Dimensión netsuke: La Habana en miniatura

Mi interés “práctico” en el netsuke se manifestó de veras durante la lectura de La liebre con ojos de ámbar, el hermoso libro —casi inverosímil como literatura— del ceramista y escritor Edmund de Waal. Desde entonces no he podido zafarme de los orígenes de esas figurillas esculpidas en hueso, piedra, marfil o madera, ninguna de las cuales sobrepasa, como promedio, un cuarto del tamaño de la palma de una mano de dimensiones regulares. 

Lo más misterioso de ese predecible coleccionismo que Edmund de Waal ata, como es debido, a la tradición, la fantasía, la historia y la visión —tan contemplativa como dinámica— del universo, es que la idea del netsuke es, desde el siglo XVII hasta la actualidad, muy japonesa pero también muy del hombre introspectivo, ese que, si bien no abandona el mundo ni la aventura, valora mucho la intimidad, el hogar, el silencio y la imaginación.

Cuando me refiero al misterio del netsuke, estoy haciendo alusión a algo que Edmund de Waal establece cuando define el peso cultural y simbólico del netsuke en tanto manera de configurar una raza de objetos. O sea: la poiesis visible en un estilo de representación e imaginación de la vida, sus contornos, sus protagonistas. Y aquí aparece algo que De Waal hace resplandecer: qué tipo de cosa (artística) con “magia” es un netsuke, si se deja tocar o no, si se deja tocar con los dedos o con toda la mano, y cuánto espacio es capaz de desplazar a su alrededor para “llamar la atención”. 

¿Cómo sería, para un artista cubano bien informado, dedicarse in extenso al shunga (dibujos o netsukes) contextualizado en La Habana? ¿Valdría la pena? ¿Podría vivir de eso? ¿El Ministerio de Cultura lo consideraría un artista de verdad o un pornógrafo?

A esto se añade el hecho de que el netsuke podría expresar una suerte de belleza “inconsciente”, casi por completo objetiva, pues todo indica que sus artesanos los hacen en un número tal que alcanzan a emanciparse del ego creativo.

En una Habana hipersexualizada, donde proliferan grupos de WhatsApp para el intercambio sexual —real y material, virtual e inmaterial, por clasificarlos con simpleza—, y donde algunxs jóvenes (mujeres, hombres, travestis, chicas trans, et al.) ya venden eso que, de manera muy cómica, ahora se llama “contenido”, puedo imaginar todo un universo cubano de netsukes. Nada como mezclar en una billetera, en busca de una dudosa elegancia, las tarjetas de MLC con algunas monedas decorativas, una docena de billetes de alta denominación y, por supuesto, tres o cuatro netsukes de sexo. 

Lo deseable, si tal fuera el caso, es que, como subraya Edmund de Waal, esos netsukes funcionaran como hipnoglifos que pudieran representar gestos congestionados, mínimos, y capaces de “intrincar” el tacto y “potenciar la mente”, en especial si son netsukes en el estilo shunga.

Entre paréntesis, ¿cómo sería, para un artista cubano bien informado, dedicarse in extenso al shunga (dibujos o netsukes) contextualizado en La Habana? ¿Valdría la pena? ¿Podría vivir de eso? ¿El Ministerio de Cultura lo consideraría un artista de verdad o un pornógrafo?

Se han dicho innumerables verdades acerca de La Habana de ahora mismo. Acaso sea pertinente acentuar dos cuestiones: una vaguedad funcional/disfuncional en casi todo y una melancolía en cuyo traspatio crece, como hierba mala, la irritación.

Ya se sabe: el “contenido” vendible se reduce a fotos, gifs, animaciones y videollamadas en oferta. Los precios se disponen de acuerdo con el grado de visibilidad y espesor erótico-sexual. Lo más costoso es una videollamada con masturbación cara a cara. Lo menos, una foto “efímera” —esos archivos de fotos que solo pueden abrirse una vez— de un muslo, de unas nalgas “protegidas” por una tanga…, y así sucesivamente.

