Al llegar a cierto punto de su vida —un sazonado instante del tiempo, una fracción que sólo ella conoce porque sólo ella es capaz de otorgarle significado cabal y preciso—, Elisabet Vogler, actriz de renombre, hace silencio. Enmudece. Queda en un estado refractario a las palabras, como si dijéramos.
¿O más bien las palabras “huyen” de su conciencia, de su cuerpo? Enunciar el fenómeno así no estaría mal porque, en definitiva, uno es cuerpo (soma) y lenguaje (palabras entre lo irresoluto y el deseo de lo preciso).
Así empieza el drama que nos cuenta Ingmar Bergman en Persona (1966).
Vogler está en un teatro, en el centro mismo del escenario, representando a Electra, y deja de hablar. La luz le da en el rostro maquillado. La ausencia de palabras, la negativa al habla, al lenguaje, es o decisión propia o consecuencia de un mal vasto, sorpresivo e ignoto.
Los médicos la examinan y… nada. Sin embargo, de cierto modo sabemos que Elisabeth Vogler escoge el silencio. ¿O se acostumbra a él tras descubrir sus virtudes?
Quizás su argumento consiste en un hecho crucial: en el silencio es posible contemplar el mundo con cierto grado de intimidad e impunidad, y puede el sujeto —ella, una mujer con tantas máscaras— contemplarse a sí mismo sin dejarse interrumpir.
Elisabeth se encuentra dentro del silencio, que ni calla ni otorga, que ni dice ni contradice, que se resguarda altivo o que expresa una duda inmensa sobre el mundo, o acaso una poderosa seguridad acerca de lo inútil del lenguaje hablado.
Aun así, una circunstancia se impone: el lenguaje (hablado o no) pervive (sobrevive) más allá del silencio. Subsiste y dura, aunque no suene.
Una digresión. Cuando el mundo que se constituye en tu prisión es ya prisión reconocible, no te queda más remedio que ir del silencio al lenguaje-que-se-oye o se lee, y de este al silencio. (Hablo en términos generales, no me refiero en concreto a esas prisiones intangibles —groseras, predecibles, burdas, y que cargan con la ordinariez que brota de la ignorancia— construidas por los regímenes totalitarios). Si ese péndulo (del silencio al lenguaje y viceversa) fuera capaz de blandir un lápiz, un pincel, un láser, un punto de acero entintado, el dibujo resultante sería el de tu rostro atónito y en disloque.
Persona, película apremiante e ineludible, es una de esas obras maestras de la cultura toda. Ante ella, sólo podremos admitir que somos nosotros los interrogados. Si así no fuera, ¿cómo explicar la constante legibilidad de una historia como la que nos cuenta Bergman, en la que prácticamente todo proviene de la ilusión creada por la magia del cine?
Lo mejor de eso, para que no nos pongamos ni muy serios (con la presunción de lo egregio) ni muy escépticos (dejándolo todo a la relatividad de lo espontáneo), es que las grandes preguntas de los personajes son, al cabo, las grandes preguntas del cine. O (precisemos) del cine según Bergman.
¿Hasta qué punto la artisticidad de un asunto humano delicado, engorroso y severo (todo a la vez) podría convertirse en un exorcismo útil?, pongamos por caso.
Elisabet es llevada por una enfermera, la hermana Alma —designada para asistirla—, a una casa junto al mar. Allí vivirán juntas por algún tiempo, entretenidas en paseos y “conversaciones”, con la esperanza de que la actriz no sólo recobre el habla, sino que alcance la serenidad y el equilibrio que parece haber perdido.
Sin embargo, la estancia va haciéndose cada vez más compleja para ambas y Alma, que habla o necesita hablar constantemente, comprende que le ha tocado vivir sucesos terribles, donde lo confesional, la incertidumbre y el desdibujamiento de la identidad son circunstancias adherentes y peligrosas.
Comprender que el lenguaje y el habla son tan necesarios como innecesarios, tan grandiosos como ridículos, puede ser una experiencia aterradora.
Más allá del singular pene erecto que aparece en el prólogo de la película —que, por cierto, queda homenajeado, treinta y tantos años después, por David Fincher al final de Fight Club, su película de 1999—, hay un oscuro asunto de sexo que Bergman desarrolla y que tiene que ver con unos hechos que Alma le cuenta a Elisabet.
