Anoche soñé contigo.
Apenas recuerdo lo que ocurría,
sólo sé que nos trasformábamos
continuamente el uno en el otro.
Carta a Milena, 20 de septiembre 1920.
Franz Kafka.
1
En el verano de 1988, poco antes de ser sorprendido en el vestíbulo de un cine con una jovencita insolente cuyo cuerpo me gustaba más que el de mi esposa, el Consejo Militar encargado de enviar cartas de prerreclutamiento para las Guerras Africanas introdujo bajo la puerta de mi casa un papel doblado, donde leí que debía presentarme en cierto lugar con motivo de un examen médico.
Mi esposa veía el futuro y me vislumbró degradado (yo era oficial de la Gran Reserva), reprendido por un capitán de infantería, y criticado duramente por una mujer insólita y triste. Sin embargo, espantada, también me vio en manos de tres torturadores musulmanes, herido en una zanja próxima a una frontera inhóspita, amputado en un hospital de campaña, y devuelto a mi tierra en un avión que apestaba a sangre y carne corrupta.
—¿Hay algo verdaderamente real en eso que has visto? —le pregunté después de escucharla tranquilo.
—No estoy segura —contestó llorosa.
—¿No estás segura?
—Te veo acusado… y también te veo sin la mano derecha, que es la que usas para escribir, y con algo raro en un ojo, como si te lo hubiesen arrancado.
Aunque se constituían en formas posibles de la muerte, yo atribuía esas ficciones al derrame romántico de sus delirios.
—Qué desastre —exclamé.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó. La ansiedad era su fuerte.
—Decir que no, por supuesto —respondí y me acosté en busca del sueño que me hacía falta, antes de sosegar mi cabeza y cumplir mi cometido.
2
La jovencita insolente se llamaba Aglaia (por alguna novela de Dostoievski que su madre admiraba) y era secretaria.
Trabajábamos en la Academia de Literatura. Usaba el cabello muy corto, parecía bastante sentimental y elegía siempre el costado humano de la vida.
Estábamos a punto de entrar en el cine y en eso se acercó a nosotros un conocido de la familia de mi esposa, un hombre cabizbajo y de mirada sagaz, que enseguida captó la situación en que nos hallábamos.
Casi me desmayo del susto y de la angustia. De hecho, creo que me desmayé un poco. Pero me repuse con rapidez.
Dentro del cine, entre caricias, Aglaia no dejaba de hacerme preguntas sobre la citación, que ya conocía:
—¿Tienes que presentarte? ¿Pasa algo grave si no vas?
Estaba convencida de que yo podía optar por olvidarme del asunto.
—Estoy obligado a ir. Si no voy, empezarán a perseguirme y prefiero salir de eso ya.
3
El Consejo Militar me entrevistó tras un simple reconocimiento médico que no duró ni diez minutos. Hablaba un capitán delgadísimo y fumador. En aquella época se fumaba impunemente.
—Como usted pertenece a la Gran Reserva, lo hemos citado para ofrecerle la oportunidad de cumplir una misión.
Miré al capitán y vi que tenía delante mi expediente.
—El problema es que yo no soy militar. Tengo grados, pero ya sabe usted…
—Usted es teniente de la Gran Reserva.
—Sí, pero cualquier soldado de filas sabe más que yo. Por entrenamiento y hasta por estudios —expliqué.
Me observó compasivo, o eso pensé. Achicó los ojos:
—Lo inscribiremos en una unidad donde usted podría desarrollar un trabajo ligero, parecido al que hace ahora.
Solté una risa muda, discreta, pero el capitán, enfurecido, me advirtió que no había nada cómico allí. Discutimos. Un forcejeo desagradable.[1]
—Usted no acepta —resumió.
—No, no puedo aceptar.
—¿Sabe que se expone a que lo degrademos?
—Sí, lo sé.
—Venga mañana y presente por escrito sus argumentos —dijo.
Y se marchó sin más.
4
—Ahora vienen las represalias —dijo mi esposa.
—No habrá represalias, ya verás —la tranquilicé. Aglaia me esperaba en su casa, tenía ganas de meterme en su cama.
—¿Adónde vas? —indagó.
—Tengo que salir —contesté sin mirarla.
Cuando llegué a casa de Aglaia, vi que su madre leía una revista en la sala.
