Tienes un alien a punto de entrar en tu boca

1.

En el principio estaba el facehugger, espeluznante “abraza caras” de la más popular película de Ridley Scott. Un artilugio biológico que reproduce la capacidad fálica de una vulva “mejorada” en los dominios del sobresalto cósmico. Ese potencial, tan queer como gótico, implica además una impregnación atroz. 

La criatura resultante brota del cuerpo implantado, preñado, rompiendo el esternón y las costillas. El dispositivo implantador es un clítoris tubular que separa con cuidado tus labios y entra hasta la garganta. Entubación absoluta: te obliga a hacer una “pavorosa” mamada. Te obliga a hacerlo aunque estás inconsciente. Pequeño módulo que te singa por la boca. A forced fellatio, como anunciaría un clip pornográfico CGI


2.

Siempre hay un clítoris al inicio de esa feroz evolución que el feto reproduce en 9 meses a toda velocidad: huevo entusiasmado, extraño gusarapo, pez, cosa anfibia, reptil, mamífero soñador. 

Pensar en eso es como empezar a abolir el llevado y traído falocentrismo. Sensaciones de ridículo, por una parte, y de autoridad y predominio, por la otra, aparecen como resultado de saber esto y comprender, además, que el “clítoris primordial” (así lo llaman los embriólogos) es un leviatán en miniatura, un rey, una reina, una quimera sin marcas sociales. 

El clítoris como microficción terrorífica. Como descubrimiento que se hace cuando uno entra por la puerta trasera del laberinto que sus propias convenciones edifican. El clítoris como pesadilla de H. P. Lovecraft, por así decir.


3.

Por estos días iniciales de 2020 he visto otra vez a mi amigo Miles (es raro llamarse Miles y que el apellido sea García… es raro, digo, y un poco fachoso). Me dijo que, venciendo su timidez, había asistido a una de esas fiestas por el 500 aniversario de la maravillosa ciudad de La Habana, en casa del dueño de una galería de arte, y que allí cada quien intentaba hacerse notar como el que más.

“Grotesco por todas partes, ya lo ves”, dije doctoral. “Y frivolidad”, añadió él muy serio. Pero entonces me miró de un modo significativo. “La pasaste bien, ¿no?”, pregunté. “Conocí a un muchacho de lo más inteligente”, refirió. “Ah, qué suerte”, dije. “Estuvimos hablando como una hora”, contó. “Y su personalidad te gustó, por lo que veo”, subrayé. 

No creo, hasta donde sé, que a Miles le gusten los hombres, pero entiendo que clasificaría dentro de ese formato que ahora, con gesto expedito, se denomina heteroflexibilidad. 

“Él es muy lúcido y muy varonil, a su lado soy una azucena”, soltó y me reí bastante. “Y bonito, ¿no?”, indagué. “Precioso… muy bello para ser un chico trans”, estimó con cierta risueña confusión. “Qué maravilla”, dije.


4.

En la película Life (2017), del sueco-chileno Daniel Espinosa, unos científicos de la Estación Espacial Internacional intentan, hasta que lo logran, cultivar células halladas en el suelo marciano. Al cabo de algunos meses el saldo es una criatura inteligente e imposible de destruir que, en los primeros días de su desarrollo, casi tiene la forma de un clítoris enterizo, con su glande y sus cuerpos cavernosos. 

No hay que detenerse a examinar aquello para empezar a distinguir (muy paranoicamente, no lo niego) el tipo de metáfora que la película ya está proponiendo antes de que veamos su final.  


5.

El hombre trans como una deseosa autoconstrucción masculinizante. El hombre trans como el cuerpo que persigue determinada perfección: tiene vagina, carece (por lo general) de tetas, ostenta un clítoris de gran tamaño (como resultado de sus propios genes o de una hormonación precisa) y puede (como cualquiera) usar un arnés donde se acoplan consoladores de dimensiones variadas, según las preferencias. 

La chica trans tendría (o no, si renuncia a él) un pene. Pero: ¿ese pene es una pinga, un falo o un fascinus grecolatino

“Maravillosa libertad”, como acostumbra decir mi amigo Miles cuando anhela expresar algo que apenas admite palabras. El asunto de ese órgano presente o ausente se transforma en una opción: va quedando atrás sin depender de procesos de obsolescencia. Y tras la hormonación empiezan a aflorar teticas hipersensibles y dotadas de una gracia en los límites de lo pastoril. 


6.

En un espacio mental (y real), “culturalizable” por medio del imaginario queer, el encuentro de dos cuerpos trans (de un hombre trans y una mujer trans) pertenecería a una instancia para-histórica de lo real sin que por ello estemos en el futuro ni (tampoco) fuera de la historia. 

Pero no hay que enredarse en contradicciones fantasmales: todo eso es tiempo presente. Muy presente. Solo que en Cuba, en las condiciones de ahora mismo, algo así implosiona hacia una dimensión donde el Poder tiende a desvanecerse o se vuelve ciego. En principio, no quiere ver ni oír ni hablar. 


7.

Porque un encuentro semejante pervive en una región donde la libertad lesiona a ese Poder y le da la espalda. Hablo de una concurrencia cuya mejor ganancia es: 1) la fiesta de su tangibilidad, y 2) la ceremonia de sus ficciones hacederas y de sus mitos, insertables en lo cotidiano. 

Aparte del hecho, no menos enriquecedor, de que cada quien posee allí un yo diversificado en varios yoes. Una multitud de identidades perecederas, fugaces, en busca de las identidades permanentes. 

Lo bueno es que, aun así, e imaginando las cosas en términos lógicos, para los sujetos trans esas identidades no son objeto de repudio ni causa de vergüenza. 


8.

