Para Orlando Luis Pardo Lazo
(quien también cree que toda belleza fue ayer)
por su “Lugar llamado Lilí”.
Nunca he podido beber café con leche si no es con 50% de café y 50% de leche. Menos café es un signo claro de la miseria insultante del mundo. Pero vivo en La Habana, Cuba, un sitio miserable y miseriento de la geografía caribeña. No debe uno pedir mucho, digo yo. No debe uno pedir. No debe uno. No debe. No.
En la biblioteca central de la beca, la otrora sacrosanta Escuela Vocacional V. I. Lenin, me sentaba, hacia 1973 o 1974, a leer la edición cubana de La montaña mágica. Un Thomas Mann altanero que duró meses en mis manos, mientras a ratos iba preguntándome qué era la literatura.
Algunas noches me tocaba, por puro contraste, hacer guardia entre 2:00 a.m. y 5:00 a.m. Era una escuela vocacional militarizada. A los grupos de estudiantes se les llamaba pelotones. Oigan cómo suena: pelotones. El mío, al inicio, era el pelotón 28. Para mayor énfasis de mi hastío, Thomas Mann no tenía nada que ver con aquello.
Antes de las 5:00 a.m. pasaba por el comedor. Ya a esa hora la cocinera empezaba a hacer el desayuno.
La psíquica Irina Spalko (recuérdenla en la película Indiana Jones and the Crystal Skull) susurró, al ser desflorada, una extraña frase: “Toda belleza fue ayer”.
Había nacido en torno a 1921 y murió en 1957, en condiciones que dejaron presumir un asesinato por envenenamiento. Su devoción por Stalin fue tan notoria que, al saber que el dictador amaba los estoques, se convirtió en una esgrimista de campeonato.
La cocinera también se llamaba Irina. Por entonces, no eran infrecuentes los nombres de aliento ruso-soviético: Mijaíl, Boris, Iván, Vladimir, Lisabeta, Irina (la que ama la paz), Anna, Natascha, Tatiana, Polina, Alina y otros muchos.
Irina era alta, culoncita, un tantico amulatada y medio flaca. Se recogía el cabello, muy abundante, debajo de un impoluto gorro de cocina. Andaría por los 30 años.
Exactamente en 1983, graduándome ya en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana, Ezequiel Vieta me regaló un ejemplar (reimpresión de la primera edición norteamericana, hecha a fines de los años 50) de Lolita, la célebre novela de Vladimir Nabokov.
Como bien se conoce, Lolita seduce a su seductor, Humbert Humbert. Este muere en la cárcel mientras cumple una condena por estupro y asesinato (mata, en su residencia, al verdadero corruptor de Lolita, un tal Quilty). Casi al mismo tiempo, Lolita también muere. Ya para entonces estaba embarazada y no resistió las sangrientas complicaciones del parto.
Yo era un Lolito soñoliento en busca de un café con leche pre-desayuno, un café con leche que fuera de verdad algo rico. Justo al filo del amanecer, en la cocina no había nadie excepto Irina. Los demás andaban en otro salón, cortando apurados mantequilla, envasando pan y endulzando yogurt.
Traspasé la barrera que separaba a los alumnos de quienes servían, empujé una puerta y vi a Irina. Me acerqué a ella, que estaba casi de bruces encima de un caldero de leche. Le di los buenos días y comenté que acababa de salir de la guardia.
Levantó la cabeza, sudada la frente, y sonrió apretando la boca. Sin decir ni pío sumergió un jarro en la leche del caldero, se levantó y me pidió que la siguiera.
Un poco más lejos, oculta tras una estantería de metal llena de bandejas plásticas, había una mesa con grandes cafeteras humeantes. Vertió café en el jarro y me lo dio.
“¿Puedes ponerle más café?”, le pedí.
Ella tornó a sonreír de aquella manera, quitó un poco de aquella leche ya medio mestiza, y agregó café. Entonces ocupó un taburete, mantuvo el jarro cerca de su cuerpo y separó los muslos dejando que la falda se ovillara un poco.
“Toma”, dijo.
Unos 10 años después de aquello, con la novela de Nabokov ya leída (en inglés, qué orgullo siento al decirlo), supe cómo era la descripción (más o menos insinuada) de un cunnilingus. Pero esa palabra nunca me gustó.
Uno se adentra en las imágenes de Nabokov al referenciar los momentos de sexo entre Humbert Humbert y Lolita (su inglés era demasiado inglés: entre brumoso y caracoleante), y ya intuye cuán voluptuosos eran esos cunnilingus y en qué tipo de alimento (gutural, casi indescriptible y genuinamente lacustre) se iban convirtiendo, más allá de esas penetraciones serializadas a las que Lolita se sometía y que un día, en el automóvil de Humbert Humbert (eran viajeros reales, fugitivos de la moral y las buenas costumbres), la llevaron a reprocharle, entre incómodas reprobaciones, que algo le había roto él por dentro.
Muchas mamadas y mucha pinga, así de simple.
Ese detalle, la protestadera de Lolita, siempre me ha parecido encantador. Cómo una jovencita emputecida, inculta y descortés, un tanto descuidada en el aseo, y que realmente entendía el goce sexual como una fiesta ahíta de golosinas, rezongaba a causa de los repetidos e intensos asaltos de Humbert Humbert.
Pues bien. Me acerqué a Irina, cogí el jarro y, antes de ponerlo encima de la mesa, ya ella estaba tanteando, sin miramientos y con la mirada sostenida en la curiosidad, el obvio bulto de mi pene.
Me acarició unos segundos por encima de la ropa y se subió la falta y descorrió el blúmer. Sentí un mareo muy rico al ver semejante bosque. Separó aún más los muslos y me haló por un brazo hacia abajo, indicándome con autoridad que me pusiera de rodillas.
Los instintos y las señas hicieron el resto. Yo, Lolito incierto, besaba el bosquecito de Irina hasta que ella, maleva, se abrió la vulva. Yo no sabía qué debía hacer y, sin embargo, hice lo que debía hacer.
“Niño, son casi las 6 y tengo que ayudar a cortar mantequilla”, dijo inmediatamente después de desocupar su boca.
El nerviosismo no me permitió eyacular. Se levantó, recompuso un poco su ropa y volvió a ponerse el gorro. El cuchillo que ahora tenía en la mano era largo e ineficaz, al menos para esa tarea de cortar mantequilla en dados para una avalancha hambrienta de poco menos de 600 estudiantes. Pan con mantequilla y café con leche o yogurt. No miento, era así.
En poder de aquel largo cuchillo, Irina se avecinaba a la Irina Spalko de Steven Spielberg, con su elegante y finísimo estoque y su suficiencia de mujer coronela.
El encuentro había terminado y el Lolito estupefacto e insaciado, pero feliz, tenía que salir pitando de ahí, o sentarse tranquilo a beber su café con leche.
Toda belleza fue ayer, efectivamente. Toda comprensión del sexo tarda en revelarse, cuando ya no hay forma de rectificar nada. Una novela te presiente y te explica quien fuiste, pero ya para qué.
Al ofrecerse, el sexo de Irina asumía de repente la forma de una mariposa bruja con las alas abiertas. Nabokov escribía y cazaba mariposas.
Irina era Irina Cordobés Rodríguez. Murió en La Habana a los 75 años durante la epidemia de COVID-19.
VI Premio de Periodismo “Editorial Hypermedia”
Por Hypermedia
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