La urna, la muerte y el deseo

Indecisa y quevedianamente traduce Jorge Luis Borges (el yo épico y dramático de Borges, lo diré así) el Urn Burial (1658), de Thomas Browne, según nos informa en el desenlace de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. El escritor está aposentado en una habitación de hotel y los días pasan tranquilos. De ese hotel, en la ciudad de Adrogué, a pocos kilómetros al sur de Buenos Aires, Borges no sale. Se halla retenido por la hipnótica prosa de Browne y por la fortalecida sospecha de que el mundo se ha modificado misteriosamente, invadido paso a paso por los artificios de otra materialidad.

El mundo ya es Tlön y Borges está autoconfinado. No hay una epidemia contra la que pelea una clínica más inútil que útil, pero sí una rigurosa y acaso aterradora espectralización de la realidad. Y así, sumergido en las páginas de Browne, revisa esa solitaria traducción que no piensa dar a la imprenta.

Bien pensadas las cosas, cierta raza de escritores siempre se encuentra a merced de una época de recelos, en tiempos de Browne o en tiempos de Borges. En especial escritores en quienes el pensamiento es una suerte de red de especulaciones y conjeturas que se alarga o espesa en el tiempo. Este Borges, imaginable en la quietud de un hotel que se nos antoja casi vacío, desdeña el mundo sin darle la espalda (casi como J. D. Salinger en su día). Se va al siglo diecisiete, en primer lugar, y elige a un prosista suntuoso, a veces oscuro, que se dejó invadir por el costado más erudito de los clásicos grecolatinos para, tras un descubrimiento de urnas funerarias romanas en Burnham, Norfolk, escribir sobre la muerte, el recuerdo, el significado profundo de las ceremonias de enterramiento, y la expiración y el olvido.

Cincuenta años más tarde, el novelista W. G. Sebald (alemán asentado en Norfolk) publica un libro extraño y deslumbrante: Los anillos de Saturno. Allí se refiere a la vida, entre el caos de los saberes marginales y la curiosidad científica, de Browne, y se detiene en una alusión a la urna que guarda los restos de Patroclo, en la que sobrevive un trozo de seda púrpura.

Un siglo y medio después que Browne se atreviera a hablar de la homérica urna (así la califica) en la que se mezclan huesos, barro, arena y esa seda púrpura que parece traída por Aquiles para su amante, un pintor de notoriedad movediza, Joseph Severn, pinta un cuadro que es como una écfrasis inversa, pues nos es dable juzgarlo una precuela de un célebre poema: The Faerie Queene, de Edmund Spenser. Con dicho cuadro, titulado Una and the Red Cross Knight in the Cave of Despair, ganó Severn una beca (dinero contante y sonante) que otorgaba la Royal Academy y que permitía al ganador hacer viajes de estudio por el mundo.

Es entonces cuando Severn, también pianista hábil, decide, con veinticinco o veintiséis años, acompañar, en Italia, a su gran amigo el poeta John Keats, cuyos médicos le han sugerido abandonar el clima de Inglaterra para instalarse en Roma. A bordo del Maria Crowther llegan en septiembre de 1820 a Nápoles y se someten a una rigurosa cuarentena, y tras ella viajan a Roma, donde se asientan. Desde un piso alto, en la ya por aquel tiempo célebre Plaza de España, y frente a la Fontana della Barcaccia, el pintor cuida del poeta hasta que este, tuberculoso, muere en febrero de 1821.

Alrededor de esas fechas Keats ha dado a conocer un poema-credo, uno de esos textos que se vuelven hacia la tradición y le hablan: “Ode on a Grecian Urn”, conocido como “Oda a una urna griega”. Hace ya doscientos años de eso y, en tiempos de desidia y maldad, de escamoteos y falsedades, todavía es necesario aludir a ese enigma que excede al pensamiento (el de la muerte y la fijeza del recuerdo). Keats dice, dirigiéndose a esa urna: “Tú, forma silenciosa, te burlas de nosotros como hace la Eternidad”.

Y la oye decir, al final: “La belleza es verdad, la verdad es belleza —eso es todo lo que sabes y todo lo que necesitas saber”. Acunada y nutrida por esas palabras, la escuela de los románticos adquiere un sistema que, a su vez, deviene una fe. Desde las cuitas de Werther, el personaje de Goethe, que es como un antecesor con mucha autoridad e influencia, hasta el horror gótico de fines del siglo XIX, la relación (tensa y en ocasiones impresumible o rara) entre belleza y verdad se mantiene semejante a una brújula. Keats la hace suya, gesto que casi significa una despedida, y la ofrece a los románticos y, por supuesto, a toda la literatura de su época.

