La noche en que recibí la invitación a preparar un texto (este) sobre el dilema de pensar y escribir en la Isla desde la perspectiva de si hay o no, ahora mismo, algo semejante a un Apocalipsis, yo estaba adormilado oyendo un viejo disco de Aerosmith: MTV Unplugged.
De pronto, sonó mi alarma de las 11:00 p.m., donde Bono canta: I am the Walrus, de The Beatles.
Siempre he pensado que es una pieza rara en todo sentido y que mi alarma, como dice mi esposa, no se parece a ninguna. Supongo que tiene razón.
Al identificarme con una morsa, y no precisamente porque sea yo un escritor de manada o enjambre (las morsas son mamíferos tribales adictos a los grandes números), deduzco que sí hay un rebaño por el que no dejo de sentir apego (no tengo ni que mencionarlo): el de los libros.
Pero entiéndase: tan sólo ese.
Porque, salvo algunas excepciones, la naturaleza social de un escritor casi nunca tiene que ver con la índole social o personal de su obra, para no añadir que casi ninguno deviene ese interlocutor con quien valdría la pena hablar de literatura sin convenciones ni poses.
La dimensión práctica de lo anterior podría metamorfosearse en un dispositivo para contrarrestar la vecindad del abismo, o para precipitarnos en él dentro de una nube de anestésicos útiles. Pero ya sabemos que no ocurre así en la vida real.
La “cosa” está tan mala, que hablar de literatura y libros es un lujo poco decente frente a tanta miseria. Al mismo tiempo, es una necesidad como de oasis (donde falta el agua, claro, y el desierto amenaza).
Hay que estar preparado. Hay que estar listo. Y yo estoy listo, o eso me digo. Me lo repito.
Estoy listo. Estoy listo para la sequía del espíritu y para la carencia de agua (tuberías averiadas + escasez de combustible) y para la oscuridad total, donde ni las baterías de los teléfonos puedan ser cargadas.
A uno a veces le falta lastre. Eso se llama ingravidez. O ausencia progresiva de materialidad. Y entonces uno se pega al techo, flotando.
Estoy listo para la negrura y listo para la esplendorosa luz de ese futuro ante el cual debemos los cubanos usar gafas de sol, dado que su brillantez es extraordinaria. (Espero que ustedes entiendan que estoy siendo sarcástico).
Vivimos, en ocasiones, bajo el asedio de esa forma del ridículo extremado, notoriamente impúdico, que es escuchar que vamos para mejor. Aceptado eso, lo que viene a continuación es un experimento de chifladura psicosocial (demencia transitoria) de los más absurdos y crueles: la felicidad es perfectamente creable.
Como cuando no hay agua y vienen un químico y una química (ambos vestidos con trajecitos de batalla, ambos sonrientes, ambos pasaditos de peso) y te dicen que el H2O aparece por condensación/precipitación. Porque, compañeros, hay que tener fe en las iniciativas.
Pero yo soy la morsa y, de paso, el hombre-huevo, the Eggman, y viajo montado encima de un cornflake con los textos de Edgar Allan Poe en mi Ipad. Eso cantan John Lennon y Bono. Me consuela saber que el absurdo es una hamaca colgada entre dos palos a punto de romperse.
Condensación y aparición del agua son los fenómenos que uno detecta en millones de bolsas plásticas de basura doméstica (sin contar cascajos de albañilería, restos de derrumbes, o maderos podridos que alguna vez fueron vigas de apuntalamiento) que dibujan una curiosa letra L.
El nylon blanquecino de esas bolsas se llena de agua infectada. La letra L podría referirse a tantas cosas. Una esquina en L (la que trazan los basureros de La Habana, precisamente). La L de lengua. La L de locos. La L de labios. La L de lamentación. La L de “lárguense”.
Para vivir y pensar en Cuba hay que detenerse en esos escenarios, y saber que hay gente que se alimenta de desperdicios entresacados de esas bolsas.
No puedes irte al bosque alpino de Heidegger, donde el filósofo intentaba descubrir cómo la morada del Ser se edifica con las palabras, mientras pensaba, erotizándose, en los muslitos blanquísimos y delgados de su mejor estudiante, Hannah Arendt, con quien intercambió muchas cartas de amor restrictivo.
Porque, ya lo habíamos sabido, el Mal también es el resultado de una reflexión (el Mal aparece y de inmediato se transforma en el sedimento de las meditaciones a que se somete) y, si hay libertad para pensar (o sea, si esa libertad resiste ante intentos de invasión y secuestro), es porque ella pervive en el “silencio” inviolable y blindado de la conciencia.
En un mundo de obediencias ciegas, de fanatismo, de persistencia en el error y de una invulnerable ambición de predominio, el Mal subsiste, perdura y se enquista como algo normal.