Se han dicho innumerables verdades —algunas no son sino variaciones porfiadas sobre la economía doméstica, los precios y la incontrolable escasez— acerca de La Habana de ahora mismo. Acaso sea pertinente acentuar dos cuestiones “retraídas”, “atmosféricas”, de la vida cotidiana en la Isla: una vaguedad funcional/disfuncional en casi todo y una melancolía en cuyo traspatio crece, como hierba mala, la irritación. El netsuke es exactitud, acto concreto. Un netsuke sería algo así como un estallido de escrupulosidad y precisión. 

Puedo imaginar a un ejército de artesanos produciendo netsukes vinculados a la referenciación de múltiples zonas de la vida. Puedo imaginar a los habaneros comprando —pondré ese ejemplo— el indescifrable pan de todos los días… al que se añade un netsuke. Este complemento, un apéndice sorpresivo, cambiaría un poco la correlación de vectores de fuerza: voy a la panadería, la mujer que me vende los panes que me tocan dice “buenos días”, sonríe y llena mi bolsa… y junto a los panes pone un netsuke. Y empiezo a imaginar, a pensar, a coleccionar.

Entre una Habana tan singona y despatarrada como la de ahora mismo y el netsuke shunga hay una distancia cada vez más corta.

La cuestión “práctica” a la que aludí tiene que ver con la literatura. El pliegue, la discontinuidad, la fragmentación, la simultaneidad del hojaldre discursivo y la soberanía de lo mínimo, ¿acaso no son hoy rasgos de la prosa de ficción? Construir una novela no siguiendo las pautas canónicas en que se apoya desde el siglo XVIII, sino reverenciando la dispersión y la asistematicidad del romance, donde la épica “carecía” de reglas. Levantar una novela con netsukes, con cápsulas autonómicas. Desafiar lo unilineal en favor de las concomitancias.

Entre una Habana tan singona y despatarrada como la de ahora mismo y el netsuke shunga hay una distancia cada vez más corta. La reclusión impuesta por la COVID-19 desató en proporciones colosales el interés, ya ostensible, por el sexo, ahora con sus variantes virtuales.

Netsukes aquí, netsukes allá. Bien. Ese es un hecho. Miles de kilómetros de tripas de animales “masticables” para elaborar embutidos. Ese es otro hecho. Nada que ver una cosa con la otra. Pero David Cronenberg acaba de estrenar Crimes of the Future, donde aparecen órganos nuevos —resultado de procesos somáticos naturales o de una ingeniería genética ¿ilegal? que interviene en la evolución, ayudándola a progresar o retrasándola—. Esos órganos deben ser inscritos en una Oficina Nacional de Registro de Órganos Nuevos, porque hay que ver entonces cómo serían y hasta dónde se correrían los límites de lo humano. ¿Eres un ser humano o eres una criatura? Comer y digerir desechos industriales: he ahí la cuestión. Lo más extraordinario de todo: algunos de esos órganos “de diseño”, que te permiten digerir sin contratiempos el plástico de una cubeta o de un cepillo de dientes, ya vienen tatuados, dibujados, son piezas de arte. Netsukes orgánicos. Cositas funcionalmente ignotas que te ayudan a sobrevivir.

Aún no nos alimentamos de plástico, pero según el alertado simbolismo de Cronenberg, ya estamos haciéndolo. Por cierto, ¿no existió, en el Período Especial, el bistec de frazada de piso y la pizza aderezada con condones derretidos? Bien, dejemos eso: resulta pavoroso. Hay que ponerse para los netsukes eróticos y para las novelas hechas con netsukes. La Habana singona, ciudad maravillosa, quizás los necesite alguna vez. 


© Imagen de portada: Collage de netsukes shunga.




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De James Joyce a Peter Greenaway (80 años de un cineasta separado)

Alberto Garrandés

Greenaway relee a Shakespeare y coloca, en cada página, miles de notas al pie que hacen de ‘The Tempest’ una historia con diversos tipos de legibilidad: la teatral, la fantástica, la histórica, la antropológica, la estilística, la visual, la onírica, la sexual y la operática.






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