Para Elsy, con amor.
Uno
“Una vez que lo cuentas, ya es ficción”, le dice a una alumna su profesor de escritura creativa.
Esto sucede en un colegio norteamericano de fines de los años 80. El profesor es un negro alto, corpulento, muy talentoso. Ha ganado el premio Pulitzer. La alumna se empeña en dar a conocer, mediante una meticulosa y épica narración, cómo el profesor la ha seducido, ha tenido sexo con ella y la ha humillado.
Estamos en una película (muy recomendable, como suelen decir los periodistas culturales hipster que se las dan de críticos aptos) de Todd Solondz: Storytelling, de 2002.
Sin embargo, aun cuando el relato (la ficción del relato) es el único territorio donde la memoria y el lenguaje pueden convivir sin caerse a mordidas, cabe decir que la alumna cuenta una verdad, aunque sea tan sólo su verdad.
Y la médula de esa verdad es incontestable: el profesor le ha ordenado quitarse el blúmer y ponerse desnuda contra una pared, inclinándose.
Y entonces la penetra con fuerza.
Dos
En el barrio, la llaman “La Loquita”.
Camina, incansable, desde la calle San Bernardino hasta la calle Zapotes y más allá. Usa simples batas de casa, chancletas y se mueve hablando alto y contando cosas de su vida.
Pero su dolencia le impide articular bien. No es incoherente, sino muy lenta. Su aspecto revela una delgadez preocupante. Durante años, he visto cómo su cuerpo va degenerando.
La ruta que sigue, acotada por esas calles, pasa por debajo de mi balcón. Les pide cigarrillos a quienes van por su lado.
Una vez, en la cafetería-venta que está en San Bernardino casi llegando a la esquina de Durege (también llamada La Casa del Gordo, por si alguien quiere llegarse por ahí y comprar una bolsa con cuatro libras de pollo a 1,600 pesos), la vi muy interesada en un sobrecito de refresco instantáneo. Le faltaban 10 pesos para completar el precio.
Cuando le di el billete, me dijo, en su extraña modulación: “Muchas gracias, que Dios lo bendiga”.
Unos días después, en el balcón, buscando defenderme del calor y el apagón, la vi asomada al tanque de la basura, hurgando dentro de una bolsa de nylon transparente que tenía restos de algo que me pareció arroz amarillo.
Comía despacio.
Tres
Frente a la venta de portal (¿se llamará Mipyme?) donde suelo comprar queso blanco y huevos, en la calle Serrano casi llegando a Zapotes, el dueño ha arreglado el parterre.
Hay unos muros bajos recién pintados, dos farolas que lo iluminan todo por las noches y un toldo retráctil que lo libra a uno del sol mañanero.
Por allí se sienta un joven negro gordito que habla despacio, saludando a todos y ejerciendo la amabilidad de forma persistente. Se excede, digamos, en eso de ser cortés. Pero se excede de un modo extraño. Y pide dinero.
He preguntado por él y me dicen que padece de eso que, a falta de alguna denominación mejor y menos incisiva, se llama “retraso mental”. A esa dolencia la llaman, en términos clínicos, “discapacidad cognitiva”.
Joven negro gordito que recoge allí cajas vacías y las hace desaparecer, para que el frente de la Mipyme no se afee.
Joven negro gordito que recibe billetes de 10 y 20 pesos.
Joven negro gordito que compra pan y come sentado, esperando.
“Disculpe la molestia, ¿usted no tendrá por ahí 10 pesos que le sobren?”, dice.
He escuchado eso decenas de veces. Es una frase-tipo, un emblema funcional. Él va reuniendo dinero. No sé para qué.
Hay una muchacha que a veces ayuda en las ventas, cuando hay mucho público, y a quien él saluda de modo especial. “Te traje un regalo”, dice el joven negro gordito y se acerca.
Es una bolsa de nylon transparente donde hay cajitas de jugos y algunas golosinas. “¡Ay, qué lindo, muchas gracias!”, contesta ella, asombrada.
Nadie sabe cuánto puede significar esa frase para él. La felicidad en unos segundos. La enunciación de la gratitud embellece.
