La angustia del cuerpo sin reclamo

A un punto del litoral de Lameberthkaar, donde la playa es, por suerte, más arena que roca, llegó el cuerpo de una mujer asiática. 

Traía una pulsera de cuentas de vidrio con un nombre ilegible, y aún vestía, desafiando el trajín de las mareas, una estrecha falda negra con cinturón de cuero calado, y una blusa de seda amarilla. 

La singular lasitud de sus miembros, más lo impoluto de su piel, no tenían relación alguna con el hecho de que su cuerpo hubiera permanecido largo tiempo en el agua.

Así dice el texto. Literatura. Ficción enclítica.

La imagen de la mujer encallada me toma por sorpresa cada vez que aparece, y me obliga a establecer una suerte de pacto con esa tristeza que, en mí, siempre le debe mucho al silencio, o quizás a esos sonidos que el silencio hace suyos en total complicidad con el paisaje. 

La mujer, casi bocabajo sobre los cuajarones de algas, tiene un aspecto afligido. Tanto como puedo tenerlo yo mismo cuando, a punto de anochecer, salgo a la acera y corto algunas flores del parterre antes de que la claridad se desvanezca.

El parterre no es propiedad de nadie, pero abarca todo el ancho de mi portal y el de la casa de al lado, donde vivía, hasta hace unos minutos, mi vecina de 86 años. 

La agarró uno de los actuales virus y duró nueve días exactos. Virus + infarto masivo. Tal es el cuadro habitual. Su cuerpo fue descubierto por la mujer que, dos veces por semana, limpiaba la casa. Esta mujer avisó a alguien que, a su vez, llamó a no sé quien y no sé quien dijo que había que esperar.

Ambas casas exhiben lo que se llama una simetría bilateral. La mía sólo se diferencia de la de mi vecina por una barbacoa que me sirve de estudio. Allí me encierro a escribir.

La cuestión de la visualidad estricta de ciertas imágenes casi inmóviles, como si desearan ser miradas una y otra vez, no hace más que inquietar a quien las ve o las imagina. 

En lo que a mí concierne, alcanzo a explicarme qué sucede cuando determino que la mujer ahogada (sola por completo, puesta allí con deliberación, bajo un sol filtrado, en la tranquila humedad de la playa) no está en verdad muerta, sino dormida. O sea, ella se encontraría en un estado suspensivo (sin respirar, por supuesto) del cual va a salir, de súbito, al cabo de varias horas. 

Sus pulmones no funcionan. Su corazón, tampoco. Y, sin embargo, algo va a intervenir de repente en esa quietud hasta romperla. Y veremos cómo abre los ojos, parpadea, mueve los labios y empieza a respirar.

Esto no le sucederá a mi vecina. La asiática ahogada es una mujer hecha, ya lo dije, de literatura. Mi vecina, no. El cuerpo de la asiática ha llegado a una playa mitológica; el de mi vecina permanece en su cama, tapado con una sábana que fue azul y ahora es gris. 

Después de varios días sin reclamo, cuando ya a la mujer ahogada se la llevarían a la morgue —imaginemos eso—, lo natural es que se despliegue, sin mucho ahínco, una breve investigación para precisar las circunstancias del accidente. 

Pero nada de eso ocurre. Aunque, si ocurriera, empezaría lo novelesco a manifestarse. Porque un cuerpo sin reclamo de ninguna especie puede ser sustraído, en partes o completo, con cualquier fin.

La angustia del cuerpo sin reclamo es una de las más extraordinarias que existen. El cuerpo sin reclamo no puede hacer nada, ni siquiera desde la hiperconciencia de sí mismo, inmóvil, a merced de las suposiciones más inverosímiles.

Se trata, precisamente, de eso: cuerpos sin reclamo. La hija de mi vecina vive en México. Ambas alcanzaron a verse, durante cinco días, hará cuatro años. 

Dos personas (el presidente del CDR y la mujer de la limpieza) revisan libretas, libreticas y papeles sueltos, pero no dan con su número de teléfono. Lo único importante allí para conseguir alguna información está en la mesita de noche: un celular de teclas cuya pantalla se enciende y se apaga al instante. Obviamente, roto.




Théodore Géricault hizo estudios y bocetos, para pintar La balsa de Medusa, usando partes humanas de cuerpos sin reclamo. Su estudio olía a carne podrida, aceites y disolventes. Algunos amigos suyos, estudiantes de medicina, le proporcionaban lo que iba necesitando. 

