Hay escritores literarios y escritores no literarios. Vi eso en alguna parte hace muchos años y me gustó esa divergencia, además de que comprendí su íntima y justa realidad. No haré repaso de ella. Mejor así. Mejor intentar, a propósito, distinguir entre Marguerite Duras y Jean-Paul Sartre. En una vieja entrevista en televisión que hoy ha podido verse digitalizada, Duras dice a rajatabla que Sartre no es un escritor. El entrevistador, Bernard Pivot, se asombra y se estremece. “¿Que Sartre no es un escritor?”, grita aturdido. “No, no lo es”, dice Duras con tranquilidad y en voz muy baja. Supongo que se refería a Sartre como escritor no literario.
Un escritor literario tiende, al parecer, a hablar de sí mismo. Da muchas o pocas vueltas para caer en el espacio que mejor conoce (su yo o la voz de su yo) y lo hace con la resbaladiza y temeraria esperanza, como advierte Jonathan Franzen, de que la experiencia personal produzca, desde una intimidad intervenida por el lenguaje y construida gracias a él, algún eco en la de otro u otros. Desde Kafka, al menos modernamente, esa esperanza es un sentimiento trágico y saturado de equívocos. Porque el yo de un escritor literario no es un coto de caza privado. Y anticipémonos a no especular acerca de las desgracias y bondades que esto acarrea.
La vida personal y la narración del deseo: he aquí un asunto complicado. Yo siempre había leído, o entendido a partir de ciertas lecturas, que la vida íntima no debía ser materia prima de ningún texto; a la par, también era testigo, una y otra vez, de demasiadas excepciones que contradecían ese credo. Y, como otros escritores, viví una doble experiencia de escritura. Por un lado, la gravosa y ondulada elaboración de disfraces de mi vida sexual en escenas, secuencias, capítulos de novelas y sueños donde ciertos personajes compartían algo de mí. Por otro, la inmersión ficticia en realidades no vividas y que nacían, crecían y se hacían visibles en una pesquisa cultural por momentos filológica.
En lo que a mí concierne, eso era y eso es escribir. No me parece que dicha particularidad alcance a ser algo excepcional. Ni siquiera merece una reflexión acerca de si lo es o no. En definitiva, ambas actitudes (el yo escriturado y el yo que se separa de sí) le presentan a un escritor, sea quien sea, enormes dificultades.
¿Cómo distinguir las palabras del yo íntimo y no literario y separarlas de las palabras del yo íntimo que intenta convertirse en literatura? Según lo veo, es un problema casi sin solución. Un problema “cuántico” (si es que es un problema). Y más si la cuestión se centra, sin apartarse del sexo y abandonarlo, en la narración del deseo.
Pondré un ejemplo. ¿Cómo elaborar un yo verosímil para entrar en una época lingüística y culturalmente ajena —ajena en el sentido estrecho, entendámonos— y desarrollar una escritura que tenga poder y esté viva? ¿Cómo hacer eso con una figura compleja y liosa? Lord Byron, digamos.
Pero claro: Byron no me resulta ajeno. Llevo más de veinte años relacionándome con él, aunque sea un fantasma arisco, pegadizo y altaneramente interpelador. Así que escribí Fake, una novela autotélica que habla de gestos novelescos y que tiene 147 notas al pie. Solo me faltó —muérdete la lengua, hombre arrogante— escribir el texto en inglés.
Lord Byron: romántico de ademanes teatrales, singón nato, viajero adinerado, metaforizador perentorio, criatura para el heroísmo sensorial. Una especie de estrella de rock.
La cuestión es que el yo se comporta como el agua de una gotera, que busca salir de la forma que sea. Si el yo se comporta así, entonces está siempre ahí, en una ficción mitopoética y sexualizada que trascurre en La Habana de estos días (Marea baja —la novela que acabo de escribir—) y en un experimento (Fake) sobre la ocultación y los antifaces, radicado en la Villa Diodati de lord Byron en el insólito, lluvioso y casi invernal verano de 1816. El denominador común es la nitidez del sexo incrustada en el impreciso y aglutinador espacio del deseo.
