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Las dos o tres fórmulas verdaderamente atractivas de la escritura de ficción actual se compendian (pondré estos pocos ejemplos) en la tendencia a lo pornográfico, la religiosidad, la socialización multiétnica, el retelling del sexo, el camp, la anatomía de los micropoderes, la autoparodia y la reinvención constante del yo.
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El tipo de novela al que aludo incorporaría, además, cuestiones como el minimalismo lírico, la referenciación artística que se involucra en las emociones de algún personaje-narrador, y, en consecuencia, el tránsito por los suburbios del realismo, un acto que siempre implica ir a la acción no como el relato de los hechos sino como la expectativa de los hechos.
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Una trama “inenarrable”, o sea: imposible de registrar verazmente en la oralidad básica: el cuadrivio que compondrían, por ejemplo, Haruki Murakami, W. G. Sebald, Ken Liu y Péter Esterházy.
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“Llámame en unos días y nos vemos en mi casa”, le digo al desconocido de los teléfonos públicos defectuosos. “¿Puedo llevar mi disco externo?”, pregunta. “Tráelo, así intercambiamos: tú copias de mí y yo de ti”, digo. “Me interesa empezar por el DVD de Shortbus, estoy loco por ver eso”, profiere y mueve la cabeza. “Buena elección, John Cameron Mitchell es un punto y aparte”, juzgo sin énfasis y nos despedimos.
Lezama y la eyaculación precoz
No sé qué hicimos, no sé cómo nos pusimos, pero el caso es que sin querer y por la cosa de eyacular en sus senos, una parte cayó sobre el manuscrito.
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Una novela sin exceso de tropezones barrocos: estilo más bien llano, aun cuando la expresión de lo particular no lo sea. Que lo asombroso esté en el centro de la acción, o en lo que un personaje piensa del otro.
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Hace unos años le vendí a un librero (las cuentas del teléfono y la electricidad habían llegado juntas y yo no tenía un centavo) una edición, en formato amplio, que hizo Taschen de una colección de fotografías pornográficas hallada en un desván de Alphabet City, en el East Village. El orden impuesto por Taschen a las imágenes proponía indirectamente (al menos así me pareció entonces) una factualidad concreta, llena de especificidades novelescas, en una historia de sexo y diversión sexual subsumida en una historia de emigrantes. Chinos, italianos, negros: una historia queer de misterios sexuales.
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En la sucesión de imágenes se le brinda coherencia a esa hipotética novela. Me refiero a la coherencia impuesta a un conjunto seriado de imágenes-hechos, imágenes que reclaman la presencia del lenguaje. Una coherencia atribuida por el deseo, que se cumple en la inteligibilidad de un relato posible.
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El componedor de teléfonos públicos vive con su madre, de ochenta y dos años. Me hace dos confesiones apenas conciliables: que prefiere las películas eróticas de los años setenta, donde el Monte de Venus mantiene su esplendor, y que la Empresa del Gas Licuado lo contrata como cobrador dos días a la semana. “Por ahí me entra un dinerito que no viene mal”, susurra. “Y por las noches te sientas a ver la filmografía de Jess Franco”, añado. “Así es, a veces tengo días muy ocupados: facturas de consumo de gas, teléfonos rotos y películas sangrientas con muchos desnudos”, dice. “No conozco a nadie que tenga tantas películas de Jess Franco”, revelo. Él toma mi declaración como un elogio. “Estoy coleccionándolas, ya he copiado más de cien”, exclama.
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El ya mencionado cuadrivio pondría de relieve un conjunto de incertidumbres que humanizan la acción. Y como en cualquier caso estamos en presencia de un relato posnacional, no habrá necesidad (ni ganas) de contextualizar la historia (esta sería una historia de historias). Por ejemplo, tendríamos un bar de jazz casi vacío, los salones bien iluminados de un museo, un parque infantil abandonado, una habitación con una cama estrecha y una pequeña ensenada donde abundan las rocas. La pureza de las marcas de Murakami, Sebald, Liu y Esterházy. Lo extraño-aceptable, la desolación como inevitabilidad, el instinto de sobrevivir a lo hostil, la obligación de comprender al otro. Por detrás se halla el sexo: territorio de partida, territorio de destino.
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Pero los pequeños trozos de fruta dulzona y rebelde que trufan la escritura procederían de las metáforas de Henry Miller. Uno lee Opus Pistorum, los trópicos (Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio) o algo de su trilogía y comprende enseguida que Miller, como insinué alguna vez, por momentos se entiende muy bien con la metáfora sexual de Lezama Lima. Este fenómeno no debe perderse de vista. Allí hay una extrañísima empatía barroca que impulsa a hablar de un Miller lezamiano o de un Lezama vampirizador de Miller. Sin embargo, sea como sea, tendremos que atenernos a lo que dice Wittgenstein en su Tractatus lógico-philosophicus sobre la naturaleza de los hechos, en especial si son: 1) hechos aparentemente relacionados entre sí, 2) hechos en verdad relacionados entre sí, y 3) hechos no relacionados entre sí, pero que responden a un fenómeno “superior” que podría agruparlos.
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De modo que, en este punto, lo posnacional se pone en crisis gracias a Lezama, aunque siempre hay oportunidad de releer sus metáforas del sexo despojándolas, hasta cierto punto, de los accidentes del contexto.
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Cinismo, paranoia, hiperconcentración en pequeños trabajos que produzcan dinero, revaloración de lo emotivo como algo excepcionalmente privado, consumo del sexo como intercambio efímero de dádivas (y sin consecuencias de ninguna índole), exploración distanciada (pero gozosa) del mundo de los otros: he aquí un puñado de rasgos que identificarían al personaje central de esa escritura. Si es una mujer, se parecería a la Villanelle (Jodie Comer) de Killing Eve, aunque no sea una asesina a sueldo.
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El arreglador de teléfonos públicos copia muchas películas, tal vez demasiadas, y me regala dos DVD llenos de lo que él llama “películas europeas”. Me indica que allí hay desnudos muy interesantes. “De acuerdo con el índice de Sexo de cine (Ediciones ICAIC, 2012), ya tienes casi todo lo que no habías podido conseguir”, comento. “Muchas gracias, amigo”, murmura y desconecta su disco externo. Ahora su vida será más rica: cuidar a su madre, reparar teléfonos, cobrar facturas de gas y ver un cine que no conocía. No se apartará de esas actividades. Ni necesita ni quiere hacerlo. Lo nacional, la vida nacional, pierde importancia y tiende a esfumarse.
Obsesiones ciertas (I)
Algo de Henry Miller y de Sebald, pero además de Godard y hasta de David Lynch, tenía el reparador de teléfonos públicos que, una tarde llamó a mi casa para preguntarme sobre Sexo de cine.