En este punto habría que reconocer que uno puede entregarse al “efecto Sebald”, y así legitimar y confirmar la emulsión de la verdad dentro de la belleza irrestricta de la experiencia, sea la que sea. Sebald, en cuya prosa hay un viajero mental y físico, emplea una voz minuciosa, de esmeros muy pulidos, en la que la recordación es reminiscencia. Va del detalle concreto a la asociación. Nunca comete la imprudencia de dejarnos ver que se trata de una sobresaliente y distinguida tejeduría de vivencias propias, a medio camino entre la intelección y la testificación inmediata. De modo que en Sebald habla eso que comúnmente denominamos “lo que viene a la mente”, pero siempre en los predios de una hiperconciencia afincada en las paradojas de la caducidad.

La fábula de la urna, tan retrospectivamente romántica como la que más (gracias al embozo de la muerte en el interior de la evocación de los vivos), empieza en el Borges del hotel de Adrogué, el poeta que, luego de contarnos los avatares de Tlön y su razonable Enciclopedia, hurga en las páginas de un Browne funéreo mas no empalagoso. Borges y Browne están en Los anillos de Saturno. Pero llegar a Borges y Sebald desde Browne implica pasar por Keats.

Lo mejor de todo esto es que uno consigue releer a Borges, a Sebald, y acceder a Browne y recurrir a la metáfora de Keats, que, a dos siglos de distancia, se constituye, aun cuando la atraviesa una tenue y bruñida melancolía, en una advertencia acerca de los dones de lo ya conocido, lo ya visible, siempre sujetos al redescubrimiento gracias a la verdad de la belleza y la belleza de la verdad. Lo que se aleja de la falsedad es auténtico, y lo auténtico adquiere, pese a todo, una belleza crucial identificable con una dignidad que ahora mismo es un don escaso, una veta preciosa de difícil hallazgo.

Es notable el peso de la escritura de la oda, independientemente de que provenga de una visita a los mármoles del Museo Británico, intervenida, a ratos, por la figura y el carácter de una mujer, Fanny Brawne, la esquiva musa de Keats. La urna, presentada como la incólume novia de la quietud (unravish’d bride of quietness) y amiga constante de los hombres (Thou shalt remain /…/ a friend to man), habla con sencillez. No por gusto en Keats la verdad viene a ser una categoría moral, como lo es, con mayor brío, la belleza: dos conceptos que tienden a igualarse y que en la célebre oda conviven ruidosamente, sobre todo en lo que concierne a sus implicaciones estéticas y políticas.

Más allá de todo eso se encuentra la urna en sí, la que Keats alcanzó a admirar en el Museo Británico y a la que el lector puede regresar, transformada por la imaginación y los deseos de Keats en un símbolo matricial y matriarcal del sexo de Fanny. Entrar en la urna y arrancarle sus secretos, diríamos. Las cartas a Fanny revelan a un joven desesperado y hasta celoso (a Fanny le gustaba el baile y disfrutaba de las miradas de los jóvenes), y ciertos poemas de Keats dibujan el físico de una joven de “pechos blanquísimos, resplandecientes, cálidos y placenteros”. Pechos como una “almohada madura, cerca de los cuales el aliento fluye”.

Antes de irse con Severn a Italia en un viaje que duró un mes, Keats y Fanny intercambiaron pequeños regalos de despedida. Se habían prometido en matrimonio bajo las advertencias de la madre de Fanny, que anunció que pensaría en serio en dar su permiso para cuando el poeta regresara.  

Amor frustrado, amargo y lleno de lúgubres y doloridas esperanzas: Keats sabía que estaba muriéndose. Necesidad de entenderse con la metáfora y los versos a partir de la tristeza y el fracaso amoroso. Hambre de crear belleza extrayéndola de la verdad inexorable en torno a un deseo insatisfecho. He ahí el posible doble significado de la oda: personal e íntimo, en la frágil persona de Keats, y filosófico y literario en lo que toca a la construcción de los ideales y el lenguaje de la poesía.




El Cristo de Jilma Madera, entre la bendición y la hecatombe - Alberto Garrandés

El Cristo de Jilma Madera, entre la bendición y la hecatombe

Alberto Garrandés

“No tuve hijos, pero parí un gigante de veinte metros”, me dijo un día Jilma Madera refiriéndose a su obra más trascendente: el Cristo de La Habana. Ortodoxos y heterodoxos alcanzan a imaginar, con mayor y menor intrepidez, que la figura está ahí, bendiciendo a la ciudad y la Isla.