Imagino a una persona género-fluida que, en defensa de la prédica de la libertad —y sus libertades—, levanta un cartel en una calle principal.
Al minuto, esa persona es arrestada y empujada dentro de un auto y llevada ante un interrogador. Este, tras acusarla de desorden público e incitación a la violencia, le explica que, aun así, no está detenida.
La persona género-fluida se levanta, le dice: “Muchas gracias” y se marcha. Tras caminar unos metros, recibe una golpiza. “Deja la gracia”, le dice el interrogador a la persona género-fluida cuando traen su cuerpo medio desmadejado y le pide que firme unos papeles.
Ante su negativa, los golpes vuelven. Y entonces el cuerpo es conducido afuera, a la calle, y allí lo dejan.
Una mujer pasa, mira y ve que es alguien que sangra y está a punto de desmayarse. Comprende más o menos qué ha ocurrido. Detiene un taxi y se lleva a la persona género-fluida a su propia casa. Allí le da un vaso de agua, le prepara un café, empieza a curar sus heridas…
Cástulo, mártir menor y esposo de la cristiana Irene, fue torturado por seguir la prédica de Jesucristo. Tras el suplicio, lo enterraron vivo en la Vía Labicana, en un hueco en forma de tumba y tapado por piedras.
La leyenda dice que, mucho después de su muerte, Irene acogió en su casa el cuerpo de Sebastián. Los guardias del emperador Diocleciano, el senior que compartía poder con Maximiano —este es quien de veras descubre las prácticas cristianas de Sebastián—, lo habían flechado por orden de aquel. Pero unos amigos lo rescatan todavía vivo y la viuda Irene actúa: lo oculta en secreto, lo cura y lo cuida durante varios meses.
Sebastián era un hombre alto y muy vigoroso. Había sido nombrado jefe de la primera cohorte de la guardia pretoriana. Su cuerpo resistió la cárcel y, por último, atado a un poste, los flechazos. Para que la muerte fuera bien sufrida, en aquella época se apuntaba al torso, los hombros, el abdomen, los muslos y las piernas. Nunca a la cabeza.
Hay unos cuadros, ajenos al martirio, hábiles en narrativizar las curaciones que prodigan, en el cuerpo de Sebastián, la noble Irene y sus criadas. Eso, por una parte. Por la otra, tenemos la larga lista de pinturas que representan al futuro santo mientras es flechado. Pero, como se sabe, Sebastián no muere a causa de las flechas.
Tras despedirse de Irene, se presenta ante Diocleciano —ella no logra a disuadirlo— y lo acusa de crueldad. Sebastián estaba decidido a morir —esta vez, azotado o apaleado— por su fe. Amaba a esa mujer, además. Era, en suma, un hombre feliz.
Algunos teólogos modernos, opuestos al blanqueamiento de la existencia, observan que, en la vida de San Sebastián, la gran testificación de la fe pasa por otras tres testificaciones que se manifiestan de forma mundana —inmediata, cotidiana— antes de “coagular” en la consciencia de Dios: el amor amistoso, el amor devoto y el amor sexualizado —que empieza o acaba en el cuerpo. Respectivamente: philós, agapé y eros.
Con una vasta tradición hagiográfica y pictórica a su alcance, el cineasta británico Derek Jarman modela y moldea el cuerpo gay y la sensibilidad homoerótica a partir del mito de Sebastián. Así, sin explicaciones, lo presenta en Sebastiane (1976), una película hablada en latín: los días finales del hombre que, entre otros hombres, venera la belleza (masculina) —la femenina no aparece allí— sin ceder a la carnalidad y que se deja conducir al matadero por esa belleza y por el amor a Jesucristo.
Soldado y cristiano, Sebastián es tildado —mofas, abucheos— de sodomita y de ramera. La tropa entera se burla de él. De acuerdo con la película, Diocleciano tuvo que apartarlo de la corte — aunque era un favorito— para que se hiciera un hombre de verdad.
El castigo y el tormento último vinieron después, en esa especie de unidad militar donde el futuro mártir es “corregido”. Porque su “debilidad amorosa” es mujeril, amujerada, de acuerdo con el cruel emperador, y porque esa debilidad deviene un atentado contra una ideología que subraya y privilegia lo varonil.
