Tras huir de Wuthering Heights asediado por el desprecio,
la vergüenza y la ira, Heathcliff vaga por el mundo
durante tres años.
¿Esperaría al Steady Man[1] para darle el dinero que Monk Lewis[2] había pagado por los negros? ¿Se quedaría allí todo ese tiempo, plantado silenciosamente en proa, con un botavante afilado, pespunteando distraído la madera de la quilla?
De un momento a otro el sol rompería a salir por debajo de los empastes del horizonte, y el silencio de cubierta daría paso a otro que ya no iba a ser como el de la madrugada. En aquella porción de los cantiles la niebla era lechosa y rastrera y había cuajarones de espuma —una nata gruesa que olía a materias indefinibles— que se aproximaban desde la costa con su tributo de aves muertas. Y él allí, enclavado bajo el estandarte del bauprés, manejando con lentitud el botavante mientras oía los vientos lejanos que se apiadaban de los náufragos. Porque era capaz de oírlos por encima del siseo de la luz entreverada cuando la claridad, aun en medio de una atmósfera inhóspita, anhelaba invadirlo todo quietamente.
Aguardar, o sumarse a la impaciencia de las palabras lejanas, medio escritas o raspadas en la madera, o tal vez soñar, o irse quizás por otros rumbos, los de la hondura más azul, con el movimiento rápido de las manchas de peces.
¿Demorar el regreso a las islas, rezagarse allí en su asiento de proa, un sillón de fierro y piel claveteada, en forma de trono descosido y risible, pero mayestático y pomposo? ¿Aplazar todo mientras observaba de vez en vez la letra C en gules, sobre campo de sable?
El Steady Man se lo agradecería mucho, no así da Souza[3], que no iba a dejar de inquietarse mientras el Euryanthe[4]permaneciera anclado frente a la playa ensangrentada, la playa de los horrores y las mutilaciones, su playa de siempre. Prorrogar, retardar, tal vez dormir y recordar… o mirar aquellos dibujos. Pero si volvía a abrir la caja, si volvía a ensimismarse en las cartulinas, ¿acaso no tornarían a aparecer la zozobra y el miedo, el deseo y el vicio?
Había anaranjados y rojos sobre un azul blanquecino, el de la bruma vil, mezquina, que culebreaba en retazos sobre la superficie inmóvil. Ciertas palabras susurradas caían como plomos y se hundían. Entonces la bruma las repelía, y las mismas palabras subían a bordo y el aire suave las lanzaba contra él, y él volvía a escucharlas mientras amanecía despacio.
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Acabó por dormirse con el golpeteo suave de la lluvia en los cristales del ventanal, sin preguntarse cómo era posible que el picotear del agua fuera tan enérgico y que ni siquiera el viento la impulsara. Durmió acunado por los azotes de la lluvia, pero el sueño, como un desvanecimiento abrupto, había durado apenas unos minutos, y cuando abrió los ojos percibió que la mansión estaba en silencio.
Las mamparas no crujían, las cadenillas de los candeleros no se balanceaban, y en todas las palmatorias había llamas rectas, afiladas. La luz que se filtraba por debajo de la puerta de Monk Lewis ya no existía, y como él sabía que el anfitrión tenía la costumbre de leer ficciones de su biblioteca hasta bien avanzada la noche, no se atrevió a tocar. No había hojas ni flores en el frente del soportal, ni en las escaleras, ni en las galerías, ni en la hierba de la senda de piedra que se adentraba en el bosque, ni en el barro del camino.
Entonces decidió aventurarse y examinar el entorno. Recordó que encima de la mesa de noche había un cuchillo de caza enfundado en un cinturón. En realidad, no era suyo, pero decidió ponérselo. La ignota mujer que dormía a su lado tenía en el rostro una expresión tranquila, cálida y delicada. La luna terminaba de cruzar por arriba de la casa y ahora brillaba en la aldaba del portón.
Al abrir y mirar supo enseguida que los monstruos estaban a unos pasos, en la frontera del bosque, y que tal vez esa era la razón por la que la lluvia carecía de viento y las velas alumbraban de aquel modo aterrador y también reverente, esmerado, como si los sonidos de la noche hubieran causado una parálisis. Sabía que los monstruos esperaban allí mismo, pero no alcanzaba a recordar cómo habían dado con él, ni por qué Monk Lewis había construido la nueva casa en el borde de un acantilado, a seiscientos metros por encima del mar, lejos de la morada de su padre.
Bajó la escalera. Vio, casi en la entrada, las huellas terrosas de algunas patas sobre las lajas de mármol, y comprendió que el peligro sobrepasaba sus previsiones y que no valía la pena tomar medidas contra él. La niebla brotaba del festón vivo del bosque con un innoble espesor. Era hija de un gran bosque, tan antiguo como el hombre y tan enigmático como las primeras estirpes, pero también era el hálito de las alimañas, su respiración entrecortada y vaporosa.
Acarició el mango del cuchillo, cuya hoja parecía la agigantada espina de una rosa, y dio un paso atrás en busca de aplomo. Había movimientos entre las ramas. Sin embargo, la claridad lunar borraba todo verdor y ahora el bosque no pasaba de ser un mundo grisáceo, ceniciento, como si un gran fuego hubiese abolido el color sin destruir la vida ni sus formas.
Escuchó dentro de la casa un ruido de cristales y, sin darle la espalda a la visión ominosa de la niebla, retrocedió hasta tropezar con el portón. Cerró, encendió una vela y notó que la luz fluía de nuevo bajo la puerta de la recámara de Monk Lewis. Y al avanzar por el corredor, en busca de su habitación, casi chocó con la mujer que dormía a su lado. Estaba de pie, semidesnuda, y lloraba.
