Figuraciones antes de que llegue el verano

Qué bonitas se ven las flores silvestres del parterre. Son anaranjadas y violetas, y aparejan un contraste singular y feliz. 

Cerca de ahí crece una palma real (real de veras) cuyo penacho amenaza con interferir el cableado que sale del transformador. Es una situación peligrosa, pero soy un hombre optimista y no añadiré ninguna consideración sombría. 

Porque voy a crear mi felicidad.

“¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruïdo, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido!” (Fray Luis de León).

La palma es feliz así, aunque a sus pies, junto al tronco, abunden las ofrendas: plátanos maduros atados con cintas rojas, patas de alguna gallina sacrificada, arroz amarillo con maíz, trozos de masa de coco. ¿En otro tiempo o en este?


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In illo tempore.

Sin embargo, ahora las ofrendas son casi inexistentes. Aunque a veces se manifiestan. Por otra parte, ¿quién va a desperdiciar esos alimentos, ofreciéndolos a deidades que desertan o se ausentan? 

Tan sólo alguien desesperado por obtener el favor de los dioses (mucha gente va a las iglesias a pedir que les llegue el parole, por ejemplo), o alguien que tenga posibilidades de adquirir animales para sacrificios rituales.

Los animaleros: personas que venden gallos prietos, gallinas, jicoteas, chivos.

Si sacrificas dos chivos, dos gallos de pelea (en el metálico estilo del gallo japonés de Mariano Rodríguez), una jicotea adulta; y ofreces una cazuela de maíz tostado, una bandeja con 50 tartaletas de coco y de guayaba, 50 cucuruchos de maní, un cubo con ensalada fría y un cerdito asado en púa; y aderezas todo con mucho ron y mucha cerveza, puede que te llegue el parole.


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Pero nada de eso es eficaz si no piensas en crear tu felicidad. Si no te propones eso como un bodhisattvaque labra el sendero de su iluminación.  

Antes de hacer alguna cosa, mover un dedo, agitar una mano o hilar un pensamiento sencillo, crearé mi felicidad. Años atrás cerraba la puerta y no volvía a abrirla hasta que transcurrieran unos días, después de los cuales la materia de afuera continuaba muy estable, sin cambios, sin alteraciones perceptibles.

¿Quién va a desperdiciar esos alimentos, ofreciéndolos a deidades que desertan o se ausentan? 

Por lo que se ve y de acuerdo con sus signos, la felicidad es un estado cuántico. Tan cuántico como ese gato que existe y no existe.

Será sencillo. Como maullar. Con gato o sin él. (Carne de gato).

Pero, antes de hacerlo, antes de emprender esa marcha en pos del porvenir, tendré que tomar muy en cuenta que ya no es posible cerrar la puerta e imaginar que soy un cenobita frente a un libro de plegarias. 


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No. No es posible. Tendré que salir.

Porque uno debe estar listo para la felicidad, tan listo como para la salida del sol o para el aviso de que en la carnicería un camión dejó su carga de huevos. Estado alterado de conciencia (ASC).  

Y porque, para crear la felicidad, uno tiene que acercarse al tablero imaginario de la existencia y tomar dos soldaditos de plomo (en unos cuantos años deberé poner aquí una nota al pie acerca de la humildad que, durante la mañana de un Día de Reyes, representaban esos soldaditos de juguete) y enfrentarlos silenciosamente. 

El soldadito número 1 representa el sentido común. El soldadito número 2 representa el pesimismo.

Pero, como ya dije, voy a crear mi felicidad por encima de la cabeza de esos soldaditos, en cuyo caso ignoraré, con la debida prudencia filosófica, si soy un pesimista o un adorador del sentido común.


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La puerta se cierra y la palma real me recibe con su esplendor simbólico. Hay un perro triste que merodea. Añora los alimentos de otros días y se desconcierta profundamente al ver que en la base del tronco no hay ni un chícharo. (Mientras escribo esto, alguien me escucha y pondrá, en la base de la palma, sus exvotos y regalos). 

El día se ha presentado con nubarrones climáticos (los otros, los ontológicos, los de nuestra epistemología, siempre han estado ahí, amenazando la felicidad). 

La felicidad es un estado cuántico.