Muy a inicios del siglo XIX Alexandr von Humboldt hizo dos visitas a la Isla. Años después, en 1826, publicó aquel célebre Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Creo que fue allí donde dejó dicho que La Habana era una ciudad maloliente y sucia. Aún lo es, aunque ostente el cuño de Ciudad Maravilla.
(Entre paréntesis: todavía hay un modo de distinguir lo maravillosa que es La Habana.)
La cuestión apocalíptica tiene dos versiones históricas que no es sensato separar: la de las revelaciones, que poseen raíz novo-testamentaria, y la del Caos y la Noche.
Alguna vez el de John Milton se definió como el mundo del Caos y la Noche, en especial tras el riguroso trabajo de dar forma y sentido a un Lucifer (en Paradise Lost) cuyas impregnaciones posteriores han sido y son constantes.
De modo que, cuando decimos, popularmente, que algo es apocalíptico, estamos aludiendo a la ruina, al desconcierto, a la lobreguez y, en segundo plano, a la testificación y el descubrimiento de verdades.
San Juan escribe el Apocalipsis en una cueva de la isla de Patmos.
Suponer que en Cuba hay un Apocalipsis equivale, sobre todo, a indicar que hubo/hay catástrofes y hundimientos. No aludiré a un naufragio porque en un naufragio hay náufragos, gente que sobrevive.
Sin embargo, ahora que estoy escribiendo esto, me doy cuenta de que sí: somos, en efecto, náufragos. Náufragos de distintos tipos, en diferentes niveles, hay que aclararlo. Pero náufragos. Todo se ha perdido, o casi todo.
Todo se reordena y se recontrola para que la indigencia no se note demasiado. Por ejemplo, en mi barrio se comenta que hay en marcha un eficaz censo en lo tocante a la venta de medicamentos y un cronograma lleno de fulgurantes precisiones. Esto evita, hasta cierto punto, la aglomeración tristísima de ancianos en el portal de una farmacia.
Por ese motivo, y por otros parecidos, hablar y escribir sobre literatura adquiere una pátina resbaladiza, de mal aspecto, que huele a cosa pesada (y pasada). Como cuando un trozo de pollo empieza a oler mal al descongelarse una y otra vez, luego de horas y horas de apagón.
La falta de lastre que a veces me aqueja, no me impide, repito, darme cuenta de cuán indecoroso y obsceno es el movimiento institucional de la cultura, y de la literatura en particular, en tiempos de pérdida, de muerte, de enfermedad y de sometimiento.
Uno puede preguntarse si ese movimiento no será, acaso, la representación esperanzada (sinceramente esperanzada, me gustaría precisar) de un oasis. O la metáfora de un islote donde nos hallaríamos de momento amparados. O una especie de tierra de salvamento en la que el espíritu creador y sus dispositivos hallarían fuerza más allá del desconsuelo, la angustia, la pesadumbre.
¿La cuestión de la obscenidad podría justificarse así? Tal vez.
Lo otro, al hacer una lectura distinta, es entender que la cultura como institución, al desenvolverse en varios ámbitos, anhele, con eso, hacer creer que todo está bien, aunque haya “algunas dificultades”.
No puedes ponerle al país un disfraz bonito y alegre así como así, y mucho menos enarbolar semejante frase. La que he escrito entre comillas ha sido dicha o desde una ignorancia culpable, o desde un cinismo muy reposado, o desde una falta de sentido común que raya en el desvarío.
En una época apocalíptica, las revelaciones se tornan escandalosas. O sea, la fórmula sería esta: verdades + post-verdades + descalabro socioeconómico.
Sobre el trasfondo de un nutrido conjunto de infortunios, las revelaciones importan mucho. Lo que pasa es que, en un universo donde la post-verdad es una forma contaminante que lo amenaza todo, la verdad verdadera es tan valiosa como unas flores que crecen al pie de un volcán en llamas. Las flores del Mal.
Siempre me ha parecido que lo mejor es insistir en la creación a puertas cerradas, poniendo de paticas en la calle a lo institucional, y más si ya empezaste a sospechar que, con disimulos bien calculados (para que no se diga que uno es quemado en efigie), lo institucional te ha hecho lo mismo: te ha cerrado la puerta en la cara, te ha expulsado de su círculo con eufemismos y dobleces y sin comunicártelo.
Pensando en el anómalo conjunto que estas cuestiones configuran, no habría manera de evitar decir que el Apocalipsis es ahora, sí, pero que se parece al gato cuántico de Schrödinger: existe y no existe, vive y no vive, hasta el momento en que es objeto de una observación.
Y habrá mil observaciones más.
Por un lado, el Apocalipsis estaría manifestándose con su carga de verdades, parálisis y destrucción, y, por otro lado, oponiéndose a él, un exiguo ejército de creadores descabezaría esa parálisis en favor de la construcción artística individual, lejos de las instituciones, refugiados con obstinación en el yo.
Por si acaso, cierro la puerta.