La mujer movió los ojos, tanteó el espacio, le quitó la vela y regresó como flotando a la habitación. Él la habría seguido de inmediato para evitar que tropezara, ese era su deseo en aquel instante crucial, pero necesitaba palpar los cerrojos del portón y comprobar que estaban bien asegurados. A través del vidrio del postigo distinguió el avance de la bruma, pero como estaba decidido a averiguar qué le ocurría a la mujer, prefirió olvidar ese detalle. En definitiva, la estación más fría había llegado a la isla y la presencia de aquella niebla no podía ser demasiado extraña.
Cuando entró en la habitación halló a la mujer sentada ante la pequeña mesa que Monk Lewis había ordenado colocar allí, por si él necesitaba usarla. Trazaba signos, nerviosa, en una gran hoja de papel. Lo singular estaba en el hecho de que la hoja cubría casi toda la superficie de la mesa, y como esta era estrecha y no tenía gavetas, pudo notar que la mujer seguía completamente desnuda.
Acuéstate, déjame terminar mi carta, dijo ella al presentirlo de pie, mirándola desconcertado. ¿A quién le escribes a estas horas?, preguntó él. Ya la leerás cuando amanezca, antes de que me marche, susurró ella sin mirarlo. ¿Adónde vas? No puedes irte, se rebeló él. Acuéstate y déjame hacer lo que tengo que hacer, repitió la mujer.
En ese instante lo invadió una formidable lasitud. Iba a preguntarle a ella si su lamentable condición no le impedía escribir, pero respiró profundamente y abrió los ojos. Ella dormía a su lado con una especie de suave paz, y la casa, invadida por el viento que se colaba por el desván, agitaba sus sombras. Se puso de costado, cerró los ojos y palpó su erección, fija la mirada en el pubis fuliginoso de la mujer.
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Los empastes terminan de rajarse y aparece el murmullo de las gaviotas semidormidas, o la imagen que ellas dejan al atravesar el aire de la noche que muere. Se trata de cosas muy distintas de las que puede uno, viajero a solas, imaginarse cuando las olas golpean los flancos del navío. Uno entrecierra los ojos, la respiración se acorta hasta hacerse leve, y el alma, dentro del cuerpo, se agita un poco y huye de alguna frialdad mortal. Es la quietud que se desborda y amenaza.
Nubes calmosas y muy ralas repintan el este y el sol nuevo las disuelve. El horizonte se quiebra de momento. Después hay un rosado como la carne del caracol y el azul se apodera de los espacios.
El primer centelleo es un filo que lo sorprende erguido, de frente a la luz, rectas y duras las piernas, los ojos abiertos tanto como puede abrirlos, mientras no le duela ese brillo que corta de tan afilado. Tras unos segundos la claridad se esparce como una sangre licuada. A continuación, brota una especie de llama prudente, pero muy intensa, parecida a la que florece por entre los carbunclos cuando ya el gran fuego inicial se ha desvanecido. No más que una llama breve y pequeña, pero muy viva. Al instante, los alrededores de ese fuego se trastruecan en una superficie de piedra guarnecida. El agua y el mar desaparecen.
Hay muros de pronto ahí, en la reminiscencia. Muros labrados por un cincel cuidadoso de las formas, interesado en los ciervos, en las rosas, o en las caras de algunas gárgolas copiadas de Reims. Muros que huelen a humo. Rosas chinescas, claveles de cuidadosa elaboración, ciervos agónicos que gritan estrangulados, rostros ennegrecidos por el hollín. Los rostros tienen ojos saltones, bocas amargas, sonrisas entreveradas. Monstruos que ya apenas se distinguen. ¿Cuánto tiempo, desde que lo trajeron a la casa, estuvo haciéndoles preguntas a los rostros? Preguntas susurradas, con una fibrosa articulación en las palabras.
Niño zíngaro, tan moreno. De extraños ojos verdosos y cabello negro.
Todos los días pasa por delante de la estufa y se detiene un rato allí, frente a ellos, tocándolos con la punta de un dedo negligente, torpe, procurando escuchar alguna frase que le mostrara cómo actuar, cómo comportarse allí. Una frase suspirada, limpia, sin las sofocaciones de la ceniza que mancha los cojines. Cuando, hastiado de no escuchar nada, se aburre, le da la espalda a la estufa y antes de perderse en la cocina alcanza a oír un siseo que le eriza la piel.
Ahora, frente al agua grisácea de la costa, vuelve a oírlo.
Alguien mueve el atizador diestramente. Joseph: ha de ser él. Nadie acomoda los leños con tanta eficacia. Hay chispas que saltan fuera y un calor agradable asciende hacia las vigas del techo. La estufa de Wuthering Heights es honda y anchurosa. Pocas veces ha visto a Joseph sonreír. Joseph sonríe con cierta timidez. Debe de estar acordándose de sus caballos y su jardín mientras blande el atizador, acomoda las llamas y raspa la ceniza que se desborda hacia la sala. Sonreír es bueno si te acuerdas de algo que puede salvarte.
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El Euryanthe se balancea con suavidad y el aire lento se aclara. La repentina lechosidad del escenario se abrillanta poco a poco, al paso de la luz, que es una masa esparciéndose sin recato. Todavía hay silencio, aunque ya se oyen los golpes lejanos de Niño Robles, el cocinero de a bordo, un andaluz de apenas catorce años. Ha aprendido que Robles golpea las cacerolas en torno a las seis.
Aunque las trampas de acceso a la carga permanecen cerradas durante la noche, puede sentir una respiración mortecina que se agita abajo, dejando atrás unos vahos terribles para acceder —con intrepidez, puesto que no deja de ser una respiración llena de discernimientos— al recuerdo enajenado de las costas, los árboles y las cadenas de flores sobre el pecho obscuro de las mujeres.
