloria, y que lo sumerge en su labor hasta el fondo, bajo el riesgo de la presentación y la representación, que es el gran peligro y el gran conflicto del arte.
Al hacer más nítidos sus referentes estéticos, dislocar sus fuentes, poner un signo de duda sobre la noción de realidad e interrogar al lenguaje desde la perspectiva de su utilidad ante el dilema del conocimiento, Vieta creó un “sistema de avisos” acerca de lo literario. Un sistema que, a mi modo de ver, es la zona perdurable de su literatura.
No conozco a ningún escritor —excepción hecha de esos que solo parecen escritores y cacarean, como pavorreales, haciendo el ridículo aquí y allá— que escape ileso de la interrogación del lenguaje; sobre todo si dicho trance parte de la incertidumbre que produce su enfrentamiento con la condición humana y sus territorios de prueba.
Ya en Aquelarre Vieta había entrado en esos ámbitos con elegancia formal y sibilina disposición, pero sucede que en Libro de los epílogos la inmersión es acaso más dolorosa. Su interlocución con el medio expresivo es extraordinariamente tensa. El azar, la muerte, la locura, el sexo y el sueño son pilares del conocimiento más allá de cualquier contingencia histórica, y el hecho de reconocerlos y asumirlos estuvo siempre, para él, revestido de la mayor importancia no solo para la literatura, sino sobre todo para la existencia.
Un escritor así no es un “escritor revolucionario”, etiqueta que la institucionalidad literaria ha solido usar como parámetro que deviene sistema abierto de rasgos. Nunca lo fue Vieta. Ni siquiera a pesar de libros como Mi llamada es (1983), donde el mito del Che es el eje, o Vivir en Candonga (1965), que dibuja sinuosa y ambiguamente una historia centrada en el compromiso o el “mandato histórico”.
Hay relatos en Libro de los epílogos que todavía hoy se dejan leer con cierta renuencia a causa de su espesor simbólico. “Gonzaga el pirata”, por ejemplo, coquetea con un surrealismo que no se desentiende del sentido inmediato de la narratividad —que no abandona la progresión dramática, para ser más exacto—, aunque nos lleva a escenarios y acciones más propios de la lógica del sueño que de la lógica de una construcción del soñar, de un modelo literario de sueño.
Esa evanescencia, esa movilidad multidireccional de un personaje atrapado en su condición (navegar, ejercer la violencia, posesionarse del mito en tanto persona), produce un tipo de texto donde los referentes se llenan de un prestigio cultural muy amplio al tiempo que continúan ciñéndose a un desenvolvimiento que, alejado de la lógica de los posibles narrativos, no deja, sin embargo, de contar, de referir.
“El horno”, otro de los cuentos de Libro de los epílogos, tiene que ver con el azar, la predestinación y la jerarquía de un asunto como el asesinato. Se publicó originalmente en las páginas de la revista Ciclón. Supongo, por la índole de su trama, que jamás habría sido incluido en Orígenes; una revista que muy en el fondo no quería saber nada de los límites de la crueldad ni del diálogo con el vacío.
Apoyado en la suficiencia de un terrible saber, el narrador de Vieta se emplaza en la personalidad de un hombre-tipo, un sujeto emblemático que escoge sus víctimas al azar. El carácter alegórico del asesino, casi una figura del orbe antiutópico, se pone de manifiesto en su operatoria. Y, de acuerdo con las disposiciones del azar, se pasea por una ciudad trémula, llena de vidas oscuras y fantásticas. Una ciudad que, como un gran horno metafísico, cuece designios y avienta destinos.
No me parece exagerado decir que Vieta diseña en “El horno” un espacio mental que tiene mucho en común con ciertas instalaciones textuales de la condición posmoderna, donde la autorreferencialidad de las formas y la reconstrucción anómala e incesante de lo real son actos definitivos o pilares. La ciudad de este relato es la ciudad arcaica y elemental del medioevo, pero también coincide con el modelo vertiginoso de la ciudad que se crea en las concepciones actuales en torno a la vida urbana, que es vida fictiva y rizoma mitologizante.
La ciudad de Vieta es un conjunto de formas y estados. Un orbe en el cual todo es provisorio excepto algunas pocas cosas como el azar, la muerte, el sexo y acaso el amor. Si ahora mismo en La Habana, ciudad rutilante y ruinosa, apareciera un indetectable asesino en serie, ¿cómo sería, qué aspecto tendría, qué tendencias —sin móviles aparentes— seguiría mientras va dejando un selecto reguero de cadáveres?
Pero Vieta también congrega ciertas metáforas originales, teñidas de clasicismo, y pone en circulación un texto parabólico como “La astucia de Sísifo”, donde este personaje, a causa de su soberbia y sus desafíos, entra al servicio del Ministerio de la Muerte. La Muerte es un sujeto ruinoso, renqueante, que visita a Sísifo. En la visita de la Muerte, cuyo reino es el del crepúsculo y la devastación, uno es objeto, destino, mensaje, receptor. Leer esta alegoría del gran diálogo con el fin es una experiencia poco común, en especial porque Sísifo escapa y no escapa de la Muerte al poner en marcha ciertos mitologemas del yo —del suyo y, de algún modo, del nuestro— en el sistema de una vida al servicio de la Nada Final, viviendo en definitiva en el Tártaro, la región más baja del Infierno.
Todo esto, salido de un libro que se publicó hará sesenta años, suena tan cercano y actual…
Esas son las tres narraciones que mejor expresan el sino periférico de Ezequiel Vieta a inicios de aquella década gloriosa. En él, hombre separado y en reclusión, estigmatizado por varios motivos, se enuncia su insólita autoridad en tanto autor de una escritura acribillada por los deseos de hacer contacto con el universo global y tenebroso de la cultura, pero desde un ángulo del que acaso no era consciente.
A los efectos de la historia literaria, en Vieta se produce la formulación otra del objeto literario que se transforma en instalación audiovisual sin perder su condición de relato. Porque, en suma, él enunció sistemáticamente, con las digresiones de rigor, una poética representada por estructuras, hechos y personajes que se hacen acrónicos dentro de los textos y que elaboran intensidades de sentido al contar historias y describir el mundo como representación y deseo del sujeto, y no como prescripción de las filosofías o las políticas.
Ese porte suyo, precedido por rebeliones vehementes, desplantes jugosísimos y actitudes inesperadas, puso énfasis en algo que suele perderse de vista: la independencia intelectual del escritor, su compromiso exclusivo con la imaginación y el deseo.
Ezequiel Vieta: casi 100 años
¿Cómo habría sido conversar con Ezequiel Vieta sobre el 27N, las agresiones a artistas, los secuestros de teléfonos celulares, las denigraciones sin derecho a réplica, las reclusiones forzadas? Él quería escribir sobre la locura, la libertad, las formas de la crueldad y la sobrevivencia de lo humano.