—¿No estaba previsto que ella regresara por la noche?
—Lo siento, se adelantó… ¿Qué le voy a hacer…?
—Dile que he venido a repasarte y que vas a estudiar conmigo en tu cuarto.
—¿Estás loco? ¿Crees que ella es estúpida? Y cállate, por favor… puede oírte…
—Dile eso y ya.
Y se lo dijo. Nos metimos en el cuarto y cerramos por dentro.
5
La Academia había recibido, a mi nombre, una invitación para asistir a un congreso en la Universidad de Burdeos III, donde iban a conmemorarse los doscientos años de la Revolución Francesa.
Mi discurso se centraría en la célebre novela El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. No es que fuera la mejor de las suyas, pero la Revolución Francesa desbordaba sus páginas.
—Vamos hablar de su viaje a Francia —me dijo la Directora al verme.
—¿Ocurre algo? —pregunté. Faltaban unos cuantos meses.
—Tengo aquí, desde ayer, un informe sobre usted —asintió apenada. Me di cuenta de que su pena era real.
—¿Un informe? —dije y temí lo peor.
—Un informe del Gabinete del Ejército.
—Ya entiendo… ¿Tiene que ver con mi negativa a participar en las Guerras Africanas? ¿Es eso?
—Eso mismo. Espero que comprenda.
—Comprendo… ya no iré a Burdeos. Pero tampoco a África. ¿A quién se le ocurre pedirme que vaya a África?
—Lea al Che —me recomendó, altiva, y con algo de emoción en la voz.
6
Aglaia y yo, en el epílogo del encuentro. Voracidad, lengua doblada intentando envolver mi pene, ingestión monstruosa. Aglaia en el glande, detenida con ahínco. Tragar lentamente hasta la raíz. Absorber, salir de su boca y regresar a ella, volver, regresar. Consentir la efusión. Soportarla. Admitirla al fin.
7
Excepto cuando me expulsaron de la beca a los quince años, no recuerdo que el abatimiento me hubiera vapuleado de forma tan incómoda. Desde entonces, entre la depresión y la ira, escojo la ira.
En una anticipación confortable y hasta lujosa, a mi mente viene hoy una película de Craig Brewer titulada Black Snake Moan.
Una mujer se acerca a un tipo, contoneándose. El tipo bebe una cerveza. Ha tenido un mal día con su ex esposa, que lo abandona por otro hombre.
La mujer del contoneo se tira encima del tipo y lo besa cerca de la boca y le suelta: You should know ain’t no better cure for the blues than some good pussy.[2]
Sensualidad sureña, del blues. Una frase así sólo se oye en algún bar de las pobladas riberas del Mississippi.
8
La Directora me observó unos segundos antes de hablar. Estábamos otra vez en su despacho:
—En lugar de Francia, su destino será Tartu, Estonia. Un entrenamiento.
—¿La Escuela de Tartu? —exclamé vibrante.
—Íbamos a enviarlo a Praga, pero tampoco será posible. Su actitud no es convincente, usted no colabora…
—No colaboro… ¿qué quiere decir eso?
—Su rebeldía, su obstinación —contestó la Directora.
Me encogí de hombros. Pensé en aquel sabio señor que yo había saludado dos años antes en un hotel de El Vedado, durante un encuentro de teóricos literarios. Se llamaba Yuri Lotman. Era el hombre de Tartu.
—Estonia —fingí desaliento, escondí mi felicidad.
La Directora alisó su falda. Descubrí, asombrado, que se pintaba las uñas.
A la mañana siguiente me fui a ver al épico capitán que me había amenazado con la degradación y le entregué dos hojas de papel manuscritas. Argumentos sobre la guerra, sobre mí mismo. Pensamientos que iban a parecerle puros desvaríos.
9
Pasaron dos meses. Aglaia me gustaba cada vez más. Mi esposa tenía trepidantes crisis de ira.
Un día, hastiado de aquellos ataques donde los adornos y los frascos de perfume se rompían sin remedio, salí de casa y me refugié en la biblioteca de la Academia.
Busqué en el catálogo a Yuri Lotman y hallé varios libros. Iba a pedirlos cuando la Directora me abordó.
—No pensé encontrarlo hoy aquí.
—Ya ve usted.