¿Cómo lucían las cenefas encima de aquellas pieles que Da Souza describía entrecerrando los ojos y moviendo con nerviosismo las manos? Miel parda y requesón salado, algo de marrón con algo de blanco. Anaranjado abrasador. Una pizca de rojo en el chocolate tan claro de las mujeres que vivían cerca de los grandes ríos. ¿Castaño rebajado con leche? ¡La perdición del cuerpo!
Ha estado caminando por el puente toda la madrugada, desde mucho antes del amanecer, afantasmado por la niebla que procede de los árboles. La niebla trepa por las dunas y se adentra en las olas, después de arrastrarse por el espacio melancólico de los arenales. La niebla lo envuelve a ratos mientras observa la costa, las palmeras, las frondas donde ahora una parte de los hombres de Da Souza se abriga del sol acabado de salir.
El Euryanthe había estado llenándose de jovencitos fuertes y medio airados, niñas que lo miraban todo con grandes ojos temerosos, hombres cabizbajos, muchachos soñolientos y aturdidos por el vocerío de los arrimadores, mujeres embarazadas que olían a fruta y orines, cajas con dulce de tamarindo envuelto en hojas de plátano, mazos de ramas aromáticas para los asados de los fines de semana, bolsas de cuero con arcilla azul de los Pantanos Altos, cincuenta cacerolas de grasa de cerdo taponadas con esperma y barniz de palma, salazón espolvoreada con cilantro y cúrcuma, bellotas de pan ázimo, barriles de aceite con trozos de carne sumergidos, y otras muchísimas cosas que él mira con desdén.
Cuando la carga está bien aparejada y los bateles se retiran con los hombres del brasileño, el Euryanthe hace un medio giro y se detiene paralelo a la línea de la costa, como un pez exhibicionista y pendenciero.
Ve a lo lejos, por encima del agua profunda y ennegrecida del cantil, un pequeño séquito de hombres desnudos, que serpea sobre las dunas con un palanquín azotado por el viento. El trono de Da Souza, protegido por cortinas azules y amarillas, se detiene en lo más alto de la playa. Las cortinas se abren un poco y el turbante carmesí del brasileño brilla en la lejanía cristalina y soleada.
Está a punto de marcharse. No le resta nada por hacer salvo darle al Steady Man el dinero que Monk Lewis ha pagado por los negros. Pero el Steady Man no acaba de aparecer. Anda medio perdido tierra adentro, procurando conseguir unas cosas (manuscritos raros) que Monk Lewis le ha pedido por escrito con mucho misterio. Debe esperar al Steady Man por lo menos un día, antes de regresar con la carga a Jamaica.
¿Aguardaría allí un día entero o dos, frente a la playa, observando el proceso de los gritos, los gemidos sordos, las pestilencias ubicuas, hasta que, como otras veces, Brave Brownie bajara a revisar la carga a cambio de unas monedas, y descubriera a un muerto, el primer muerto, ¡o dos y hasta tres o cuatro!, y entonces, respirando fuerte, sacándose de adentro la fetidez corrupta y la enfermedad que se agazapa, gritara la mala nueva —augurio antes de salir de la costa africana— y metiera la testa en una cubeta llena de agua de mar y esencia de cáscaras de limones?
Antes de que alguien encienda hojas de tabaco y le sople el humo, muy denso, sobre la cara, en las orejas, en el cabello, para borrar las huellas de la expiración.
Da unos pasos. Observa el agua esclarecida. Clava otra vez el botavante y lo hace girar, como si estuviese practicando una herida muy profunda. Sabe que Da Souza acecha y sabe que, por encima de las recientes hogueras donde arden miembros cortados, cabezas, torsos y cadáveres completos, Da Souza rumia su perplejidad sin dar señas de impaciencia.
Las hogueras sueltan un humo muy obscuro que por instantes borra el paisaje. Es como si a ratos delante de él no hubiera una playa ensangrentada y llena de ojos vigilantes, sino una pared de rocas grises, un conjunto de escabrosidades que van formando un gran farallón. Entonces se vuelve hacia el sol, que también se ennegrece, y ve las miradas de algunos hombres.
Todos esperan, pero nadie dice nada. Sin soltar el botavante, se asoma al agua tranquila y se abisma en ella. Una gran manta se eleva desde la profundidad del cantil sin asomarse a la luz todavía. Los hombres no la ven, sólo escuchan un soplo inusitado que crece y crece. Él la ve ganar en velocidad, en nitidez, y de pronto, frente al sol, tapándolo por unos segundos, la manta salta, danza en el viento, palmotea como una cometa, y Da Souza se incorpora en su palanquín, lleno de asombro y turbación.
El salto es amplio, está lleno de una fuerza monstruosa, y el brasileño queda sobrecogido porque, desde la cresta de la duna donde sus hombres lo rodean, la manta se ve casi tan grande como el velamen del Euryanthe.
En cubierta, los hombres que han podido ver al Gran Pez permanecen suspendidos dentro del embeleso. El letargo del recogimiento los mantiene allí, y sobre ellos cae una parte del agua que arrastra la manta en su ascenso. Lo que ocurre es una especie de bautismo. Cuando la manta se adentra en el mar, clavándose como un hacha en el azul, hace un giro amplio, enfila hacia el Euryanthe, pasa veloz por debajo y sale a estribor y vuelve a saltar. Esa vez el salto es hacia atrás. El Gran Pez pasa por encima del Euryanthe, frente al sol, sin rozar la punta del mástil. Es un dios. Quienes lo siguen con la vista dicen que es capaz de volar. Parece un rombo asimétrico, filoso, laminado.
