Porno terapéutico-educativo

Y qué voy a contar? 
Pues esa historia: la de la terapeuta desengañada y el cuadripléjico rebelde. 
Extrañezas de mi ciudad, hechos reales que parecen irreales. 
Hechos irreales que amenazan con ser reales. 
Porque, como le dice Hamlet a Horacio: 
“There are more things in Heaven and Earth /…/ 
than are dreamt of in your philosophy”.


Cero

Todo relato aspira a ser real, incluso si ya lo es. Enunciar así el asunto no es una boutade. Eso me lo enseñaron algunos escritos de Jung y de Heidegger. Y mis conversaciones con Ezequiel Vieta. 

Volví a leer Hamlet en una edición especial, llena de notas (las notas ocupaban el doble del texto de Shakespeare). Iba a hacer un examen de inglés. Vieta me prestó el libro. 

Antes de la lectura, ya teníamos intercambios en ese idioma. Un entrenamiento. La modulación de Vieta era lenta y muy de New England. Había sido profesor en el Franklin & Marshall College, en Lancaster, Pennsylvania.



Uno

La vida, palabra habitualmente vacía, tiene cosas tremendas, y más en eso que —a falta de un buen sustituto y ahora ya en el contexto insular— seguimos llamando vida

De lo cual se infiere, acaso, no que haya repeticiones, sino que existe una vida (en apariencia más pequeña y más breve: la vidita) dentro de la vida (la vidita de un árbol es tan rica como la vida del bosque que lo acoge y oculta) y que, además, estamos lejos, en la Isla, de presenciar e inmiscuirnos en el movimiento autorreflejo de un fractal (la democracia natural del bosque). 

Porque ellos no viven como nosotros, ni nosotros vivimos como ellos, por ejemplo. Hay que empezar por ahí. Lo contrario es el caos del movimiento browniano y ameboideo de la cotidianidad inmediata. Entropía espontánea y originaria. El Estado tendiendo a cero.

Pero basta de patochadas y avengámonos, entonces, a observar el itinerario de una mujer-árbol y su trabajo. 

Es vecina del bosque de Centro Habana y recién cumplió 39 años. Mujer sin hijos, pero con sobrinos y sobrinas. Algunos viven fuera de Cuba. Está sola, sin marido ni amante. “Mejor así”, suele repetirse a sí misma. 

No es extraño que, por las noches, mientras ve alguna película, a la aún joven señora Peralta (“doctora Peralta”, la llaman) la interrumpa una videollamada familiar desde México o EE.UU. 

Hoy esto es motivo de alegría y reafirmación. Porque, además, cubano o cubana que lo sea de veras, siempre recibirá y atenderá alguna videollamada que proceda del Otro Lado. 

El Gran Proyecto insular es tan exitoso que prácticamente todo el mundo ha querido, quiere o querrá largarse. He aquí un deseo multitudinario que por lo general se cumple.

El trabajo de la doctora es hoy singular y carece, por ejemplo, de horarios fijos. Tampoco lo realiza todos los días. 

Annia Rodríguez Peralta es una fisiatra competente. Durante años trabajó “para el Estado” (así es como se dice), en un hospital de La Habana. Hasta que se cansó y se aburrió. Y se mantuvo varios días encerrada en su apartamento, meditando en silencio.

Pero un día tocaron a la puerta. Se trataba de una mujer de cierta edad que sonreía todo el tiempo, mezclando el agobio con la timidez y la satisfacción. Alguien le había recomendado a la fisiatra Annia Rodríguez Peralta. ¿Era ella? Claro que sí. 

“Mi hijo es cuadripléjico, tiene 21 años, usted es joven y competente y seguro podría ocuparse”, le dice, intrépida, la mujer. 

Hay una paga y es buena. Recompensa llamativa. 

Ana, sorprendida, le hace algunas preguntas. Cada sesión sería de 2 horas. La mujer afirma que pueden ser varias sesiones a la semana. Y la fisiatra acepta. 

Comprueba que hay buen dinero, más la deseable proximidad. Porque la mujer y su hijo viven a menos de un kilómetro y no tendrá que esperar un ómnibus inexistente ni pagar por un taxi.

