Por qué, para qué (tareas de salvamento)

Para Anna Livia Plurabelle.


Fue hace unas semanas, en Nodo Habana. En el espacio “La Letra Inyectada” del proyecto La Jeringa. El malecón, de un lado. Yo, del otro. Al inicio de la noche. En compañía del intenso ruido de los autos y del calor. Delante de un grupo de curiosos mayormente jóvenes. 

Y alguien me pregunta por qué escribo. 

Las palabras de ese indagar tan heavy y tan predecible no venían ordenadas como para una comprensión académica, ni para propiciar una negociación entre la lógica del trabajo literario y la emotividad de quien lo realiza. Más bien, estaba antecedida por un comentario sobre el lenguaje corporal (el lenguaje de mi cuerpo, en concreto).

Ese preámbulo era o quería ser un síntoma de algo. Media hora antes, yo había respondido una especie de tenso cuestionario (una decena de interrogaciones encadenadas) sin mirar a nadie en particular. En cualquier caso, al parecer, dejaba fluir mi pensamiento. 

No fijé la vista en nadie. O tal vez sí: en puntos sin rostros, en zonas vacías de receptores. Quien me preguntaba ponía el énfasis en ese detalle: mi mirar evasivo, que no tímido. Una actitud parecida a la de quien no desea (porque no quiere o porque no le hace falta) hacer contacto visual. Yo ni quería, ni necesitaba ese contacto.

No es posible responder con sencillez y de manera directa cuando te preguntan por qué escribes. Según Nadine Gordimer, dama de acerada gentileza, Jorge Luis Borges habló de contentar a sus amigos y evitar el aburrimiento. Jean-Paul Sartre aludía, por su lado, a la brecha entre actuar y escribir (actuar socialmente, signifique eso lo que signifique), a sabiendas de que lo mejor que él podía hacer era escribir, no actuar. Y Albert Camus subrayaba las dosis de valentía y talento de las que uno es consciente (las dosis que uno sabe muy bien que posee) cuando decide que su tarea primordial es la de producir una escritura en torno a asuntos humanos universales y de urgencia.

Tras esa pregunta, por qué uno escribe, lo que ocurre es el reacomodo de la propia pregunta. Porque asumirla sin retoques es casi imposible.

He pensado muchas veces en la utilidad de lo que hago y me da un poco de vergüenza suponer que todo eso no habrá servido de nada, aun cuando no albergo la menor pretensión de trascendencia. Lo cierto es que, de modos muy diversos, lo que uno hace como escritor siempre sirve de algo (los libros son movidos por fuerzas invisibles y cuelgan de hilos balanceados por soplos misteriosos) si uno es leído, aunque sea un poco. 

Lo misterioso es que uno nunca sabe quién lo lee, quién deberá leerlo, quién podría tener esa necesidad o sentir semejante impulso. Y eso sucede gracias a (o a pesar de) los mitos específicos que a uno lo acompañan, sin que tenga uno responsabilidad directa en ello. En especial, si uno se aparta y pasa inadvertido y, más allá de toda intención, uno se esfuma un poco y se avecina al James Joyce que, entre París y Zúrich, conectó, para definirse, tres cuestiones: el silencio, la destreza, el destierro.

Escribo en silencio, sin ir a ninguna parte (mi presencia en Nodo Habana fue una excepción extraordinaria), ni dejar huellas de mis pasos por La Habana. Soy diestro, creo, por formación, por oficio, por disciplinada persistencia y por el tiempo transcurrido. Y me he desterrado a mí mismo hacia una región de la vida donde importan muy pocas cosas y cualquier respuesta ya la he dado por medio de mis libros y artículos. 

(Entre paréntesis: en alguna oportunidad del pasado reciente alcancé a establecer un vínculo entre esa “táctica” de Joyce y el modus operandi de Virgilio Piñera en sus últimos años, cuando, para las autoridades culturales cubanas, era poco menos que un apestado.)