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A medida que avanzaba por el bosque, siguiendo a los dos portugueses que le habían franqueado el paso por entre los islotes, comprendió que una libertad salvaje reinaba en aquellos predios. Una especie de ciudad lacustre dejaba oír sus ruidos diversos entre músicas de caza y oración y gemidos largos o cantos de muerte.
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La playa de Jamaica por donde va a desembarcar es una bolsa perfecta, de abertura estrecha. Hay unos doscientos metros de costa a costa, en la entrada, y el Euryanthe se detendrá muy cerca de allí, arriando velas mientras oscila y da cabezadas. Son como las tres de una madrugada cálida. Ha llovido durante horas apaciblemente y casi no se ven estrellas. El cielo aún está abrigado por los cirros.
¿Había algún rastro del brillo lunar? No recordaba. En aquella región las madrugadas son muy oscuras y la luna suele arroparse entre nubes largas que llevan dentro de sí todo el negro de la noche. El Euryanthe se avecina a la bahía, empujado por un viento suave y discontinuo, y, de pronto, un incendio surge de la nada, a babor, y en la repentina iluminación, que se extiende hacia lo alto con las llamas, todos ven un extraño y frágil barco que muere, crujiendo, y, detrás, ya distante, la mole tenebrosa de otro barco. Este se aleja poco a poco, huye hacia lo más denso del mar.
El barco que arde no es de por allí. No parece inglés, ni portugués. Tampoco español. Nadie ha visto un barco así, con tan poca arrufadura. En la proa hay una cabeza de sierpe (un dragón) que también está quemándose. De la popa, pintada de rojo y oro, sobresale una cola enroscada, escamosa, que termina en una punta de donde cuelga una linterna roja. Debajo del dragón hay una prominencia en forma de púa. Es un espolón. Para agredir.
Por dentro del resplandor se alza una quejumbrosa crepitación de chispas y maderos que estallan y caen. Cuando las llamas se apoderan de las velas, todos en el Euryanthe pueden ver, bajo la renovada luminiscencia, la cubierta del navío, llena de cadáveres abrasados y hojas de papel. Hay libros por doquier a pesar de que se trata de una máquina de guerra. Y, en el remolino del calor y el soplo entrecortado del aire, miles y miles de hojas de papel encendidas danzan como insectos. El barco parece que se quiebra bajo una extraña y ardiente nieve. Una vez abordado y arrasado, los piratas se marchan.
Hasta el Euryanthe llegan unos sonidos indefinibles que muy pronto Niño Robles identifica como cuerdas de guitarra mal pulsadas. Dice, tembloroso, que alguien sobrevive dentro del fuego, en agonía. Nadie le cree, hay demasiada muerte allí. El espectáculo es horrendo y bello. Entonces Niño Robles se para delante del capitán e insiste. Tal vez se trate de algún instrumento musical escaldándose, plañidero.
De cualquier modo, el misterioso sonido, al unirse al ruido de las llamas y el rechinar de los maderos, produce una impresión escalofriante. Todos escuchan sin hablar, sobrecogidos, hasta que las cuerdas, de estallido en estallido, arman una melodía singular, y a Niño Robles el semblante se le pone pálido. “Capitán Heathcliff, capitán Heathcliff”, murmura. Alguien toca una guitarra, una vihuela, una mandolina, un laúd… ¿Sería un arpa?
Apagada por las llamaradas y las estridencias, la melodía va haciéndose, sin embargo, más clara. Pero el barco torna a crujir, casi se parte en dos, y entonces sí se oye, diáfano, un grito. Es, sin duda, el grito de una mujer. Y del Euryanthe sale, disparado, un calabrote con un garfio. “¡Hay que salvarla!”, grita Niño Robles. “Cuidado con las llamas”, susurra el capitán con una serenidad tenaz, y se acerca a la luz que despide el extraño navío.
Cuando el calabrote y las alabardas hacen lo suyo y el Euryanthe se acerca lo suficiente, Niño Robles y otros buscan los tablones de la pasarela y rápido la ajustan. Nadie se mueve. Sólo se oye el ulular de las llamas. Y entonces el capitán sonríe con una mueca y avanza. Entre el fuego y él hay una antigua y áspera alianza.
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Recordar todo eso, bajo el sol perdidizo de la costa africana, lo aparta del ruido, de la lectura de las cartas no enviadas, de los golpes, del centelleo metálico de las bestias marinas, de los disparos, del murmullo de la espuma deshaciéndose en el litoral, de la idiotez de las peleas de a bordo, de las palabras descomedidas y angulosas de Da Souza, de la impaciencia de su sangre, del desprecio de una mujer amada, de la mezcla de odio y ternura que cuecen sus vísceras, de la amargura que corre por el interior de sus huesos. Es como un muerto acabado de despertar. Un muerto que regresa.
¿Golpes y disparos allá, junto al mar, en medio de la confusión? Golpes, disparos, gemidos, y rejones y tridentes en el aire claro de la playa, y mazas girando sobre las cabezas de los negros más peligrosos, y cuerdas a las que se les unta manteca de cerdo para que resbalen bien sobre los cuerpos, y redes —aplomadas para que caigan donde deben caer, encima de prisioneros desconcertados y coléricos—, y chillidos largos, capaces de rajar las olas.
Lo habían invitado a tierra. Ha dicho que irá. En un batel pintado de azul y amarillo —los colores del portugués da Souza— se atreve a bajar y cruzar la distancia que lo separa del combate. Al frente del batel, con dos remeros desnudos, va uno de los negociadores de da Souza, un hombre avieso que grita desde abajo: “¡Capitán Heathcliff!” Y él responde sin hablar, como siempre o casi siempre.