Hacerle compañía a un cuadripléjico, desarrollar alguna terapia de masajes, dialogar con él, ¿quizás leerle las noticias más frescas de internet? Annia Rodríguez Peralta no sabe qué más añadir a ese rudimentario plan de tareas. 

“Digamos que algún tratamiento físico para atenuar contracciones, acompañarlo, oírlo, comunicarse con él… Sea abierta y creativa”, había sugerido la mujer. 

Y hace silencio. 

Y baja la cabeza y la alza y añade, observándola sin pestañear: “Le pido discreción total”. 

Annia Rodríguez Peralta asiente. 

“Por supuesto que sí”, contesta.



Dos

El joven de 21 años se llama Roymel y es medio gordito. Usa barba y bigote recortados. Piel suavemente amulatada, como la de su madre. Disfruta (¿a conciencia, diríase?) de una mirada dulce y verdosa que no le impide merodear por los encantos (sucumbamos a la machacona claridad de los lugares comunes) de Annia Rodríguez Peralta. 

Tras el primer encuentro, que es donde las expectativas y las primeras impresiones adquieren nitidez, la doctora le pregunta a la madre de Roymel cuál es el origen de la lesión. 

Hay inquietud. Suspicacia. Comedimiento. 

“Hace 4 años, en una de esas protestas… Mucha violencia, ya sabe usted. Él salió con unos amigos. Y le dieron con un palo por la nuca… A él y a otros. Todo muy confuso. Lo dejaron en una acera, cerca del parque Antonio Maceo. No se lo llevaron, porque estaba inconsciente y parecía muerto”, le cuenta la señora. 

“Lesiones cervicales, le jodieron la médula en esa zona”, murmura la doctora como para sí. 

“Exactamente, se trata de una lesión cervical”, reafirma la señora y junta las manos y enmudece. 

“¿Quiere que regrese mañana a la misma hora?”, pregunta Annia Rodríguez Peralta, en el mismo tono que tal vez usaría para preguntarle a alguien si quiere una cuña de panetela de limón con helado. 

Está nerviosa. 

“Si a usted le parece bien, sería muy conveniente”, contesta la madre de Roymel. 

Y se despiden. De los orígenes de la lesión cervical no hablarían más.



Tres

Ha pasado un mes. Los apagones son desesperantes, pero en la casona hay una buena planta eléctrica. “Los laterales del cuello, el vello de la zona alta del pecho… y las tetillas”, dice Roymel, con voz medio quebrada. 

Los efectos de la mitad de la Viagra ya están ahí, emancipándolo. La doctora le preguntaba, un tanto en vano, por sus sitios preferidos para las caricias y él, hasta cierto punto convencional, respondía en medio de un azoro que en ocasiones era fingido. 

La pregunta no tenía otra intención que la de reacomodar la curiosidad y volver a encuadrar los referentes, para dejar un margen de desenvoltura en un cuerpo que ya no era normal, aunque lo hubiera sido cuatro años atrás. 

“No sé si a tu madre le parezca bien que este sea otro camino dentro de mi trabajo aquí, contigo”, comenta la doctora al notar el bulto de la erección debajo de la sábana. 

El aparato de aire acondicionado ronronea a 17 grados centígrados.

“Si grabamos todo esto y lo subimos a YouTube, con algunas explicaciones y saludando al público, podríamos ganar dinero”, bromea Roymel. 

Le habla a la doctora de la autoficción y del morbo clínico. Y de la memoria íntima del cuerpo. 

“Yo daba clases de mi especialidad en el Ameijeiras”, indica ella sin entender mucho y después de reponerse del sobresalto. 

“Cerca de allí ocurrió todo”, recuerda él, ensombrecido. Pero restaura su sonrisa en cuestión de segundos. “Parece que alguien está despertándose de verdad”, dice y agranda los ojos. 

El bulto oscila. La doctora sonríe y se muerde un labio. 

“¿Quieres un vaso de agua?”, pregunta. “No, ya tengo la pinga dura”, se emociona él.



Cuatro

“Será como ustedes decidan. En definitiva, es él quien tomaría las determinaciones, incluso en los detalles”, responde la señora. 

No se siente cómoda con el proyecto de hacer programas para ese canal de YouTube. Ni siquiera cuando se le ha explicado que, a pesar de ser pornografía, se trata en cualquier caso de una variación terapéutico-educativa. 