Todo es aquí bastante contradictorio, como se puede observar. Y siendo Sebastián un cuerpo hermoso, no hay dudas en cuanto al hecho de que lo culpan, por ello, de socavar un equilibrio prescrito desde el honor y la fuerza.
Por esa razón es enviado a ese islote lleno de hombres que, militarizados por la disciplina, entrenan sus cuerpos y lo doblegan en extensas jornadas de ejercicios cotidianos. Ahora que escribo esto, a mi mente vienen las UMAP, dos milenios y pico después.
El “oficial” romano —acaso un decurión— a cargo de esa tropa, Severus, no lo insulta, pero sí intenta seducirlo y poseerlo. Sebastián no cede y recibe correctivos corporales. Aun así, ejerce una suerte de bondad universal. Y en sus comentarios y sus movimientos junto al mar continúa practicando una inocente sensualidad que intranquiliza a todos.
Es el tipo de joven que tiene un amigo incapaz de invitarlo al comercio carnal, pero que lo acompaña a la playa a recoger caracolas en cuyo interior Sebastián oye el susurro de las gaviotas durante alguna tempestad.
Cuando, junto a su amigo, alza una caracola al sol y al cielo, ambos están solos, encima de una roca lavada por las olas. La configuración de este acto revela a un Derek Jarman que subraya la presencia de un hombre-mito, cuya necesidad imperiosa consiste en amar la belleza —o una belleza cósmica, diríamos—, por la cual se dejaría matar. Porque la belleza, en el mundo material de la manifestación, es sagrada, y solo Dios es capaz de producirla y sustentarla.
¿Cómo podría Severus comprender semejante cosa? Ebrio, le pide a Sebastián que lo ame. Se lo implora. De rodillas, le dice que él ama su belleza. Pero el joven, futuro mártir, lo llama borracho impotente.
Entonces Severus advierte que todo está perdido. No puede dejar con vida a un hombre que encarna la belleza y, para colmo, un ideal unido fuertemente a ella. Y así, al siguiente día, Sebastián es atado a un poste y flechado. Cuando muere, todos los participantes del crimen se vuelven hacia el mar, evitando ver la imagen del sacrificio.
La versión que ofrece Derek Jarman del mito del mártir cristiano tiene que ver con esa zona del cine de Federico Fellini donde hay reconstrucciones legendarias y fabulosas del pretérito, como sucede en Satiricón (1969), por ejemplo, y también en Casanova (1976); y donde, por consiguiente, ha debido desplegarse una dirección de arte centrada en la suntuosidad de lo arcaico.
Algo así también hizo Pasolini en su Medea (1969). Sin embargo, Jarman traslada la acción de Sebastiane a un paraje entre desértico y lacustre. Tenemos allí la austeridad de las dunas, la impiedad lírica de un panorama de rocas asediadas por el mar, y, en general, la presencia de un entorno mental, o que podría parecernos como brotado de la mente.
Hay un breve espacio preliminar, o prologal, donde la acción ocurre en el disoluto palacio de Diocleciano, antes de que Sebastián marche con Severus y otros hombres a ese destierro de corrección y aislamiento.
La corte de Diocleciano, muy autocrática, incluía ceremoniales de todo tipo. Y allí vemos a Sebastián, en medio de una fiesta ritualizada y libertina. El boato, muy anticristiano —uno de los epítomes del paganismo—, es la médula de todo. Por otra parte, fue Diocleciano quien, de hecho, puso en práctica la cacería de cristianos más terrible y larga de la historia del Imperio.
De acuerdo con el discurrir de los enunciados, que adoptan la forma de secuencias ilustradoras de la etapa final de la vida de Sebastián —según nos relata Jarman—, la película resulta entrecortada. Sin embargo, es muy posible que haya obrado así —presentar la pasión y la muerte de un joven tan especial, entregado a la prédica de Jesucristo— para conseguir un efecto de políptico religioso.
Descubiertas sus creencias otra vez, los soldados y Severus lo desprecian, aunque lo que en aquellos es burla sistemática e insultos, en este es cólera y avidez. Es decir: un furor que es consecuencia de la imposibilidad de evitar la codicia sexual. Y castiga al fascinador por el delito de fascinar.