Arruga el entrecejo mientras observa al negociador, fugitivo del Brasil, matador criollo experto en la escogencia de mujeres para los tumbaderos del principesco Da Souza. Y Heathcliff baja. Y pone un pie sobre el batel y se sienta sin dejar de mirar, muy fijo, los ojos oscuros del negociador, que le entrega, envuelta en paños, una cimitarra enjoyada.
“Es un regalo de él”, susurra el hombre. “¿Por qué?”, pregunta Heathcliff. “Él dice que hoy es tu cumpleaños, o tu bautizo”, contesta el negociador. “Jamás he sabido la fecha de mi cumpleaños, y me bautizaron contra mi voluntad un día de un año que ya no recuerdo”, explica el obsequiado. Y sin demorarse en hacerlo, extiende una mano y acepta la cimitarra, pero prefiere un espetón, un montante, un hacha simple. O un machete.
Camina despacio, mide sus pasos. Hay rocas, salientes y oquedades de donde brotan, al olor de la sangre, crustáceos lascivos y algas arrugadas por el ácido de las medusas. Ve, con la misma brillantez de antes, nítidos al recortarse sobre la arena grisácea, a los negros fanti, que ocasionan porfiadas disputas con el grupo ashanti antes de que la fatiga los refrene a todos. El agua rompe con violencia en los riscos y un polvo aciago y húmedo se esparce por la playa y penetra en las heridas. La arena se llena de sangre que se cuaja.
No experimenta ningún dolor al ver las cruentas acometidas. ¿Su pena es más vigorosa? Quizás. Su pena se asemeja a una alimaña domesticada. De vez en vez enseña sus fauces. Al final, demasiado tarde, todos acabarán por entender que El Enemigo es aquel clíper de Baltimore que flota muy lejos, como una libélula obscura encima del mar opaco. El clíper los aguarda sin impacientarse. Querrá interceptar la carga cuando esté mar adentro, y si logra hacerlo la dispersará en lo profundo, entre los tiburones, o abrirá fuego con sus cañones hasta hundir el navío.
A unos metros ve a Niño Robles degollando a un viejo que alcanzó a clavarle un arpón en una pierna. Robles ha querido seguir a su capitán y lo ha hecho. Anhela estar allí, observando, descubriendo absorto el olor de la muerte, y, en principio, alentando y protegiendo al hombre que le dio trabajo a pesar de su juventud. Pero muy pronto ha comprendido que no puede ser un testigo quieto, indiferente, porque las cosas no son así.
Los negros pelean duro. Los negros contemplan con rabia sus grandes ojos azules. Hasta las mujeres de las cadenas de flores eslabonadas se atreven a degollar a los heridos blancos. Mientras, en lo alto de una duna, rodeado por su séquito, Da Souza no pierde de vista las embestidas. Cuando Heathcliff ve a Niño Robles, el viejo del arpón va cayendo, con rara lentitud, en la arena, y el cocinero se vuelve, trastornado, con las manos extendidas. Mira los ojos de Heathcliff, que está sereno, como adormecido por la visión de la sangre.
“Vámonos, capitán”, le dice muy de cerca, pero Heathcliff no lo escucha. Y Niño Robles regresa solo a la orilla, donde el batel es vigilado aún por los negros desnudos. Mete las manos en la espuma violenta, para lavar la sangre, y les indica que quiere regresar al Euryanthe. Pero el negociador dice que no, que regresarán sólo cuando el capitán decida hacerlo. Y es entonces cuando Heathcliff —armador minucioso, naviero de habilidades imprevistas— le dice a Niño Robles que no se aparte de él. No es que necesite protección. Más bien quiere cuidar del andaluz.
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En la caja había rojos y oros y líneas negras, todo bajo capas de laca medio enturbiadas por el paso de los años y por algún roce persistente de las llamas. La caja, con su broche de lapislázuli, estaba allí mismo, en su regazo, y él acariciaba las esferas gemelas del cierre y volvía a ver la figura tenue y escueta de Lady Murasaki avanzando por la playa, los pies descalzos, el cabello desanudado, dividido en mechones muy dinámicos, y los ojos perdidos, bajo una sombrilla rota que mal la protegía de la refulgencia.
A tientas, reconociendo las ondulaciones del viento, caminaba por la orilla la-mujer-salvada-de-las-llamas, y así evitaba, sin poder verlo, el brillo cristalino de las medusas moribundas. Era una mujer tan sucinta y distinguida que apenas se refería a su mal, y, si lo hacía, siempre hallaba el modo de convertirlo en una predicación enfática que se añadía a alguna de sus pocas frases, donde la cortesía parecía brotar del conocimiento.
Esta de ahora, una Lady Murasaki renacida, ya no llevaba en el rostro el quebranto de la destrucción. Portaba un quitasol bermejo y unas sandalias de cuero preparadas por uno de los esclavos domésticos de Monk Lewis. En el pelo, con una guirnalda, traía hebillas de metal laqueado y otras, más austeras, de conchas pulimentadas. El aire alzaba una parte de su pelo y lo partía como si estuviera dibujándolo. Monk Lewis los había acompañado en el regreso a la costa, los tres metidos en una calesa de interior muy tibio. Una llovizna pulverizada caía entonces. Se acercaba el invierno.
Con la mirada perdida la mujer pregunta: “¿Usted ya vio mis dibujos?” Heathcliff aprieta la boca. Ella asiente.[5]
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Al principio, era la bruma, una emancipación dorada, y había un alfanje negruzco cortando trozos pútridos de cielo rosa que caían sobre el mar antes de que los peces huyeran hacia los témpanos meridionales, donde había hombres enceguecidos por el blanco del frío, por enormes paredes de hielo y por el brillo siniestro de las ballenas.