Reparó en la gaveta del fichero, abierta por la letra L. La palabra LOTMAN se destacaba muy bien. Sin embargo, por aquellos días yo andaba releyendo El proceso, de Kafka.
—Venga, quiero decirle algo.
La oficina de la Directora me pareció más iluminada que la vez anterior.
—Usted dirá —murmuré.
—Ya no será Estonia su destino. El señor Lotman nos ha contestado y dice que anda por Bruselas en un seminario.
Me miró triunfal, alzando las cejas.
—¿Y entonces?
—Posición anterior. Praga es el sitio, definitivamente. Pero iremos los dos. Primero usted y luego yo. Su entrenamiento es importante. Yo impartiré un curso.
Era una bruja, quería torturarme. Pero yo le agradecía que se ocupara de diferenciarnos. La convivencia habría sido impracticable.
Días después, hice averiguaciones discretas y supe que nos alojarían, incluso, en barrios distintos. Ella estaría en Petrovice y yo en Žižkov.
10
Aglaia: joven sencilla y franca. Los orígenes de mi asunto con ella podían resumirse en una fórmula: seducción/picnic/sexo. No me inquietaba que fuera un poco plebeya, porque tenía un gran corazón. No sabía ni jota de literatura, pero conocía la naturaleza del cariño y tenía un pussy suculento y corrompido por el deseo en libertad. Un pussy seguramente mucho mejor que el de las mujercitas que empezaban a trabajar cerca de mí, investigando (tan anodinas y triviales) el teatro colonial o la poesía modernista, y empinando el cuello con petulancia repulsiva mientras se paseaban por los corredores de la biblioteca, como si fueran grandes académicas.
11
Volé a Praga en invierno, con una maleta prestada y un portafolios. Kafka estaba allí. Sumergido en la oscuridad, pero radiante. Había terminado mis asuntos con mi esposa y formalizado la relación con Aglaia.
El avión hizo una escala de dos horas en Barcelona y aproveché el tiempo para pasear por las tiendas del capitalismo. Oigan cómo suena: las tiendas del capitalismo.
Era mi primera vez allende el océano. En una licorera del aeropuerto, unas chicas hermosas y gentiles me dieron a probar varios vinos. Catalanas de tetas hermosísimas. Cuando tomé el vuelo de conexión, ya me sentía mareado, aunque el nerviosismo no le daba paso a la ebriedad.
En Praga estaban esperándome dos investigadoras jóvenes del instituto donde haría mi entrenamiento. Hubo intercambios de frases en inglés y checo, bromas, chocolates.
Me registré en un hostal de estudiantes. Mi habitación era minúscula. Sin embargo, disponía de una pequeña mesa de trabajo, un televisor, una tetera y una hornilla eléctrica. Las investigadoras dejaron en la mesa un sobre con dinero.
—Descanse. Mañana a las nueve vendremos por usted —me dijo una de ellas.
12
Todo estaba previsto para mí y no me resultó difícil orientarme. Y en una semana ya estaba habituado no sólo a la temperatura, sino también al horario de los tranvías y los autobuses.
Tenía tiempo libre. Me había hecho amigo de dos investigadores tan jóvenes como yo: un alemán coleccionista de barajas pornográficas y un húngaro poeta. El inglés me resultaba muy útil.
Una tarde de domingo, en la catedral de San Vito, mientras buscaba el ala donde debían de hallarse los vitrales de Alfons Mucha, coincidí de repente con la Directora.
A diez metros de mí, conversaba con un ujier que estaba indicándole algo. Me acerqué y esbocé un saludo cortés.
—¿Qué tal? Me han dicho que usted está adaptándose muy bien —comentó.
Hacía nueve días que caminaba por la ciudad y apenas pensaba en la posibilidad de encontrarme con ella.
—¿Cuándo llegó? —le pregunté a la bruja.
—Antier por la noche. Todavía tengo sueño.
—Trate de dormir —dije.
El detalle de su cansancio ponía una gota de intimidad en el diálogo.
—Qué va, uno no viene a estos lugares a dormir —aseguró inesperadamente—. Por cierto, ¿ya visitó el cementerio judío, donde enterraron al tal Kafka?
—Usted no cambia —afirmé—. A propósito, ¿quiere ir ahora a ver al tal Kafka?