Hablo de lugares, de emplazamientos, de territorios físicos. Pero no está de más decir que el único enclave posible para ese yo es el espacio mental, el de una sensibilidad que no puede dejar de modelar secuencialmente al deseo y al sexo. La índole del modelo, sobresaltada y discontinua y fragmentaria, alude a una actividad atiborrada de tensiones y distensiones. A una política de fuerzas. A la política. La modelación deviene, pues, un acto de valentía frente al espejo.
Al recordar a la tusitala de mis 11 años, me doy cuenta de algo crucial: ella contaba lo real, pormenorizaba lo que alcanzaba a ver y lo que oía detrás de la pared de cartón que separaba su cama de la breve habitación matrimonial de su hermana y, sin embargo, inventaba. Inventaba con conciencia —y sin conciencia— de hacerlo, y aun así se hallaba muy cerca de esa lealtad donde se sostiene cualquier realismo lógico. Era una tusitala leal no solo a la realidad reminiscente del sexo, sino también a lo verosímil, que es una anómala y espinosa forma de la verdad de los hechos.
Ya sabemos que una cosa es la verdad de los hechos —la “copia hiperrealista” de los hechos— y otra, muy distinta, la verdad. Los hechos, que según Wittgenstein son los ladrillos que forman el mundo —y ya sabemos cuán fonocéntricos e inseguros pueden ser—, expresan una modalidad inferior de la verdad. Porque la verdad es mucho más que los hechos. Si un escritor decide ampararse en la verdad de los hechos del sexo, solo estará dotándolo de una energía que es “energía evocada” + sus formas. No está mal trabajar con esto, y más si hay autoridad y pujanza lexical. Pero el destino mítico de ese tipo de escritura se halla, repito, en la expresión del deseo, pespunteada por ese sexo que a duras penas lo alivia. Y, en definitiva, una de las mayores aventuras del sujeto, luego de milenios de cultura, consiste en incorporar la voz del Otro.
Pero en general la verdad de los hechos del sexo, en tanto materia principal del discurso, entraña una poética de la écfrasis en la que, a los efectos de una novela sexualizada, los encuentros sexuales se convierten en pausas absorbidas por el “placer del dibujo”. Hay excepciones: cuando esas pausas acceden a la meditación sobre el yo, la inercia se rompe y el discurso avanza.
Supongo que narrar y describir el sexo es un acto tan maravilloso como ejecutarlo, pero el sexo es, al final, un trampolín que nos lleva a otra inmersión más duradera y comprometida: la que ocurre cuando el discurso cobra conciencia del Otro y “comprende” que nada de eso existe de veras si no es por medio del lenguaje. Aquí el deseo entra en escena, ya no como antecesor sino como clima y hábitat. Las marcas temporales que podrían definirlo no hacen otra cosa que empobrecerlo.
En este momento no puedo dejar de recordar aquel deseo transversal —con unas ansias de sexo a medio camino entre la ternura, la mesa de disección y el canibalismo— de Hans Castorp por Clawdia Chauchat. Ese deseo, expresado al final de La montaña mágica, coloca a Thomas Mann en el bando de los “radicales del deseo”, con todo y ser Mann uno de los últimos representantes de una idea canónica —¿y enmohecida?— de la novela.Recordar ese pasaje, que es una de las declaraciones de amor más intensas de la literatura, me retrotrae al instante en que, a mis 11 años, bajaba la escalera de la escuela con los demás alumnos rumbo al área de Educación Física. Bajar la escalera, ámbito estrecho y oscuro, nos tomaba menos de un minuto.
Yo pegaba mi cuerpo flaco al de mi tusitala, y ella, en short y blusa, permitía que mi mano, nerviosísima, palpara sus muslos sudorosos, que olían a algo parecido a una arcaica colonia marca Bebyto. Sudor, calidez, aromas, vitalidad. Unos pocos segundos —que por fortuna no son como esas lágrimas disueltas en la lluvia— de éxtasis recordable, jamás marchito.
© Imagen de portada: Marguerite Duras.
‘Tusitala’: contar el deseo (I)
La primera vez que vi una eyaculación no fue en una manoseada revista pornográfica, ni en una postal ‘vintage’. Fue mi propia eyaculación a los diez u once años, tras un juego del cual nadie (absolutamente nadie) me había hablado.