Al principio, había un rojo doloroso que iba muriendo debajo de aquel gris de podredumbre, y después venía la bruma, que aún impedía al oro aparecer en la lejanía oriental, entre destellos que cegaban a los marinos. No era fácil mirar recto hacia el Levante. Pero por allí venían los piratas ingleses.
¡Ostentación y crueldad! Y, con ellos, una música sonada en trompetas que se alargaban de babor a estribor, trompetas cobrizas que se oían como un viento atrapado y rabioso. Cuando sonaban y el retumbo se oía claro, semejante a una invitación de fervor o de recogimiento, quería decir que la muerte andaba cerca. Entonces, si era de noche, las luces de cubierta eran apagadas y del bauprés se colgaba una cruz de oro.
Luego del gris del amanecer, cuando ya el oro no encuentra resistencia, la playa empieza a dibujarse con una melancolía extremada por la falta de brillo, que lo invade todo, como si el sol no hiciera el menor efecto en la arena, tras lamerla, ni en la vegetación del trasfondo, ni en la mole redondeada de las dunas, en una de las cuales resalta aún el palanquín de Da Souza.
Hay una fila de lanceros inmóviles y dos o tres hombres que recorren la larga fila bajo la mirada del brasileño. Vigilan dos claros de la vegetación, dos sitios abiertos allí para recibir las dos pequeñas expediciones donde viene la carga humana que ingresará al Euryanthe. Da Souza está inquieto porque espera que su orden sea cumplida con precisión: que las expediciones no lleguen juntas, sino con una diferencia de una hora o más, para evitar coincidencias. Son negros y negras de tribus enemigas y no quiere dificultades. Ya el Steady Man le pagó lo suyo, pero aún falta meterlos a todos en el Euryanthe.
Muy poco después aparece la primera partida, mustia, silenciosa, fantasmal a pesar de la luz solar. Por suerte hay pocos niños y ninguno grita. Mujeres, casi la mitad. Son fuertes, de buena piel. Tienen la mirada más viva que la de los hombres. La mayoría de ellos mira en derredor o hacia la tierra. Las mujeres, no. Todos vienen enristrados en formaciones de diez piezas. Ha habido mucho celo en el traslado y los negociadores están nerviosos.
Una parte de los lanceros de Da Souza sustituye a los negociadores, que ahora beben y ríen mientras observan el alto palanquín amarillo y azul. Las ristras hierven de curiosidad. Todos se sientan en la arena. Mejor así. Reciben, cansados, el sacramento del sol y el salitre y huelen el mar. Algunos murmuran y miran hacia la lejana esbeltez del Euryanthe.
Entonces llega la segunda partida, muy distinta de la primera. Esta tiene una apariencia anómala, casi impropia, como si los negros, a pesar del aturdimiento del cansancio, estuviesen inquietos a causa de algo invisible y más poderoso. El jefe de los lanceros, un ashanti de rostro cerrado, se acerca al negro más alto, un fanti de mirada alta, y le agarra la cara con brusquedad. Queda allí, registrando en los ojos del prisionero alguna cosa.
Hay unas palabras mordidas. El lancero se separa y levanta su arma y la punta se clava, sin profundizar, en el hombro del otro. Ambos gritan frases de desdén y se miden con la vista. Pero apenas tienen tiempo. Por detrás de la arboleda más espesa aparece un grupo de fantis que liberan ágilmente a sus iguales, incluidas algunas mujeres. Han traído sus armas y las reparten a toda velocidad. La sangre empieza a correr y saltar. Por detrás del grupo de fantis se esparce una docena de ashantis que, como los demás, han venido siguiendo a las partidas. La confusión y el desorden sorprenden a los lanceros de Da Souza, que se organizan con rapidez sin alcanzar a dominar la sorprendente situación.
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En realidad, nada sabía él de pigmentos, y aquellos frascos que Lady Murasaki iba sacando de la bolsa de piel leonada empezaron a intrigarlo cada vez más. Ella le dijo que contenían pigmentos indelebles, como los que la naturaleza había regalado a algunos crustáceos de la isla de Sumatra, o como los que podían verse en las alas de algunas mariposas que el Steady Man, hombre curioso y detallista, había visto volar en algunas regiones próximas al Polo Sur, cuando, en confines tales, el hielo se propagaba en penínsulas de pura magia que iban alargándose entre macizos de flores anaranjadas y arbustos donde crecían frutos venenosos, pero capaces de producir tinturas de un verdor mineral, intenso, de aroma ácido.
Imaginó, al evocar los relatos del Steady Man, los bordes del hielo antártico, y tuvo la visión de Lady Murasaki azotada por la ventisca, caminando despacio mientras tanteaba aquellos arbustos con una suerte de placidez resignada. Llevaba una cesta de mimbre tapada por un pañuelo de seda. De vez en vez alzaba los ojos y los fijaba en una lejanía blanquecina, donde por momentos la ventisca, cuando se calmaba, dejaba ver la silueta de un barco varado, sin velas, pero pespunteado de fanales y estandartes.
Lady Murasaki hizo un gesto lánguido, parsimonioso, y empezó a desenroscar las tapas de los pomitos. Eran de jade y no tenían etiquetas.
¿Cuál era el destino de aquella dama, adónde iba, cuán importante era?
Desde la poltrona de la habitación en que había dormido desde su primera noche en la casona de Monk Lewis, el absorto Heathcliff lee sus papeles y de reojo escudriña a la visitante. Durante el desayuno, a solas con Monk Lewis, este asegura a Heathcliff que la joven ha de ser japonesa, o china, y que no es que ella —extravagante y desconsiderada— ande en bata o camisón como si tal cosa por los corredores de la vivienda, a veces descalza, a veces con sandalias.