De súbito, aparecen por ahí, con nombres aerodinámicos y bastante clínicos (como de enfermería), proyectos de apoyo y promoción de las artes y la literatura. Proyectos revestidos por una mano de pintura liberal y libertaria, como si dijéramos. Proyectos que de buenas a primeras fluyen bien aceitados, semejantes a esos mecanismos nuevecitos que echan a andar sin problemas.
Y, cuando indagas un poco, descubres aquí y allá las huellas de la institucionalidad. Embozos, antifaces, falsas metamorfosis.
No, gracias.
(Otro entre paréntesis: uno de los peores embustes, falacia de falacias, consiste en distinguir, de una forma tan abstrusa y tonta que da pena, entre migrantes económicos y migrantes políticos. Y ahí mismo se jode la aplicación práctica de eso que se llama marxismo-leninismo. Porque, desde siempre, eso que se llama marxismo-leninismo ha asegurado que la política es la expresión concentrada de la economía. ¿O es que el gesto “económico” de abandonar la Isla no tiene nada que ver con las actitudes políticas oposicionales, silenciosamente pugnaces, de quienes disienten sentados ante la mesa donde no pueden poner platos de comida decente?)
Al rebasar el palabreo del cual se nutre esa ciénaga, acaso convenimos en un hecho: el Apocalipsis ha estado manifestándose desde hace ya algunos años. Y, por supuesto, para vivir en Cuba hace falta pensar a Cuba y, de inicio, pensarte a ti mismo en Cuba.
También cabe afirmar que pensar a Cuba de verdad es un acto posible sólo si vives aquí, en la Isla. Y, por mucho que la post-verdad prolifere en favor de lo “indemostrable”, bastaría con irte a recorrer, como suelo hacer, la Calzada más bien enorme (como escribió Eliseo Diego) de Jesús del Monte, universo multidimensional (y hasta lírico) donde los haya.
Hay “gestionadores” de la emoción, hijos de un mediocre puñado de libros de autoayuda, y parece que toman la iniciativa para modular el sufrimiento y cambiar lo real (pero cambiarlo en el interior de ese plano virtual donde la materialidad de la inmediatez depende de la regencia de un conjunto de discursos tan triviales como grises).
Magia pura. Niegan la condición apocalíptica del entorno, niegan la amargura, niegan la miseria, niegan el padecimiento. Lo hacen con discursos que reconfiguran, por decreto, el aspecto de lo real.
Las realidades alternativas existen.
Si practicaran un budismo auténtico, serían los hijos del Siddartha Gautama que subraya el carácter opcional del sufrimiento frente a la inevitabilidad del dolor.
Pero no es así. La iluminación no viene de ahí. Qué digo: la iluminación es, de momento, tener electricidad, agua, alimentos de calidad, medicinas, un techo que no esté en peligro de caerse, y, por consiguiente, tener paz.
Pero yo estoy listo. Listo para la Noche. Listo para el Sol y para la Luna.
Listo para observar, impasible, la cabilla que quedó al descubierto cuando se cayó el filo del arquitrabe de mi dormitorio. Listo para la lagartija mocha que vive debajo del butacón donde leo las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand.
Listo para escuchar la lista de los candidatos al Nobel de Literatura, listo para los limones a 700 pesos la libra, y listo para regresar al Museo del Prado y ver, otra vez, las tetas de la maja de Goya, tan encuerusita como un higo abierto.
(Tercer entre paréntesis: debo ver de qué manera conseguir un spray de salbutamol para mi esposa. Y todavía no encuentro una copia, en internet, de Las puertas del Paraíso, de Jerzy Andrzejewski.)
No se trata de una indirecta, sino de un dilema literario. Vivir en el Paraíso es armonizarte con todos tus demonios, digo yo. Me refiero a un grupo casi inasible de realidades interiores, que pernoctan en las capas más hondas de la conciencia. Construyes esa especie de refugio temporal. Estás ahí mientras dure la guerra.
Hay quienes caminan (lustrosos y satisfechos e iluminados por el resplandor de una Utopía desvencijada, de mero cartón de tramoya) por esta tierra calcinada donde un viejito te pide dinero, o que le compres, si puedes, un paquetico de galletas dulces o un trago de café.
O donde observas ese grupo de niños que ves jugando con una chivichana y que cuentan, muy serios, dinero, a ver si les alcanza para cumplir con el encargo de la madre de uno de ellos: comprar un sobre de café de bodega.
A pesar del Apocalipsis, a pesar del horror global y el fanatismo sectario y la trivialización y el rudimentario discernimiento de las cosas (porque, aun cuando las evidencias del desastre son muchas, el blanqueamiento del caos parece indetenible), vale la pena aseverar que no hay momento mejor que este para estar vivo.
Las cigarras vuelan, laboriosas y resistentes, en bandadas que parecen nubes en una danza. Y la manada de los libros alimenta la furia con que sopla el viento de la libertad.
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