Tiempo atrás, Alma había participado en una suerte de intenso ménage à quatre en la playa, con una desconocida, Katarina, y dos adolescentes.
El relato de Alma es muy gráfico y podría excitar (¿sería ese el propósito?) a quien lo escuche. Ella y Katarina están tumbadas, desnudas, en la arena, y dos chicos las observan. Uno de ellos se acerca y, sin muchos preámbulos (porque percibe la excitación general que reina allí) tiene sexo primero con Katarina y después con Alma.
Cuando Alma alcanza el orgasmo, Katarina se masturba con violencia, se corre, grita y le pide al otro chico (se llama Peter) que se acerque. Lo ayuda a desvestirse y acaricia su pene con la boca hasta que el chico eyacula.
Entonces Katarina pone uno de sus pechos en la boca de Peter y el otro chico se excita mucho al verlos y regresa al cuerpo de Alma.
Por último, los cuatro se adentran en el mar y se despiden. Alma vuelve a su casa y, poco después de cenar con su marido, ambos tienen sexo. (Ella le dice a Elisabet que fue el mejor sexo que jamás tuvo). Pasan los días y descubre que está embarazada. Y aborta.
He pensado en los orígenes y propósitos de esa revelación, tan privada, que Alma le regala a Elisabet. Entre los lugares comunes más comunes está el hecho de juzgar al sexo una actividad extraordinariamente conectiva gracias a sus modos (infinitos) de emulsionar instintos.
El sexo como argamasa. El sexo insinuado como preludio de una cercanía. Y también como posibilidad, como invitación perifrástica y digresiva. Y como testificación de una “verdad real”. El sexo como trampa.
Con posterioridad al relato, Alma se va a la cama a dormir y Elisabet, fantasmática, se acerca a ella. Ambas se abrazan. Y se miran (o parece que se miran) en un espejo, como si supieran que una identidad única las enlaza y las une. O como si la verdad que gobierna en secreto la vida de Elisabet estuviera (o se resolviera, inexplorada e incierta) en la vida de Alma. O como si el misterio de la felicidad no lograda de Alma se hallara encerrado en algún punto de la existencia de Elisabet.
Esa secuencia quizás sea uno de los aciertos del cine de Bergman. El cuadro cinematográfico en tanto espejo: el espectador es lo observado por ambas mujeres, pues ambas están frente a uno, y uno no existe allí.
Persona es mucho más, desde luego. Muchísimo más, por ejemplo, que ese prólogo-ensayo donde aparece un adolescente, dormido (¿o resucitado?) en un espacio que es o un hospital o una morgue, y se pone sus espejuelos y retoma la lectura de un libro, sin salirse de su blanquísima cama, y de pronto siente, sobre sí, la gravitación de las imágenes superpuestas de los rostros de dos mujeres: Alma y Elisabet, precisamente.
¿Qué tipo de tejido se forma cuando, interrogándonos acerca de lo valioso (y lo que no lo es) de la configuración de nuestra identidad —esa que llamamos propia—, cuestiones como la idea de la maternidad, de la soledad, de la frustración, de la culpa y del deseo entran en contacto mientras dialogamos con otro que se nos parece?
El habla ocluida es una opción prestigiosa, pero transitoria. Cuando, rebelándose, Alma se enfrenta al insoportable silencio de Elisabet y la amenaza con arrojarle una cacerola donde hay agua hirviendo, la actriz grita: ¡No, quieta!
El miedo ha hablado.
Dentro de unos meses se cumplirán 60 años de la aparición de esta película. Que hacer silencio no signifique callar. Que la idea de que la identidad personal se resuelve en un otro, o en los otros, no sucumba a las necedades supernumerarias de la ideología (palabra infecciosa, signifique lo que signifique), ni a los desatinos de eso que se denomina supraconciencia.
Que el silencio nos acoja, también, como manera de repeler (con la debida dosis de desprecio) las abyecciones y los avasallamientos de la autocracia.
‘Persona’, de Ingmar Bergman

“Frente a Trump, León XIV será un papa contra el americanismo”, una conversación con Pasquale Annicchino
Por Gilles Gressani
«Si la Iglesia buscaba un escudo frente a Trump, el que ofrece hoy un papa estadounidense es una oportunidad única».