“Usa un quimono”, le explica Monk Lewis con una sonrisa. Heathcliff se disculpa sin reconocer que no sabe qué diablos es un quimono. “Le salvamos la vida, por eso demoré en llegar”, subraya en voz baja. La explicación de Monk Lewis le resulta incomprensible. “Por lo que me cuenta usted, ella viajaba en un buque imperial, protegida por un guerrero del Soberano Amarillo”, balbuce Monk Lewis, concentrado en sus pensamientos y procurando imaginar el episodio. Heathcliff alza las cejas.
“¿El Soberano Amarillo?”, repite. “El Emperador”, dice Monk Lewis medio hechizado. “Había un guerrero moribundo que la protegió hasta morir”, aclara Heathcliff. Se da cuenta de que al anfitrión la historia de ese salvamento le produce regocijo.
Ahora Lady Murasaki lo mira y sonríe. Él baja los papeles, observa los pomitos, que más bien parecen perfumadores, y descubre la caja laqueada. “¿Guardas todo ahí?”, le pregunta. Lady Murasaki acaricia la superficie de la madera y abre la caja. Deberá acostumbrarse a verlo todo con las manos. Dentro hay un pequeño sobre abultado, de papel magenta, con una cinta del mismo color, y un conjunto de leznas. También hay un rollo de pliegos atados con un cordel. “Aquí guardo lo que va a sobrevivirme, señor”, explica en su inglés penoso, empedrado.
Y añade: “Ikigai, la razón que me hace vivir”. Pero él no escucha.
Se quita las sandalias, deja al descubierto los blanquísimos pies. A tientas se acerca al ventanal por donde el amanecer ha entrado. A Heathcliff se le oscurecen los folios. “¿Qué haces ahí? Estás quitándome la luz”, dice y la mira. “Debo tomar mi baño ahora, señor”, asegura ella y deja caer el quimono. Sólo la cubre un calzón sencillo con fajas acordonadas.
La doméstica, una negra de unos sesenta años, observa la escena desde la habitación contigua. La espera junto a una tina de loza y cobre. Al ver que Lady Murasaki no se mueve, avanza hasta ella con un gesto de impaciencia y saluda a Heathcliff.
“Hazle caso”, dice él sin apartarse de sus papeles. La doméstica mira ceñuda a Heathcliff sin entender —¿quién debe hacerle caso a quién?— y mueve un abanico de hojas de palma delante de los ojos de Lady Murasaki. Entonces toma una de sus manos y la hala.
“No le busque las cosquillas al diablo”, murmura. La japonesa sonríe y se deja llevar. Las dos mujeres desaparecen y la puerta se cierra. Poco después Heathcliff siente el perfume.
♦
Salta dentro de las llamas de la embarcación moribunda, pero las llamas están como retirándose y dejan un espacio de quemazones y humos olorosos, muy aromáticos, que transforman los hedores habituales del Euryanthe en algo lejano. Cuando mira con atención el espectáculo de cubierta y sus maderos reventados, comprende que de veras hay libros por doquier. Libros grandes y pequeños, abiertos o cerrados, intactos o carbonizados, y dispersos, acaso derramados allí con minuciosidad. Toda una biblioteca.
Como ha empezado providencialmente a llover, el ardor disminuye un poco, aunque las llamas aún son enérgicas. Entonces levanta la vista y lo ve, en un recodo de la proa, erguido, marcial, con una mano que se crispa encima de la empuñadura de su espada. Es un soldado. Un guerrero. A sus pies hay una criatura medio envuelta en gasas y paños húmedos. Una mujer. Una mujer impasible, estática, que toca o parece que toca un instrumento de cuerdas. Los ojos de la mujer miran hacia ninguna parte. Del cuello del guerrero salen dos flechas que están a punto de acabar con su vida.
Entonces la mujer comprende que no están solos, que alguien más está allí, a unos pasos, y que la lluvia los pondría a salvo del fuego, no así de la muerte, o de un nuevo sufrimiento. En voz clara, pero temblorosa, hace una pregunta y mueve la cabeza. La inclina con lentitud, como si anhelara escuchar algún sonido. No mira a Heathcliff sino hacia la mole del Euryanthe. Ha dicho palabras en una lengua extraña. El guerrero sí mira a Heathcliff directamente a los ojos y saca la espada. Se pone en guardia. Heathcliff se pasa la mano por el cabello mojado, lo alisa hacia atrás, entrecierra los ojos.
Ha dormido muy poco. El guerrero va a decir algo, pero de la boca le salta un buche de sangre. Y se derrumba, muerto. La mujer se desembaraza de los paños y las gasas y enseña una cabellera negra muy larga, parte de la cual todavía conserva las formas de un peinado singular, donde hay hebillas de tornasol y prendedores dorados. Sin soltar del todo el instrumento, levanta una mano, agita levemente la cabeza y toca el cuerpo del hombre que ha caído delante de ella. Palpa la coraza, palpa el cabello y la sangre. Como la espada, a medio desenvainar, tiene la hoja al descubierto, la mano roza el filo y queda herida.
Heathcliff dice algo. Ella se sobresalta, olvida el corte repentino en los dedos, olvida al muerto y vuelve la cabeza en dirección a la voz. Es entonces cuando él comprende que la mujer es ciega.
“Ven, puedo ayudarte”, le dice. Ella grita otra frase y, de repente, queda inmóvil, como extrañada. “Puedo oírte, señor”, dice en un inglés anómalo, hipervocálico. Su mano se alza más. Heathcliff ve la sangre de los cortes en los dedos. “Vente conmigo”, dice y se acerca.