La primera vez que vi un clítoris delante de mí yo era muy joven e inexperto y ella era una cocinera de la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin que me brindó una taza de café con leche a una hora solitaria y fría: 4 de la madrugada. 

Yo, 15 años. Ella andaría por los 30 o 35. Yo estaba de guardia, caminaba por la soledad de los enormes pasillos y me dio hambre. Me acerqué al comedor. Ella entraba a las 3 a.m. para hacer el desayuno. Los demás cocineros, a las 5. Estábamos solos.

Hubo embelecos. Algunos artificios. Ciertas trampitas. Al final experimenté una felación extraordinaria, pues era la primera de mi vida. Y, por supuesto, terminé como Kane, el personaje de Alien: con el facehugger en la cara. 


9.

Volvemos a vernos Miles y yo en una reunión de editores y revisteros en ciernes. Me cuenta que quiere poner la foto de Ramón (así se llama su amigo trans) al frente de una antología de relatos que está siendo coordinada por un comité LGBTIQ que radica en la capital de México, y que en sus inicios había obtenido la simpatía de Andrés Manuel López Obrador cuando era jefe de gobierno del Distrito Federal. 

“Hace dos años se hormona y va al gimnasio”, comenta Miles. Y entonces mete la mano en su mochila y saca un Blue-ray. “Toma: Alien, de Ridley Scott… volví a verla ayer”, añade y me regala el disco. 

Quedo mudo. Lezama Lima tenía razón sobre el dilema de los azares concurrentes.  


10.

En el Don Juan de Lord Byron, el protagonista (seducido más que seductor) conoce a la Sultana Gulbeyaz, mujer sexualmente voraz que lo somete (entonces Don Juan es esclavo en Turquía) a un interrogatorio. 

Le pregunta, por ejemplo, si es capaz de amar. Don Juan ha sido comprado por un eunuco al servicio de la Sultana, y lo obliga a vestirse de mujer para que pase inadvertido. Tras conocerlo, la Sultana quiere tener sexo con ese Don Juan hermoso que viene de tierra de infieles (es cristiano y es, por lo mismo, un bárbaro), y de pronto llega el Sultán, que se lamenta de que tan bella dama sea una devota de Jesucristo.

Gulbeyaz se lo lleva al serrallo, a fin de esconderlo, y lo pone junto a Dudú, una jovencita de 17 años que se desnuda después de darle un beso al parecer muy casto. 

En su extraordinario ensayo Lives of the Poets, Michael Schmidt dice que todo eso se debe a la ambivalencia sexual de Lord Byron, e insinúa que la Sultana podría ser otro hombre vestido de mujer, o una mujer real, sí, pero con ganas de follarse a un hombre que es una lindeza.   


11.

Anna Tyson, enjuiciada y quemada por bruja en Alemania en 1749: su propio marido la denuncia por “anormalidades abominables y diabólicas”. 

Tenía un clítoris demasiado grande.


12.

En el cortometraje Skin, de Elin Magnusson, vemos a dos actores que se acarician y tienen sexo real. Pero ambos llegan, al espacio de ese intercambio, por completo encubiertos bajo una tela ajustada que reviste sus cuerpos como una pátina carente de rasgos. 

Esa tela, cabe decirlo, es una piel metafísica objetivada. Los actores la cortan con una tijera, la rompen y así acceden a los cuerpos reales. Sin embargo, antes de eso no podemos saber si se trata de 2 hombres, 2 mujeres, o un hombre y una mujer. 

Siempre hay una piel que retirar en busca de la nitidez, aunque en la nitidez (seamos justos) se arruine la riqueza del juego. 


13.

Un dildo no se parece a una pinga ni reproduce la tipología de sus formas, líneas y volúmenes. Es justo al revés: la pinga se parece al dildo. Así piensa Beatriz Preciado, a.k.a. Paul B. Preciado. 

La universalidad del dildo reside en algo que se llama “incremento de maniobras”, de modo que es como una llave maestra: cualquiera puede usarlo. 

Ramón le confía a Miles que su novia ha comprado un arreo con un dildo. Ella podrá penetrarlo a él, y él a ella. Pero tiene la secreta y acaso empobrecedora ambición de que, en un futuro, su verdadera novia sea una chica trans sin el trauma del pene. Para que los intercambios alcancen una “riqueza verdadera” y se borren los límites. 

En ciertos medios del pensamiento trans, suburbanos y hasta académicos, a eso se le llama transcendency.


14.

“Le dije: ponme el bollo en la cara”, refirió Miles. “Vaya, qué fuerte, ¡te atreviste!”, comenté. “Pero de inmediato me dio por pensar que aquello era un facehugger, que iba a preñarme, que quería convertirme en algo horrendo”, dijo abatido. Y movió una mano como alejando un mal recuerdo. “No funcionó”, aseguré disimulando mi decepción. “Funcionó de otras maneras”, confirmó Miles en voz más baja y se encogió de hombros. “Inténtalo de nuevo, la entrega al facehugger es todo un símbolo”, dije y nos despedimos.  




Librería


Alberto Garrandés

Fake‘ no relata, sino deja ver los detalles de una impostación. Frank Shade, uno de los más exquisitos personajes de la última literatura cubana, desea ser poseído por la personalidad, la turbación erótica y literaria, y el peso histriónico del mito que rondan a la figura de Lord Byron.




¿Cómo se sobrevive a tanta belleza? - Raúl Flores Iriarte

¿Cómo se sobrevive a tanta belleza?

Alberto Garrandés

La prosa de Raúl Flores Iriarte es el residuo de la imagen de Jack Sparrow metamorfoseado en jovencita leather, o una luminaria verdosa encima de una caja registradora, o un tipo hablando sobre una nave alienígena colosal, o una canción de Norah Jones en un espacio de David Lynch, o ropa interior femenina usada.