Cuando alguien te dice que la realidad está a punto de cambiar, es que ya cambió. Leí eso en alguna parte y ahora vuelvo a leerlo, escrito de diversas maneras y en varios idiomas (el de los economistas, el de los politólogos, el de los escritores y muchos más).
Unos días después de dar una conferencia en la Universidad Estatal de Sacramento sobre su último libro, titulado Smooth and by the Numbers (Three Rivers Press, 2015), Marina Ann Hantzis, especialmente conocida como Sasha Grey, se lanzó a navegar en su yate, por la costa del Pacífico, con Manuel Ferrara, actor francés de origen latino, gran estatura y pene fibroso y rotatorio.
Manuel Ferrara era él, Manuel Ferrara, y no Ian Cinnamon. Hacía tiempo Cinnamon no era novio de Sasha. Hacía tiempo nadie era novio de Sasha, hasta que Manuel se acercó a ella con intenciones de serlo.
Cuando llegaron a Fort Bragg, deseosos de fondear para comprar cerveza y hamburguesas en el estilo presidencial (las que tienen dos lascas de queso Cheddar, de acuerdo con el gusto de Barack Obama), se acercaron a Glass Beach. Sasha no visitaba la playa desde niña y estaba entusiasmada. Manuel era primera vez que veía un espectáculo tan extraño y tan bonito.
Luego de asegurar el bote caminaron al caer la tarde bajo un resplandor horizontal que los alumbraba por la izquierda, y admiraron las lejanías del Pacífico así como los millones de trozos de cerámica y vidrios de colores redondeados por el oleaje y las mareas. La playa, incandescente, los recibía a solas.
En época de COVID-19 nadie se atrevía a pasear por allí, excepto los propios coronavirus. Dos de ellos, un pachuco atezado y un angelino rubio, merodeaban custodiando el segmento de mar donde Sasha y el inmenso Manuel, espalda contra espalda, disfrutaban del avecinamiento de la noche.
Se acercaron a la pareja, tosieron (para sacarlos de aquel embeleso romántico) y hablaron. “Estamos en temporada de reclusión, espero que lo sepan”, dijo el pachuco. “Sean sensatos, no se expongan”, aconsejó el rubio.
Sasha, extrañada, se volvió hacia este. “Hola, ¡buenas tardes!”, saludó achispada por la cerveza. Manuel abrió los ojos. “¿Con quién hablas?”, le preguntó. “Míralos, quizás sean… no vayas a espantarlos, parecen inocuos”, contestó ella.
Manuel se irguió y vio a los coronavirus tal cual eran: uno ocre rojizo y el otro amarillo brillante. Se llevó las manos a la cara invadido por una especie de ataque de pánico. “Tranquilo, hombre… ¡No van a abducirnos!”, explicó Sasha con gran ternura.
Manuel se comportaba como el amante perfecto, entre lo muy francés y lo muy centroamericano, aparte de sus embrujos somáticos: una pinga semejante a un ajolote azteca, con mucho prepucio, y eyaculaciones mejores (según las encuestas) que las de Peter North, The Milkman.
“Regresen al barco”, dijo el rubio. “¿Y no vamos a infectarlos?”, preguntó en voz muy baja el pachuco. “Es Sasha Grey y su novio, mijo, ¿cómo se te ocurre?”, explicó el rubio agitando sus gráciles pedúnculos. “En realidad teníamos la idea de ir al yate, regresar con una tienda de campaña y pasar aquí la noche”, explica Sasha y el rubio asiente. “¿Vas a dejar que nos desafíen así, en lugar de obligarlos a refugiarse en el yate?”, increpa el pachuco. “Este puede ser el inicio de una linda amistad: la convivencia pacífica”, reflexiona el rubio, que es un cumplido estratega.
Manuel echa el bote al agua. Sasha se acomoda. Manuel enciende el motor. Sasha aplaude. Se alejan. Cuando regresan, al cabo de media hora, ya rumian el plan de repasar un extraño guion minimalista que hace un mes les ha enviado Steven Soderbergh: The Confinement Experience. La película no incluiría escenas de sexo, aunque sí de masturbación. Y aunque a Manuel no le inquietan las improvisaciones, a Sasha sí. Sabe que no es una chica dueña de una vulva particularmente distinguida.
De nuevo en Glass Beach. Lo que resta del sol es apenas un filo de luz desordenada. Los coronavirus están todavía ahí. Sin embargo, Sasha arruga el entrecejo: no son el rubio ni el pachuco, sino otros. Y en lugar de dos hay tres. Uno es azul. Otro, rojo. El tercero es blanco, casi plateado. Manuel pregunta si son mexicanos, chicanos o angelinos y ellos dicen que no, que son cubanos y han viajado desde la bahía de La Habana gracias al impulso liberal de ciertas aves migratorias.
“Ahora sí estamos en problemas”, murmura Manuel.