Cuando escuché la pregunta de marras, que había sido introducida, repito, por un comentario sobre mi manera de evitar poner la mirada en el auditorio, por mi mente cruzó la idea de que un escritor no se define por los textos que publica. Es decir, por el acto de publicar

Que uno publique es accesorio y fortuito —un hecho próximo a lo subalterno y que depende en buena medida de la suerte—, aunque se trate, al cabo, de una circunstancia muy importante. Y, sin embargo, no hay que publicar. Podría decirlo al revés: no importa publicar, aunque haya que hacerlo.

En 1987 o 1988, Dulce María Loynaz me aconsejó que no me apresurara. Me dijo que era mejor demorar mucho en publicar, que dar frutos sin sazón. 

Por esas mismas fechas, y en relación indirecta con lo anterior, el poeta Jorge Luis Arcos me contó algo fascinante. Fina García Marruz escribía ciertas cartas metafísicas —con destinatarios fantasmáticos o reales— que eran, en última instancia, auténticos ensayos acerca de la naturaleza y la utilidad de la poesía. 

Después de escribirlas, las rompía y las arrojaba a la basura. Y entonces, horas después, recordaba un pasaje que debía ser modificado. Y regresaba a la basura, localizaba el trozo de papel, reescribía o tachaba o enmendaba, y ponía todo otra vez en la basura.

Hay ordenamientos del lenguaje que perduran en el éter, captados por oídos invisibles.

Hablar de mis libros, frente a un público de jóvenes, sin mirar a nadie, era, repito, un ejercicio de meditación en voz alta. No tenía ni siquiera la opción de figurarme que me dirigía a un espejo. Tampoco era preciso, supongo.

Y dije, recuerdo, que un texto se convierte (o no) en literatura justo cuando es leído. Este fenómeno, a la inversa, involucra el acto de escribir. Involucra el hecho de la escritura como resultado de una lectura simultánea.

Escribes y lees al mismo tiempo. Escribes porque, de cierta forma, lees lo que escribes. Y lees a otros escritores porque, en ocasiones, reescribes lo que ellos van inoculándote.

Hay que aferrarse a la belleza de ese proceso (y, sin duda, a la belleza de otros) porque, inevitablemente, la Isla va camino a su zombificación o algo similar.

Entonces respondí: 

Escribo por solidaridad con los orígenes ctónicos del entusiasmo que experimento ante ciertas cosas muy disímiles. Escribo porque necesito compartir ciertos entusiasmos. Y porque no perder el entusiasmo es como no perder la ilusión de que hay experiencias humanas comunicables (transferibles) por medio del lenguaje. 

Debí agregar que algunos de mis libros son Libros de la Noche, escritos en nocturnidad y con palabras bañadas por cierta nochescencia. 

En ese estado de entusiasmo, que los griegos arcaicos hacían depender de lo inefable, el lenguaje torna a adquirir su condición mágica. Los griegos tenían una palabra justa, enthousiasmós, que remitía a un étimo muy peculiar: éntheos. Es decir: un dejarse invadir por el dios, por un dios. Un ser/estar apresado por lo divino.

Pero no siempre el entusiasmo estético significa alegría. El espectáculo de un desastre humano donde todavía el humanismo no se apaga, puede entusiasmar (o conmover, para ser más preciso) a pesar, incluso, de ese optimismo irresponsable y cínico que muchos políticos enarbolan como si tal cosa.

Escribo porque confío en la diseminación de mis palabras, un proceso que va a acompañarme cuando ya no esté entre los vivos. No hablo de trascender con fama, ni con aplausos. Hablo de mantener viva (pero en una intimidad cuántica, diminuta) la energía propia del lenguaje (mi lenguaje) junto a otras energías.

Los libros detentan ese poder residual.

Ojalá tenga fuerzas para alcanzar a ver el renacimiento de esta pobre Isla. No sé si semejante eclosión resulte novelescamente atractiva. Sí sé, en cambio, que habrá fortuna, como dice el I Ching, y que, al menos, mi ordenador no se apagaría de súbito mientras mis ojos se adaptan a la oscuridad, esa obscena costumbre con que se expresa hoy el fracaso.