Un heroico furor (el viento de la libertad)



Giordano Bruno fue ejecutado en una plaza romana llamada Campo de Fiori, el 17 de febrero de 1600. Mientras en una pira ardían sus libros, en otra, atado a un poste, ardía él.

En criminales juzgados enemigos de Dios y de la Iglesia, la costumbre era matar al reo y después entregar su cuerpo a las llamas. En el caso de Bruno, la Santa Inquisición decidió quemarlo vivo.

Según las descripciones del procedimiento, lo sacaron aherrojado, con unos extraños flejes en la boca que sostenían una torunda. Le habían cortado la lengua, por si acaso.

Porque la libertad del pensamiento conduce a la libertad de la lengua. Y, en todo tiempo y lugar, una lengua libre siempre ha corrido el peligro, cuando menos, de ser contenida por medio de amenazas y mil cosas más. ¿425 años después, los fierros de Bruno quedan para la Historia y para el arte?

Theophile Gautier empieza su novela sobre un travesti, Mademoiselle de Maupin, con unas palabras donde declara que el abandono a la libertad de los sentidos es una de las voluntades de Dios.

Cuando, dominado por la imprudencia pero excomulgado por los luteranos, Bruno regresa de Alemania, donde estaba a salvo de Roma, elige pasear, de noche, por un sitio en el que se reunía un hermoso enjambre de putas que mostraban, como flores, sus pezones erizados. A una de ellas intentó explicarle la forma del movimiento de los cuerpos celestes.

Había fijado residencia en Venecia, protegido por la dudosa bondad admirativa de un señor llamado Giovanni Mocenigo, que lo denunció después. Al parecer, la ambición secreta de Mocenigo consistía en que Bruno le enseñara sus ideas prácticas sobre la magia.  

He ahí la certeza de una libertad que se mueve entre lo verosímil, lo verificable, lo apodíctico y los dogmas. Cuestión de matices para quien, como Bruno, creía en las manifestaciones de lo real como en las manifestaciones de lo imaginario, pues estaba seguro de la existencia de mundos en número infinito.

Esto imprime a sus obras un doble matiz: el de lo especulativo y el de lo ficcional. Lo incontrovertible, sin embargo, es la libertad de la libertad. Pero nunca llegó Bruno a la idea de un Hombre Nuevo lleno-de-fe, a no ser por la vía de la Mujer Nueva, una mezcla de belleza, pasión y credulidad benévola, compasiva.

A Bruno le importaba mucho el cuerpo. Lo obsesionaba.

Acabo de enumerar algunos motivos por los que intentó explicarle, a esa Jane Doe emputecida y candorosa, por qué Dios no tenía nada que ver con las luces del cielo.

El estado del ardor venéreo nos atormenta, y el de la desfogada lujuria nos aflige, así que aquello que nos apacigua es el tránsito del uno al otro, le explica a Jane Doe mientras roza, con lentitud vehemente, sus pezones.

Esa frase la había incluido, años antes, en un impar tratado escrito en forma de diálogos filosóficos: Expulsión de la bestia triunfante.

Tuvo que escoger entre el imposible Hombre Nuevo y la Mujer Nueva. Prefirió a la mujer. Porque ese Hombre Nuevo, ¿qué rayos era?

Lo importante, para Bruno, fue lo que la Inquisición no pudo comprender sin escandalizarse hasta la ira homicida: el alma, creación/regalo de Dios, queda fascinada (y dominada, o temporalmente esclavizada) por la materia, por el cuerpo.

Esta idea entronca con la hipótesis (de Platón) de que el alma crea materia, al tiempo que desciende sin Gracia. Des-graciada, como si dijéramos. En el vaivén del alma, en su movimiento pendular, veía Bruno una enorme riqueza. La iglesia, no. Y lo achicharraron.

Hay que singar y después reflexionar sobre la sabiduría cuántica de Dios. Y esto sólo es posible en posesión de una libertad irrestricta. Ya antes, en Los furores heroicos, había escrito que l’uomo nuovo è una scoreggia ecclesiastica.

La belleza del cuerpo tiene el poder de inflamar, dejó dicho para sellar, en parte, su destino. Y se apresura a añadir (empeorando las cosas, claro) que esa belleza es accidental y pasajera, aun cuando mediante ella se expresa lo sagrado.

Hay quien dice que sus escritos son un conjunto irregular y lleno de accidentes teóricos. Quizás opinaba como Hsiao Kang, de acuerdo con lo que de él cita Eliot Weinberger: Para cultivarse hay que ser prudente y sobrio, pero al escribir hay que ser licencioso y desinhibido.

Por cierto, mucho después de Bruno, William Blake sostuvo que el cuerpo de una mujer es el trabajo de Dios.

¿Era posible, para el incinerado que se iba de putas, oír la voz del meditativo y tiránico Marco Aurelio, por ejemplo? A este puede uno imaginarlo magnánimo, pero también como lo que en verdad era: un sectario despótico. Escuchen su voz en las Meditaciones. ¿Emplea acaso una bocina teatral, de circo?

Óiganlo:

A todas horas preocúpate resueltamente, como romano y varón, de hacer lo que tienes entre manos con puntual y no fingida gravedad, con amor, libertad y justicia, y procúrate tiempo libre para desentenderte de todas las demás distracciones. Y conseguirás tu propósito, si ejecutas cada acción como si se tratara de la última de tu vida, desprovista de toda irreflexión, de toda aversión apasionada que te aleje del dominio de la razón, de toda hipocresía, egoísmo y despecho en lo relacionado con el destino. Estás viendo cómo son pocos los principios que hay que dominar para vivir una vida de curso favorable y de respeto a los dioses. Porque los dioses sólo reclaman a quienes observan estos preceptos.

La voz de la libertad suele ser estentórea, por el socavamiento conceptual que produce o por su volumen o por ambas cosas. Pero no hay nada tan frágil y hermoso como la libertad. Volar, remontarse, sentir el sol demasiado cerca, y abatirse en una caída vertical, hacia la lozanía de las verdades que pueblan el mundo.

Bruno, en sus exilios —Francia, Suiza, Inglaterra, Alemania—, vagó como un peregrino incómodo. Poner los pies en Italia otra vez, y ya como una celebridad, fue el inicio de su fin. La denuncia de Mocenigo hizo que el tribunal de Venecia lo encarcelara y más tarde lo trasladara a Roma.

John Keats observa, líricamente, que la belleza es siempre verdadera, y que toda verdad es bella en sí misma. Si la libertad es el signo más poderoso de la belleza, también podría ser que la belleza fuera el signo más poderoso de la libertad, de manera que cualquier libertad que sea real, no podría sino constituirse en un signo de la verdad.

El suplicio de Bruno lo transformó en un mártir. Y no de la filosofía o de las ciencias, sino de la libre expresión del pensamiento.

La cadena de dudas, preguntas y certezas que se desprendía de la prédica científica, filosófica y hasta teológica de Bruno ponía en crisis a la Iglesia. Tuvieron que matarlo.

Si has escapado y ya vives en algún país de verdad y no en una teocracia moderna, y eres conocido por tus herejías (irte de putas y putos no sería la menor de ellas), y el espíritu de Giordano Bruno ronda, entre llamas, tus noches, y algún poderoso te promete protección y cuidados, NO REGRESES.

Siempre habría, esperando por ti, un elegante montón ramas secas rociadas con gasolina.





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Por Antony Beevor

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