Por espacio de unos minutos los cinco se miran unos a otros, sin saber qué decir. “Bienvenidos”, saluda Sasha tardía y empieza a desplegar la tienda de campaña como si no hubiera peligro real. Los coronavirus sonríen al unísono. “Así que ustedes son cubanos”, prorrumpe Manuel sin mirarlos directamente, y trata de ayudar a Sasha con el asunto de la tienda. “Qué suerte”, opina ella y abandona la tienda y queda pensativa. La situación es inextricable. Pero entonces añade: “¿Y por qué no nos guían a La Habana?, no conocemos la patria de Benny Moré y Dulce María Loynaz”.
Un momento antes de que todo se ponga embrollado, quimérico y numinoso, Sasha y Manuel se sientan en la mágica arena cristalina, parecida a la cueva tipo Hollywood de Aladdin, y cierran los ojos. Abren sus mentes, sus sensaciones, sus esperanzas. Los coronavirus cubanos, seráficos y gentiles, están encantados. Y de pronto Sasha y Manuel (criaturas fantasiosas o fantaseadas) ya se acomodan en un automóvil descapotable de los años cincuenta (de la agencia Grand Car) que conduce un soberbio mulatón lleno de esencias caras y tocado por un jipijapa manufacturado en un taller de la Plaza de la Catedral de La Habana.
En tiempos de COVID-19 la ruta del deseo es un asunto de autodiseño de la existencia. No haces visitas, no vas a galerías de arte ni a conciertos, no te ven en las presentaciones de libros (no hay ni presentaciones ni libros), y tampoco recibes a amigos. Pero cuando, más allá de todo eso, te aseguran que Sasha Grey está caminando por La Rampa, te pones un nasobuco (yo tengo 3 y me gusta en especial uno hecho con una tela a cuadros rojos, azules y blancos), una gorra y sales. No hay guaguas, tampoco taxis. Así que irás caminando, a tu aire, con la parsimonia de quien pondrá fin a sus pasos frente al mar, que siempre está ahí, al acecho.
Aun así Sasha Grey ya no tiene la frescura Shanghai-like que ostenta la joven Leah Lewis como si tal cosa. La has visto de lejos, rodeada de coronavirus y de cautelosos admiradores y experimentas una ligera decepción. No tiene el culo de hace catorce o quince años, cuando filmaba con Brett Brando y escribía en la pizarra de un aula: “I will not take off my panties in class”. Ya no es delgada y ondulante como una culebra. En cuanto a Manuel, habría que decir que ha engordado un poco. Su estatura, sin embargo, lo favorece.
Los ves caminando hacia el portal del cine Yara. Allí hacen preguntas a personas que llevan prisa y que no los conocen. En la acera los coronavirus y los fans aguardan, y los ven cruzar la calle 23 y subir, por la calle L, en dirección a 27. Allí entran en una librería donde se venden discos. Compran varias copias de una edición de sones de Benny Moré cantados por él mismo. Buscan audiolibros de la Loynaz y nada encuentran.
Cuando vuelven a la calle, los coronavirus se adelantan y van hacia ellos. “Deberían ponerse los nasobucos, de puro milagro la policía no los ha visto así, a cara descubierta”, dice el rojo. “Es por su bien”, dice el azul. “Ahora podríamos caminar hacia el malecón”, dice el blanco. Ya enmascarados, Sasha y Manuel son irreconocibles. Los fans empiezan a dispersarse.
Antes de emprender la excursión, a Sasha se le antoja comerse un helado con barquillo de los que venden en el portal del desaliñado Hotel Colina. “¿Cuál me recomiendas?”, le pregunta al coronavirus blanco. “Mango… es el más cremoso”, contesta sin vacilar. Sasha compra el helado, lo prueba, lo saborea satisfecha, radiante. “Qué rico”, dice. “Te lo dije”, asegura el coronavirus. “Me alegra estar en tu país”, declara ella y Manuel asiente y la besa con incontrolable sensualidad. “Qué buen sabor tienes ahora”, comenta. Sasha sonríe. El coronavirus blanco agita sus pedúnculos. Los otros lo imitan y se unen a él. “Somos gente buena y hospitalaria”, dicen a coro.
Regresan a la calle 23 y caminan en busca del malecón. Hablan de Dulce María Loynaz y el coronavirus rojo se emociona y recita uno de sus poemas. “Estoy preparando una campaña de lecturas para los adolescentes de las escuelas de California, y quisiera incluir a la señora Loynaz”, manifiesta Sasha. “Sería un honor, señorita Grey”, asevera el coronavirus rojo.La aventura toca a su fin. La noche se cierne sobre la ciudad semidesierta. Todos los coronavirus son iguales, pero algunos son más iguales que otros.
La ficción pospandémica
Los autorrecluidos duplican al infinito (exageremos un poco, que nada nos cuesta) la metáfora del príncipe Próspero, aquel personaje de The Masque of the Red Death, de Edgar Allan Poe: el príncipe y sus mil amigos nobles se sepultan en el boato de un formidable castillo-ciudadela donde dejarían pasar los efectos de una plaga entre reuniones y fiestas.