Mi salida le dio gracia y movió la cabeza satisfecha. Usaba un vestido conciliador y, ¿cómo decir?, melodioso.
—No tenga tan mala opinión de mí.
—Salgamos —propuse con determinación, sin pensar en su ruego—. Sé cuál es el tranvía que nos lleva hasta allí.
13
—Un hombre universal —comenté, previsible, mientras contemplaba el monolito que marcaba la tumba. Me había emocionado.
—No digo que Kafka sea un mal escritor, sino que es un pesimista —dijo la Directora.
—No es pesimismo, sino la broma desmesurada del sentido común —indiqué.
—Su literatura es bastante irracional, y la verdad es que se necesitan obras que levanten la conciencia.
—¿Cuáles obras? ¿Las de la ideología Juche? ¿Las del Realismo Socialista? ¿O las del Nacionalismo Popular? —le pregunté sin poder contenerme.
—Obras críticas, ¡pero que se adapten a nuestras concepciones! —subrayó ella, escandalizada.
—¿Nuestras? Las suyas, supongo —aclaré contrariado.
Me observó con lástima difícil.
—Vamos, trate de desprenderse de esa amargura. Usted es joven.
Empezaba a hacer frío. Escondí las manos en el sobretodo. Allí estaba, invencible, mi edición de El proceso.
Busqué el rostro de la Directora.
—Usted me desprecia, ¿verdad? —me preguntó.
Le vi los ojos. Los tenía medio enrojecidos. Tuve ganas de explicarle por qué Kafka no tenía nada que ver con la amargura. Pero a los pocos segundos añadió:
—Lea al Che.
Aquello era demasiado. Con un gesto tracé una despedida en el aire y le di la espalda. Por suerte no me siguió.
Salí del cementerio y me fui a beber una cerveza con mis amigos. Se me hizo muy tarde.
Cuando salí del bar, pasaba de la medianoche. Afuera había una breve fila de rameras (unas cinco jovencitas de aspecto educado, pero con ojos muy vivos) e instintivamente metí una mano en el bolsillo. Junto a Kafka me quedaban, para esa noche, unos billetes.
Y me fui a mi hostal con la más flaca y rara de las cinco, porque además era trigueña y gitana y hablaba inglés. Cargaba con una mochila de plástico transparente donde creí ver un osito de peluche y algunos libros.
La madrugada se expandía voluptuosa y balsámica.
—¿Tú crees en los vampiros? —me preguntó medio tímida mientras yo, morboso, olía sus bragas. En su sexo crecía un sabor sorprendente, como a violetas con alquitrán. Había tenido un orgasmo con espuma.
—No, no creo en los vampiros —sonreí.
—Pues yo sí —susurró con gracia y abrió la boca.
Me dio un mordisco paralizador en la ingle derecha, creo que buscando la femoral. Se creía muy gótica.
—Ahora verás, loca —dije en español y la volteé para inmovilizarla.
—¡No te atrevas! —exclamó debatiéndose. Pero ya era tarde.
Mi pene, triunfante, entró por la angosta vía.
14
Esperaba a mis amigos a unos pasos de la catedral de San Vito, en una exigua plaza llena de mesas con flores. Para acabar de despertarme y eliminar el sopor (cervezas, falta de sueño y sexo prolongado), bebí un café doble, muy negro, al que la camarera, maternal, se empeñó en añadir unas gotas de Cointreau.
Me acordaba de la pequeña vampira sodomizada. Su malestar, un tanto libresco (hoy lo llamaría cinematográfico)[3], había desaparecido al ver mi edición de El proceso. Para ella, Kafka era un escritor muy divertido.
A esa hora ya había grupos de paseantes atraídos por el olor del café. Iba a pedir una segunda taza y sentí un frenazo. Vi una furgoneta blanca.
Las palomas de San Vito, bellas y asustadas, alzaron el vuelo unánimemente, en una bandada grisácea. Hubo tres explosiones, separadas por cinco segundos de silencio.
Cuando pude escuchar algo, percibí gritos por todas partes. Nubes de polvo iban y venían. Vi manchas de sangre. Y un reguero de palomas aturdidas o muertas.
A dos pasos de mí, agarrada a su bolso y sentada encima de los adoquines, una muchacha intentaba respirar sin mucho éxito. Tenía una herida en una pierna. Me levanté, me acerqué, la miré y le dije: ¡Oye, oye!