Mientras miro los ojos del perro, percibo su extraña voz asustada. Empieza a caer una llovizna casi impalpable. Acaricio la vacilante seguridad del bultico de dinero que llevo en el bolsillo y decido que no. Que no habrá sol. Que no habrá excursión hacia los sitios donde puede uno comprar ciertos productos.

Y regreso a casa para crear mi felicidad.

Con el entusiasmo que se pone en ello.




¿Porque uno está aquejado de obstinación y la felicidad es el deber de todo individuo, según Jorge Luis Borges?

Entonces me acuerdo de usted, Ezequiel Vieta, que reservaba el sábado para la humildad de los alimentos, y compartía su mesa con una mujer que no tenía ni puta idea de quiénes eran Shakespeare ni El Bosco, pero que solía lavar y limpiar allí, en su casa de usted, y cocinaba y reía mientras preparaba, con comentarios llenos de una sabiduría inexpugnable, lo más modesto y austero que había por entonces: unos chícharos, una cajita de picadillo de pescado y un poco de arroz.

Un almuerzo de chícharos, picadillo de pescado y arroz. Ella, usted, Beatriz Maggi y yo en la misma mesa oval de la sala, frente a la gran pared de los libros, hablando de la vida. No de literatura, sino de la vida a secas. 

Ya no venden cajitas de picadillo de pescado. O eso creo. (Picadillo de Mintai, un nutritivo peje cuya carne es baja en grasas).

Dicen que hay tipos matando perros.

Y viejitos que se desmayan bajo el sol.




Y que lo del camión de huevos no era más que una falsa alarma, un espejismo no sobre el horizonte del desierto, sino sobre la arena que dejan los derrumbes cuando avisan.

Y que de diecinueve medicamentos que debían estar en la farmacia, vendibles sólo por receta médica o tarjetón, han aparecido nada más que seis.

La vacilante seguridad del bultico de dinero que llevo en el bolsillo.

Pero todo eso está bien raro, porque se murmura que, en la isla de La Española, en el país llamado Haití, en las afueras de su capital, Puerto Príncipe, operan bandas que salen de noche a cazar humanos. Cazan gente para comer. Y después dejan los restos dentro de piras encendidas que sueltan humaredas de infierno.

Pero todo eso está bien raro, repito. 

Franz Kafka (y en él creo, como creo en el poder del sufrimiento de la madre de Jesucristo) dijo que quien es feliz no tiene, a la larga, muchas razones para escribir. Se lo soltó a Milena en una carta. 

Y ella le contestó: “Abandona esos pensamientos inútiles, amigo Franz, y ven a mi cama”. Y él, en otra carta: “Ya estoy creando mi felicidad, Milena”.

En el peor de los casos, el entusiasmo es el resultado de mezclar la ignorancia con la idiotez. ¿Y en el mejor?




John Donne habló de la felicidad que produce amar. Amar, incluso, más allá de la muerte. 

Para el muy cerebral Huysmans la felicidad era, en cambio, una cena doméstica (con esposa incluida) donde hubiera amigos, brandy, tabaco y una buena estufa si era invierno. 

Simone Weil equiparó la felicidad al hecho de que la existencia lograra poseer un sentido. 

Aleksandr Sokurov (recién censurado, a causa de su película Fairytale, por el Ministerio de Cultura de Rusia) niega la existencia de la felicidad. Sostiene que es una especie de límite abstruso y que por eso es imposible alcanzarlo, aunque uno se entretiene en ese viaje en pos de lo imaginario.

Me asomo al balcón, dispuesto a tragar una tonelada de aire antes de disponerme a crear mi felicidad, y noto que el sol no acaba de salir. Se comenta que hubo un eclipse. Qué adecuada metáfora cósmica para definir la privación, la ausencia, la huida.

El oscurecimiento.

Pero la felicidad es creable. Ignoro si creíble.

Y Christof (Ed Harris) ordena a sus técnicos que saquen el Sol. Que amanezca, cuando todavía no es la hora del amanecer.

Truman Burbank: el show te espera.





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Suposiciones realistas al inicio de la primavera

Por Alberto Garrandés

Escribir es diseñar el destino, apresurarlo, convocarlo y hasta planificarlo, dentro de eso que los físicos místicos denominan ‘conciencia no local’.