Nadie sabe cuánto dinero tuvo que reunir para comprarle a su amor esos suculentos obsequios.
¿Y si ver sonreír a la jovencita, frente a él, fuera uno de sus momentos más luminosos y felices?
Cuatro
La persona a quien, durante años, le he ofrecido un plato de comida los lunes, martes y sábados, me trae películas, series y conciertos. Tiene un familiar (solían vivir juntos) con una “discapacidad cognitiva” a la cual se agregó, tiempo atrás, un diagnóstico de esquizofrenia.
Este familiar es una persona violenta. Ha ido destruyendo su casa y vendiendo todo lo que ha podido vender. Me cuentan que la vivienda ya no tiene puerta de entrada. Ni refrigerador. Ni cocina.
El esquizofrénico (es también un adicto: alcohol+cigarrillos) fue más o menos controlable, al parecer, hasta que su madre murió. Después, fue el caos.
El hombre de los lunes, martes y sábados es como esos visitantes amistosos que van recortando los diálogos, hasta llevarlos a una expresión mínima. Ayuda a un mecánico (en cuya casa vive hoy) y se gana su dinerito.
A veces, nos detenemos a hablar de una serie, particularmente interesados en su trama, e intercambiamos comentarios. Cuando termina de comer y ya se marcha, me hace el favor de llevar mi bolsa de basura al depósito de la esquina, que está a unos metros.
Es un caminador nato, sobre todo del municipio Diez de Octubre (con frecuencia, recorre Santos Suárez, Lawton y la calzada más bien enorme y desvencijada de Diez de Octubre) y asegura que ha visto muchos mendigos hurgando en los basureros que adornan la ciudad, para comer de ellos y/o recoger cosas que de repente les parecen útiles y hasta vendibles.
Le pregunto qué ha visto que haya llamado su atención y me dice que, como van las cosas, no falta mucho para que las bolsas de basura ya puedan incorporarse a una especie de tráfico nocturno. Todo indica que, en Cuba, en términos promedios, los vecinos sacan la basura de sus casas al inicio de la noche.
El hombre de los lunes, martes y sábados sugiere que una jabita plástica llena de basura (por ejemplo, cinco libras de desperdicios variados de último minuto, sin descomponerse) podría costar entre 1 y 3 pesos. Y que, para honrar con seriedad este singularísimo comercio, alguien podría encargarse del diseño de un sistema de vigilancia y acopio de jabitas, por horarios, habilitados entre las 6 pm y las 11 pm. Y que una persona tendría que ocuparse de ahuyentar a los gatos, meros usurpadores envidiosos.
Cinco
Al final de Blade Runner, la célebre película de Ridley Scott, el más lúcido de los Nexus-6, Roy, está a punto de morir. Entonces suelta uno de los monólogos más recordados de la historia del cine:
He visto cosas que ustedes, los humanos, ni se imaginan: naves de ataque incendiándose más allá del hombro de Orión, rayos C centelleando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.
No sé cuál figura retórica me serviría para calificar algo como esto:
He visto cosas que ustedes, humanos defensores de la hermosa solidez de la Utopía, no creerían.
Mendigos buscando qué comer en los tanques de basura.
Mendigos, en cafeterías sin el menor glamur, procurando que alguien les pague un vasito de refresco instantáneo.
Mendigos que piden allí una tajadita de la peor jamonada, para ponerla dentro de un pan de bodega.
¿Se perderán esos momentos en el tiempo, producirán lágrimas borradas luego por las lluvias, o serán recordados como pruebas de un ultraje, como vergüenzas, como indecencias?
Ficción de mendigos, mendigos de ficción. Verdades verdaderas que, al relatarse, cambian. Como la paradoja cuántica del observador.
“Habrá que someterlos al test Voight-Kampf”, susurra alguien con talante de doctor y cara de rata envenenada.
Pero cuando me desperté, los mendigos seguían ahí.

“Sentimos que el mundo se ha olvidado de nosotros”, una conversación con Luis Manuel Otero Alcántara
Por Coco Fusco
“Entonces, digamos que mañana salimos de la cárcel. ¿A dónde vamos? ¿A la misma Cuba o a un exilio obligatorio?”.