Antes de que se desvaneciera, medio asfixiada por el humo, gimiendo a causa del miedo, la sostuve por la cintura y la levanté. La apreté contra mí e hice que respirara. La herida no era profunda. La cargué y alguien me condujo a una de las ambulancias que ya habían estacionado cerca de allí.
Entonces vi a la Directora.
Estaba a unos diez metros y me observaba como sumergida en un tormento impreciso.
Su mirada era la más extraña que había visto en mi vida. Pensé en Aglaia, en la tranquilidad de su pecho cálido y seguro.
15
¿La Directora había seguido mis pasos para ayudarme en todo aquello? A primera vista, sí. Pero creer en eso equivalía a creer en una historia mal contada.
Los médicos se referían, supe después, a actos de terrorismo. Por aquellos días mucha gente evocaba los sucesos de la Primavera de Praga, ocurridos veinte años atrás. Y se hablaba de las víctimas. Pero yo apenas tenía noción de lo que había sido la Primavera de Praga.
No demoré en enterarme de que la muchacha se llamaba Felice. Entre adusto y airoso, uno de los médicos me dio las gracias y me hizo saber que su padre estaba en camino. Habían dado con su teléfono y el hombre se presentaría en el hospital de un momento a otro. Poco le faltó para decirme: Hiciste lo correcto, puedes irte ahora, no te entrometas.
La presencia de la Directora sí me parecía un exceso. Tal vez se debía a aquellas tinieblas pertinaces que asaltaban su mente.
—Por cierto, ¿usted qué hace aquí? —le pregunté al fin. Porque, como casi todas las brujas, poseía el don de la ubicuidad.
Me clavó la vista unos segundos. Se veía cansada.
—Vine por mi hija, he estado siguiéndola.
Me hacía falta un vaso de vodka. O beber directamente de la caneca de mi amigo el poeta húngaro.
—¿Su hija?
—Mi hija.
—¿Puede repetirme eso, por favor?
—Ella —señaló hacia la cama donde yacía Felice— es mi hija. Voy a explicarle rápido, no tengo tiempo. Este viaje se me facilitó por casualidad, sólo tuve que preparar algunas cosas y fingir que era imprescindible vigilarlo a usted. En 1968 yo estaba aquí, becada, y conocí a un estudiante de último año de arquitectura. Quedé embarazada. Cuando ya no se pudo ocultar nada, el asunto se arregló para que yo tuviera a la niña. Pero se la entregaron a él, a su familia… No me dejaron llevármela a Cuba.
La Directora me miró sin pestañear y alzó los hombros lentamente.
—Espere, déjeme ver si entiendo… —dije.
Puro balbuceo, pura incredulidad. Ella, intranquila, movió la cabeza:
—Tengo que irme, no quiero encontrarme con ese hombre.
—Espere —repetí.
—Escúcheme de una vez: no hay nada que entender. Nada. A mí me hicieron promesas —se palpó el pecho con violencia y bajó la voz—. Me dijeron que iban a flexibilizar ciertas cuestiones, pero que todo era muy embrollado. Para colmo, el padre de él se había convertido en un disidente, la familia entera estaba bajo sospecha… ¿y yo?, ¡al margen de todo! La solución fue esa: mandarme de regreso a Cuba sin mi hija y ver qué opciones habría para mí. De vez en vez, mi caso se actualizaba allá, en las reuniones del Partido. Pero el tiempo pasó, me casé, viajé, me divorcié, hice mi doctorado y, aunque me dolía, fui dejando todo atrás.
Mi mirada rebotaba en la de la Directora, en busca de indicios físicos de alguna metamorfosis. Era, sin embargo, la misma mujer altiva, adornada ahora por una expresión desesperada y por el súbito tuteo:
—No digas nada —añadió levantándose—. No tienes idea de lo que ocurre cuando el dolor empieza a disminuir, o cuando nadie puede ni quiere ayudarte.
Hizo una pausa, le dio un beso en la frente a la muchacha dormida y se marchó sin mirarme. Me quedé allí un poco más, aguardando y pensando.
16
Recibí, a los pocos días, una carta de Aglaia. Manifestaba su cariño con una sensual dosis de puerilidad y me contaba cosas de la Academia.