Sin embargo, cuando ya ha sido convencida de que el pene de Roymel, siendo lamido y chupado por la doctora, no va a constituirse en una obscenidad (porque, ante todo, es un pene clínico y no una pinga cubana), y que la vulva de la fisiatra, incrustada en el rostro del paciente, no representa la agresividad de un bollo con ansias, sino la afable ternura de una mujer alimentando a un necesitado… Cuando ya todo esto ha sido resuelto por medio de explicaciones altamente conceptuosas, Roymel expresa su deseo de asistir, en su silla de ruedas eléctrica, a la Marcha del Pueblo Combatiente que, por esos días, tendrá lugar en La Habana, desde el Parque de la Fraternidad, por Prado hasta el mar, y por todo el malecón y la Avenida del Puerto, desde el embarcadero de la lanchita de Regla hasta la cascada del Hotel Nacional.



Cinco

“Tu gesto es irónico, muy burlón, pero, ¿qué locura es esa?, ¿qué ganarás, si es casi imposible que alguien sepa quién eres y por qué estás ahí?”, pregunta la doctora. 

Roymel le ha dicho que su participación no pasaría de ser un gesto y un gusto íntimos, y que es eso lo que quiere y nada más. 

Ambos se acompañan en el mundo intransferible de la habitación, lo saben bien, y les gusta que así sea. La madre da gracias a Dios y reza un poco. Les prepara dulce de tamarindo con trocitos de queso Gouda, tostadas de pan de 150 pesos y café con leche. Y oyen música en silencio. 

Él le presenta a Pietro Aretino y, tras oír sus palabras, la doctora se asombra. “Morbosote y singón, seguramente”, ríe. 

Él la conmina a leer los sonetos en voz alta, y el bulto vuelve a crecer. Su pronunciación no posee la menor prestancia, pero lo hace de la manera en que él se lo ha pedido: desnuda, la raja expuesta, balanceando con levedad sus caderas, sentada en la cama frente a él y recostándose a sus muslos. 

“Tienes las tetas de Mia Khalifa”, testifica Roymel.



Seis

El día de la Marcha, poco después del amanecer, Annia Rodríguez Peralta acude a ver a Roymel como si fuera un día igual que otro cualquiera. La señora le ofrece una taza de café. 

“Lo pasé a la silla de ruedas, sólo tendrás que vestirlo”, aclara. 

Annia no entiende bien qué ocurre y entra en la habitación. Roymel está, efectivamente, en la silla de ruedas. Desnudo, esperando. 

“No sé a qué hora deberíamos salir”, observa ella. 

“No saldremos”, dice él. 

“¿No? ¿Y entonces?”, pregunta la fisiatra y se acomoda en la esquina de la cama. 

“Ya es bastante con haber tenido esa idea de irme allá y sentirme salpicado por todo ese fanatismo y toda esa crueldad”, concluye él. 

“Grabemos otro episodio de pornografía terapéutico-educativa”, propone la doctora y se quita el blúmer sudado y separa los muslos. “Mira, qué rico huele”, baja la voz y acerca el blúmer al rostro de Roymel. 

“El mismo aroma que debió de enloquecer a Pietro Aretino”, murmura él y ríe. 

“No pudieron quitarte el placer de que la pinga se te pare así”, asegura ella y lo palpa. 

“Aunque igual esté mutilado”, acota él. 

“Así es la guerra, nené”, resume Annia Rodríguez Peralta. 

“Ven, doctorcita… siéntate encima, déjame singarte bien”, la arrulla él.

La madre deambula por la cocina, pero es mujer de clarividencias simbólicas y pone música. Y suenan las trompetas de la Fanfarria por el hombre común, de Aaron Copland. 

Las tropas aliadas están a punto de entrar en Berlín e pur stan dritti e franchi, ansando stretti a tal piacere intenti, e fin ch’ei durerà saran contenti…

Cae el telón.






discurso-en-la-universidad-de-la-habana-sabatina-del-22-de-febrero-de-1862

Discurso en la Universidad de La Habana (Sabatina del 22 de febrero de 1862)

Por Ignacio Agramonte y Loynaz

El Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza”.