Con rapidez ella saca un puñal y lo agita. Pero su expresión es blanda y cansada. “No te atrevas a hacerme daño”, susurra llorosa. “No hay más daño que hacer”, reflexiona Heathcliff mientras la levanta y la carga. “Cómo te llamas”, le pregunta. La aprieta contra su cuerpo para sostenerla mejor. “Soy Lady Murasaki”, contesta ella antes de desvanecerse.
El puñal cae sobre el traje de combate del guerrero muerto, rebota fantásticamente contra el yelmo erizado de penachos bermejos y se clava a los pies de Heathcliff. La hoja tiene la forma de una espina de rosa. En su otra mano la mujer todavía aprisiona una caja laqueada.
El instrumento musical queda allí, bajo la lluvia tenue, mientras ambos —ella en brazos de Heathcliff todavía— cruzan la pasarela y dejan atrás el barco, que termina de quebrarse y va hundiéndose, callado. Cuando el mar se traga las llamas, la oscuridad restablece su imperio.
♦
Había abandonado Wuthering Heights pasadas las once de la noche, en medio de una húmeda tenebrosidad que le acariciaba la espalda, pues ya a esa hora caía una llovizna pertinaz, fina, de gran poder de impregnación, y la luna se indefinía hasta desvanecerse en un palor corredizo, entre lo floreciente y lo marchito.
El cernido tremolaba encima de su espalda, pero allí, entre los hilos de agua que corrían, había otros de naturaleza diferente. Los hilos lo martirizaban. El agua era como una helada sensación abstracta, pero también como los dedos incontrolables y vivos de la lluvia, ávidos de una carne infeliz.
Antes de la partida hay un instante aterrador, desventurado.
La voz de Catherine se escucha distinta. Es un ahogo donde se alza un tumulto de ferocidad e infortunio.
La letra C en gules, sobre campo de sable.
Heathcliff quiere dar su alma a cambio de no escuchar aquellas palabras suspendidas dentro de su cuerpo y que empiezan a grabarse en el centro mismo de su corazón fuerte y desnudo.[6]
Pero él, ¿tiene en verdad un corazón así? En el silencio no se sabe. Ni en el habla que intenta describir un sentimiento nacido en las rocas de basalto que sostienen el mundo. ¿No era ese el señorío de las alturas indefinidas? ¿No era ese el caos fosco, negrísimo, de la maldición constante (mitigada por la esperanza) de vivir si amor?
Las postrimerías se encontraban allí, frente a él, invitándolo a imaginar las prefiguraciones del océano, los fríos eternos, un río sin fin, un cielo teñido de gaviotas, una playa ensangrentada. Pero entonces nadie quiso recibir su alma.
A punto de interrogar por última vez los rostros de la gran estufa, comprendió de repente que no habría un recibimiento para su alma, y que tampoco su corazón se hallaba protegido por el metal que imaginaba tener dentro de su pecho como una armadura. Era un hombre de apariencia fuerte que escondía a un ser débil que escondía a un pequeño animal vigoroso y sórdido que había nacido en las riberas de alguno de los ríos del Mundo Subterráneo. Y ella, su alma, estaba consigo, a flor de piel: criatura asustada a causa de sí misma, encogiéndose cada vez más en el fondo de su sangre.
Nadie en el mundo visible ni en el invisible quiere cambiar su alma por la voz de ese corazón fuerte y desnudo. Y entonces se levanta, envuelto por las tinieblas del corredor, y sale a la noche, a la lluvia impía, y corre hacia los páramos, hacia el roquedal azotado por la luz de los relámpagos.
Los húmedos postigos de la casa despiden al viajero al estremecerse y golpear contra los marcos. En el interior de Wuthering Heights, salvada la contrapuerta, la señora Dean vela junto a una lámpara de llama suave. El fuego de la estufa no crepita. Arde en silencio y rectamente. Los perros se han callado hace poco y por momentos el silencio es total.
Furioso, el aire exterior araña los maderos. Allí deja los trazos de una escritura que nadie sabe leer.
Notas:
[1] El Steady Man no es otro que el capitán J. G. Stedman, cuyos diarios (el manuscrito es de 1790 y la primera edición, de 1796) fueron preparados por los notables investigadores y antropólogos Richard Price and Sally Price en la Ford Bell Library de la Universidad de Minnesota.
[2] M. G. Lewis, novelista inglés. Autor de El monje. Luego de encargarse de los negocios de su padre en Jamaica a la muerte de este, se convirtió en dueño de plantaciones y esclavos. Murió en uno de sus viajes de regreso a Europa, tras enfermarse de fiebre amarilla.
[3] Da Souza, traficante de esclavos de origen brasileño, es conocido también como Cha-Cha. Fue hombre poderoso, cruel y muy lúcido. Sus referencias están en los diarios del capitán negrero Theodore Canot, publicados en Baltimore por Brantz Mayer en 1854. Puede vérsele en la novela El negrero, de Lino Novás Calvo.
[4] Euryanthe, palabra que según Dulce María Loynaz parece hecha de cristales, es el nombre del barco del joven marino que acompaña a Bárbara, protagonista de su novela Jardín.
[5] Lady Murasaki, la-mujer-salvada-de-las-llamas, guarda en un cofrecito laqueado sus dibujos. Ya Heathcliff los ha mirado no sin una mezcla de consternación y deleite. Son shungas. Escenas de amor carnal.
[6] Catherine dice: It would degrade me to marry Heathcliff now, so he shall never know how I love him: and that, not because he’s handsome, but because he’s more myself than I am. Whatever our souls are made of, his and mine are the same. Heathcliff escucha todo esto y abandona de inmediato Wuthering Heights.

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