Por mediación de la Directora, los eruditos de la institución donde impartía su curso me habían invitado a una ceremonia que más bien era agasajo frugal, pero con algunos vinos.
Coincidimos allí sin mencionar el asunto de su hija, como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, las noticias sobre las bombas y la conmemoración de la Primavera de Praga seguían dando vueltas en un cotilleo expectante.
Felice estaba allí. El hecho no me sorprendió. Se expresaba bastante bien en español y, entre los tres, hablamos brevemente de algunos temas de trabajo.
Estaba en cuarto año de la carrera de arquitectura. Seguía los pasos de su padre. Era cortés, muy blanca, de dientes pequeños, bastante delgada y usaba el cabello atado, en forma de trenza, por una cinta malva.
La situación, aunque anómala, se mantenía en los límites de lo aceptable. Todo estaba bañado por la claridad de lo real.
—Gracias por ayudarme —me dijo en voz muy baja al despedirse.
—De nada, hay situaciones providenciales —le expliqué.
Ahora que lo pienso, se parecía mucho a Emily Browning.
17
Volví a encontrarme con la muchacha vampírica (se llamaba Martina) en el bar donde ya me conocían. Me invitó al cine.
—¿Te gusta Klaus Kinski? —me preguntó.
—Claro —dije—. El de Nosferatu.
—¿Ya la viste?
—La vi, pero puedo repetirla —aseguré.
—Entonces vamos, es cerca de aquí.
—No vuelvas a morderme, te lo advierto.
—Y tú no me violes por el culo otra vez, mi culo es mío y hay que pedírmelo.
Aun así, durante la película Martina insistía en jugar con mi pene, y cuando regresamos al hostal ya mi mente rebosaba de ideas.
Pero Felice estaba ahí, imprevista, esperándome en la recepción. Quería hablarme.
—Me voy de vacaciones a casa de mi novio, en Suecia. Anote mi dirección y entréguele estos libros a mi madre, por favor.
Estuve a punto de hacerle dos o tres preguntas, pero me contuve. Historias como la de ella se llevaban mal con la curiosidad de los extraños.
—No se preocupe, yo me encargo.
Regresé al bar donde Martina me aguardaba. La vi a lo lejos, besando a un tipo que parecía norteafricano.
18
Volvimos a la tumba de Kafka.
Al acariciar la cima piramidal del monolito, restos de polen y pequeñas hojas se adhirieron a la palma de mi mano. Me limpié con una servilleta y la guardé.
—No quería dejar de venir aquí una última vez —le expliqué a la Directora.
—Haces bien, las convicciones están ahí para que uno las siga.
Pensé en dos orugas a las que el frío impide transformarse.
—¿Por fin se despidió de su hija?
—No, más bien de su padre. Ha cambiado muchísimo, ¡es hasta amable!
—Muy amable, cierto… ¿Se fija en cómo pasa el tiempo? Ya casi nos vamos de este país —murmuré.
—Mañana ya… y no he visto ni la mitad de Praga.
—Si quiere caminamos un poco —propuse.
19
Compré unos regalos baratos (chocolates, velas decoradas y un monedero de piel para Aglaia) y me senté con la Directora, en el bar que yo había hecho mío casi desde mi llegada a la ciudad. Bebimos con oportuna moderación unos tragos locales.
—Según entiendo, alguien te espera allá, ¿no? —dijo.
Observé sus ojos. Aquel era un comentario que se hallaba lejos de ser insignificante.
—Sí, Aglaia. Usted la conoce.
—Sé quién es, parece buena muchacha.
—Es buena. Nada que ver con las investigaciones literarias, pero en fin, qué importa eso.
—En unos meses cumplo cuarenta y cinco años, tú andarás por los veintidós o veintitrés, ¿no?
—Pronto veintiséis —sonreí—. Estamos poniéndonos viejos.
—Mañana al mediodía hay que estar en el aeropuerto —puntualizó.
Salimos del bar y agarramos un tranvía. La Directora iba a acompañarme.
—Estos zapatos no son los adecuados —se quejó al bajar, pisando con cuidado los adoquines húmedos.
—Sujétese —le ofrecí mi brazo.
—Tienes razón, estamos envejeciendo.
—No diga eso.
Saludamos a las jovencitas de la recepción del hostal. El ambiente olía a café. Subimos las escaleras.