Salir de la casa cuando la noche se cierne y observar el parterre, era como un signo de mi ensimismamiento. Estar de pie ante los arbustos olorosos tal vez ansiaba ser un acto preliminar, algo parecido a la antesala de un descubrimiento. O sea: oler las flores, oler el aire cotidiano, ver la línea rosada del crepúsculo y advertir, de pronto, que algo está por ocurrir. 

Literatura. Aunque hay que reconocer que mi vecina era quien había sembrado los lirios del parterre. (Escribir eso sobre una muerta es también muy literario).

La verdad es que no me había percatado de la insólita consunción de la mujer asiática, que se movía exhibiendo ahora, de forma involuntaria, una colosal delgadez incrementada por quién sabe qué padecimientos. Sus recorridos por la casa (mi casa junto al mar, quiero decir), marcados por un cojear incesante, me hicieron pensar en que no me veía aún, o que no podía verme. 

¿Habría quedado ciega después de tan prolongada inmersión en las aguas, asediados sus ojos por el vitriolo de las medusas y la comezón de los crustáceos?

Y mi vecina, ahí. Bien difunta. En alguna zona de la ciudad hay una marcha en solidaridad con no sé qué.

Presentarse en mi casa de aquel modo insensato, despreocupado, rudo, incivil… Pienso en semejante hecho, en la no requerida aparición de la mujer —lo escribiré así, en un estilo ampuloso que no me favorece—, y es como si algo muy cotidiano irrumpiera en una vida dominada por pensamientos e interrogaciones sobre la vocación de intangibilidad que posee el mundo.

Y mi vecina, ahí. Esperando bajo la sábana descolorida.

Estás sumergido en un océano de dudas acerca del trabajo previo de un artista de fama antes de realizar una obra perdurable y viene alguien a decirte que hay que salir al mercado a comprar agua potable, porque la reserva de la casa ya se agotó y un huracán anda cerca de la Isla. 

Sin embargo, ¿qué tal si la mujer resucitada no fuera la intrusión perentoria de la materialidad? ¿Qué tal si su manifestación tuviera su origen en el desasosiego que devendría una suerte de solución unitiva del afuera con el adentro?

Ya ven ustedes cuántas murumacas hago para salirme de lo real. Y mi vecina, ahí. Todavía ahí. 

Andaba la asiática, con su flaquencia abstrusa, con la liberalidad presuntuosa que ofrece el hecho de saberse (o creer saberse) a solas. Y aunque varias veces resolví llamar su atención, nunca me decidí a hacerlo. 

Por otra parte, bien podía tratarse de otro asunto: ella estaría buscando algo, pero absteniéndose (por no querer o no poder hacerlo) de registrar en los armarios o los anaqueles.

Mi vecina, cocinera hábil, confeccionaba helado de mango y me ofrecía un tazón lleno cuando ya estaba bien congelado. He ahí un recuerdo bonito, de tiempos pasados que ya no volverán.

La delgadez de la mujer asiática no es que pasara de ser una mera característica y, aun así, llegaba, en ciertos momentos, a representar algo mucho más destacable durante sus incesantes merodeos. Parecía no cansarse. 

Cuando la brisa, demasiado cálida y húmeda para la época en que nos encontrábamos, invadió la casa y el calor se hizo molesto, se detuvo sudorosa (ver su sudor me tranquilizó un poco) frente al gran espejo que dominaba la sala. Y, sin la menor vacilación, se quitó la ropa. 

Fue así que pude apreciar bien dos cicatrices grapadas con metal: una encima del hombro derecho y otra, más grande, que bajaba desde la cintura hasta la mitad del muslo izquierdo.

Acaba de llegar el carro que se llevará el cuerpo. Demoró siete horas. 

La sábana que cubre el colchón se ha manchado, en algunas zonas, de un líquido apestoso. Mientras destapa el cadáver de mi vecina, la mujer de la limpieza dice: Ojalá no le hagan autopsia

La gran incógnita es si el cuerpo podría/debería (o no) ser congelado. Porque el teléfono de la hija de mi vecina no aparece y porque, ¡compañeros!, no hay tanta electricidad como para congelar a nadie.  

Mi esperanza radicaba en esa repentina posibilidad de la compañía que la mujer asiática podía brindarme, a la que yo correspondería con alguna porción de mi sabiduría, ese puñado de pensamientos y certezas cuya masa crítica (lo único que cabría considerarse importante en el conjunto de mis bienes) no había hecho más que transformarme, al cabo de tantísimos años, en un solitario entristecido.

El cuerpo de mi vecina sale por el portal, en dirección al carro, sobre una parihuela de lona y tubos de aluminio.