Parque wifi

Ahora que en Cuba la telefonía móvil se cubre de gloria al incluir, entre sus bondades, la navegación por Internet, los parques wifi irán cayendo en desuso, aun cuando, según mi modesto entender, conectarse allí sea menos caro que hacerlo en casa, o desde un taxi, o mientras soporta uno el viaje del P3 desde las inmediaciones del restaurante La Fuente (tengo que acordarme de llamar a los dueños de La Fuente y decirles que estoy promocionando su negocio) hasta El Vedado o las cercanías de la Fábrica de Arte.

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Tengo cerca dos parques wifi: el del Mónaco y el del antiguo parque Córdoba. Aparte del hecho de que en ambos puedes hacer una video-llamada, están bien diferenciados. El del Mónaco es como más abierto, más “vigilable”, por así decir. Y más popular. El parque Córdoba ha sido siempre un sitio para la oscuridad del delito (los de sangre y los de índole genital). En términos generales, el parque del Mónaco es más “decente” que el parque Córdoba. Claro, este último es más antiguo, ocupa toda una manzana, tiene más árboles, una glorieta sin techo por donde corren los niños y una especie de cenador central, bastante elevado.

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El parque del Mónaco es estrecho y no tiene cenador. Forma una suerte de cuchillo al que se le agregaron unos bancos. El cenador del parque Córdoba está casi siempre vacío. No es más que un pabellón circular donde uno puede sentarse. Pero la gente diurna evita hacerlo. Los asientos de piedra suelen estar manchados de materias orgánicas diversas, desde helado hasta semen.

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Cuando anochece, las sombras del parque Córdoba son más espesas que las del parque del Mónaco. A los jóvenes que viven cerca (estos parques, como se sabe, están separados solo por unas cuadras) y que les gusta ligar rápido, conectarse allí es una forma de socializar o de desplegar, en forma de antesala, ese morbo respirable en cualquier chat que esté lleno de cubanos y cubanas. Esos chats empiezan por ser lugares de encuentros amigables y terminan siendo eficaces casas de citas.

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La iluminación del parque Córdoba, restaurada una y mil veces, dura bien poco. En las tinieblas todo fluye mejor. Bajo la luz de una hipotética luna, el cenador es un buen espacio para el inicio de un vínculo swinger. O para los ejercicios de algún pajero. (El obsceno pajero de la noche es el título trucado, en virtud de una deliciosa errata, de la célebre novela de José Donoso: El obsceno pájaro de la noche, que proviene de un verso de Shakespeare). El cenador ampara a fumadores furtivos, a rateros que intentarán asaltarte si te ven por allí de madrugada, al jovencito que no sabe dónde intercambiar caricias urgentes con su novio.

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En uno de los dos parques, no recuerdo cuál, hay una seiba. Escribiré así la palabra, con s, para homenajear a Oscar Hurtado, un escritor lúcido y de ingrato destino que fundó a su modo la ciencia ficción y la fantasía en Cuba, y que en 2019 cumplirá 100 años. En esa seiba hay “cosas”, como también las hay en algunas palmas de los alrededores. 

La escritora Mercedes Melo ha vivido siempre a menos de doscientos metros del parque Córdoba, y me asegura que lo sobrenatural también recala allí sin el menor contratiempo. “Hay un vampiro”, me contó una vez. No bromeaba. 

¿Estaría refiriéndose al fantasma de Hurtado?

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Visitantes lozanos que se visten según los estilos de Mango Man, señoras en compañía de algunas sobrinas adolescentes, vendedoras de hortalizas acabadas de salir de un agromercado próximo y vestidas con la invulnerable combinación de licra y pulóver, mujeres perfumadas y con cochecitos para bebés, taxistas en paro, estudiantes, merolicos, pianistas, judocas (frente al parque del Mónaco hay un local con un tatami para clases de judo). Y turistas que deambulan.

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Ya es normal en La Habana que los turistas se aparten de las rutas más o menos oficiales y se adentren, aventureros, en zonas que están más allá de El Vedado o Habana Vieja. Se montan en los almendrones, en el P3, el P8, o el P13, y llegan a las periferias: Alamar, Lawton, La Víbora o El Cerro. Los he visto, por ejemplo, junto al portal de mi casa, observando el museo vivo que es el desfile de los automóviles de los años 40 y 50 del siglo anterior, y envueltos, mientras caminan desconcertados y felices, por el polvo y la brava luz de la tarde. Y también los he visto en los parques de marras, medio extraviados, acomodándose encima de la hierba con sus teléfonos, o cegados, entre la diversión y el trastorno, por el ofrecimiento mudo de un chico que se amasa la pinga por encima del pantalón.

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Fue en el parque Córdoba donde al fin conocí personalmente (antes, por e-mail: él en Sri Lanka y yo en el suburbio de Santos Suárez) al británico Royston Ellis, poeta medio beat y viajero, amigo de John Lennon y Cliff Richard (el autor de “Devil Woman”). Mr. Ellis había publicado una serie de novelas que me parecen insuperables, protagonizadas por un personaje insólito: el Bond-Master, o sea, ese sujeto decimonónico que, en una plantación donde hay buen número de esclavos, es dueño no solo de ellos, sino también (porque se involucra muy a fondo en sus vidas) de sus lazos de sangre, sus momentos de fornicio y sus vástagos. 

Las novelas de Mr. Ellis, publicadas bajo el seudónimo de Richard Tresillian, alcanzaron un notable éxito gracias a un algoritmo seductor: intrahistorias sobre negros y negras + intrigas sazonadas por la brujería + sexo.

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Mr. Ellis es un ágil señor de barba blanca (tiene 76 años) que vive en un cottage en las afueras de Colombo. Ha publicado libros de poemas y, sobre todo, numerosas guías de ciudades. Yo sabía que le faltaba visitar La Habana y que anhelaba caminar por varios sitios y tomar montones de fotografías. 

Después de hablar un rato con él recordando algunas cosas, me di cuenta de que regresaba a Colombo en 24 horas, lo cual iba a dejarnos casi sin tiempo para otra cosa que no fuera beber un café. “Me ayudó mucho la lista que usted me suministró”, dijo. “Magnífico”, me entusiasmé. Yo, la verdad, no recordaba la lista, pues mis últimos mensajes con Mr. Ellis eran de 2008 o 2009. “Me llevo mil fotos, es una suerte”, añadió. “Buen provecho, y gracias por aquellas fotocopias que me mandó”, apunté. Fotocopias de ciertos pasajes de las novelas. Mr. Ellis era un personaje sorprendente. “Mire”, propuso, y me mostró algunas imágenes en el visor de su Canon EOS-5D: mulatas, paisajes, mulatos, iglesias, monumentos y más paisajes.

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Los parques wifi de una Ciudad Maravilla no deberían desaparecer. Podrían durar o perdurar. Podrían metamorfosearse. Allí las cosas son pura transición. Nada es fijo. Todo es o desde o hacia. Como aquel parque a cuyo lado está el Old Market Plaza (en Roseau, capital de Dominica), que tiene o tenía una librería de antigüedades donde Mr. Ellis encontró, años atrás, un cartapacio con papeles sobre la hacienda que figura en sus ficciones más conocidas.

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¿Para qué sirve un parque wifi? ¡Qué pregunta! Tú no te conectas en un parque wifi. Es el parque quien se conecta contigo. 

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