—No es un mal sitio —evaluó.
—Ahora verá qué habitación tengo, parece una caja de zapatos.
Entramos y cerré.
—Pero tienes televisor y hasta una hornilla. Oye —resopló—, voy a sentarme un poco, ¿no te importa?
—Siéntese, la tarde ha sido larga.
Abrí una ventana y me quedé de pie, sin saber qué otra cosa hacer.
—¿Tienes té?
—No, pero abajo en la recepción siempre hay café. Si usted quiere, busco dos tazas.
—Deja, no te molestes —negó bajando la voz, invadida por una tristeza desproporcionada, repentina, que no venía al caso.
—No es molestia, bajaré ahora mismo.
No podía darle la espalda a la certidumbre de que algo estaba por suceder, y eso me inquietaba. ¿Querría decirme algo sobre Felice? ¿O sobre ella misma?
Felice y Kafka. Unas cartas. Qué irónico todo.
Tenía preguntas que hacerle, pero me contuve.
La progresiva debilitación de la esperanza.
—Escúchame, voy a hacerte una petición complicada —me advirtió la Directora.
—Usted dirá.
—¿Tendrías sexo conmigo ahora?
Había oído muy bien e intenté ordenar mi cabeza. No valía la pena exclamar “¿cómo?”, expresar asombro y hacerme el tonto. El silencio se infiltró en la Directora y su cara se aflojó y se volvió inexpresiva.
—Sexo —pronuncié.
—Anjá, sexo —indicó con sencillez y sin precipitación, como si despertara suavemente.
Palpó las sábanas revueltas.
—¿De pronto a usted le gustaría tener sexo conmigo?
No era una mujer fea, su cuerpo mostraba formas agradables. Pero yo sabía que eso era lo de menos.
—No, no es de pronto ni contigo en específico. Me gustaría tener sexo y ya.
—Comprendo —mentí.
—Hace años que no me acuesto con un hombre. ¿Podrías, por favor? Puedo rogarte, si lo prefieres. Eso me pondría en una situación de humildad absoluta, pero estoy dispuesta a suplicar —murmuró sin alzar los ojos.
Aquellas palabras me forzaron a sumergirme en una atmósfera desconocida.
Se levantó y dio los dos o tres pasos que la separaban de mí.
—¿Puedes desvestirme?
Como yo permanecía inmóvil, mirándola, ella regresó a su asiento y enrolló la falda con cuidado hasta levantarla por completo. Después juntó los muslos y se quitó el blúmer. No había un átomo de impudor en aquel acto.
20
Hay cosas que pasan porque tienen que pasar y ya. Y hay hechos que, sin mostrarse claros, están ahí no para que los entiendas de inmediato, sino para que maticen, del modo que sea, un sentimiento, una mirada o un paisaje. Y eso te ayuda a vivir, aunque al inicio no lo sepas.
Durante el vuelo casi no hablamos. Teníamos asientos separados.
Me acordaba recurrentemente, ignoro por qué, de las palomas de San Vito.
Cuando llegamos a La Habana era sábado y atardecía. A la Directora la esperaban dos hieráticas investigadoras de la Academia. Me saludaron con sequedad.
Salí al exterior y me enfrenté al sol que caía. Aglaia estaba allí, observándome feliz. Nos besamos con franqueza y desaparecimos entre la gente.
—Hasta el lunes —oí que me decía la Directora, antes de meterme en el interior de mi taxi.
Me volví, avancé hacia ella y estreché su mano. Su rostro parecía sereno, o neutro.
—Hasta el lunes —dije.
Notas:
[1] Me acuerdo de una escena de Bram Stoker’s Dracula, de F. F. Coppola, donde el vampiro blande de súbito una vieja y enorme espada y le grita a un Jonathan Harker que no se ha tomado en serio el predicamento guerrero de su anfitrión: This is not a laughing matter!
[2] Traducción cubana: Tienes que saber que no hay mejor cura para la tristeza que un buen bollo.
[3] Don’t fuck my ass, don’t fuck my ass!, gritaba. Pero igual se la metí.
Las academias de música en Cuba
Capítulo del libro ‘Historia de la música popular cubana. De las danzas habaneras a la salsa (1829-1976)’, de Antonio Gómez Sotolongo (Hypermedia, 2024).