Severus penaliza a un hombre que apenas habla y que no hace bromas obscenas. Para mayor insolencia, es aseado y se baña a la vista de todos. Descree de la camaradería y, a su pesar, transforma su cuerpo en un objeto de deseo.
Severus lo ata, lo lacera desnudo, lisonjea con violencia su cuerpo. Este sentimiento se incrementa en presencia de Adriano y Antonio, dos soldados que se acarician sin pudor lo mismo en el dormitorio que en el mar.
Jarman busca representar el canon praxitélico, pero dentro de costumbres sexuales que, en los momentos finales del Imperio, van definiendo lo que para él sería el cuerpo proto-gay —lo diré de esa forma un tanto alambicada, teniendo en cuenta que, al cabo, un cuerpo no es sino una explicación acerca de sí mismo— en términos de un desembarazo polisexual en el que no intervendrían las objeciones morales.
¿Es la identidad de Sebastián la de un pansexual místico, atado de modo originario a un panteísmo que no se contradice, sin embargo, con la existencia de un único Dios-hombre, concrecionado en Jesucristo?
Posiblemente. El pensamiento complejo no es un fenómeno de la actualidad. En rigor, Jarman no evade la enunciación directa de ese cuerpo, y uno tiene la sospecha de que, al cabo, también está graficando algunas formas homoeróticas de los años 70, y mostrando así algo de lo que sería la herencia —afincada en la configuración de ese cuerpo— de la Swinging London. Flores, música, psicodelia, drogas y sexo. Apertura de the doors of perception.
Los cuerpos de Jarman son harto reconocibles como expresión de una época —la ralentización poética de las secuencias del juego sexual, acaso es un desperfecto menor de Sebastiane, más allá de la cuidadosa coreografía de bailes y combates, y, sobre todo, más allá de la insólita experiencia de los diálogos en latín—, y lo más seguro es que el director haya querido reencauzar el alcance de la película y subrayar, en ella, una alegoría de la discriminación, la homofobia y el acoso patriarcal.
Sin embargo, la rebeldía posible, como respuesta de Sebastián, es muy cristiana: acepta el padecimiento y siente amor por quien lo hiere. Yo lo amo, dice el joven acerca de Severus, cuando Justino, su amigo, lo desata y lo cura.
Justino despliega otras formas de interés. Es circunvalador y tierno. Severus no hace sino lo que puede: odiar la emoción que lo ata al futuro mártir y decretar su muerte cuando comprende que Sebastián se ha constituido en una voluntad indoblegable que lo pone en ridículo.
Justino desea a Sebastián tanto o más que el amargo Severus. Y, sin saberlo, los tres arman un paisaje sexualizado cuya estabilidad se asienta en la lógica cristiana y pagana de Sebastián, un hombre que venera a Jesucristo pero que, además —y con esto Jarman lo sustrae, firme, de la tendencia general de las hagiografías cristianas—, rinde culto al sol y al agua por medio de la danza.
Cuando Justino y él, desnudos, están sobre la roca que se adentra en el mar, Jarman compone, con planos muy cerrados de los cuerpos, un extraño erotismo de índole metafísica. Sebastián encuentra ese caracol nacarado cuyos sonidos procura escuchar. Ambos van diciendo qué oyen.
Estas meras invenciones son invenciones interesadas y dibujan una realidad donde el deseo se hace oblicuo y se adentra en el mito. Ni Justino ni Sebastián dicen de manera directa lo que anhelarían decir. Más bien imaginan e improvisan. Apelan a lo que pretenden oír en el interior de ese caracol que, en la mano de Sebastián, cuando lo ofrece al sol, parece un refugio idílico, metafórico, paradisíaco, fuera del tiempo y el espacio, justo antes de que sea atado al poste y flechado.
El poste es un simple poste, no una cruz. Sin embargo, la cámara se eleva desde el punto de registro de la mirada moribunda del mártir, y este posicionamiento es ya un regreso tangencial al mito de la crucifixión.
Coda
A la salida de la Feria Internacional del Libro de La Habana me encontré con J., a quien hacía bastante tiempo no veía. Viajaba mucho, quizás. Y publicaba poco.
Ya no se hacía acompañar por pintoras de cierto relieve. La hallé esperando un taxi, de espaldas a un abismo rocoso, en el ancho borde de un muro colonial. Leía en un tablet. Me senté junto a ella sin preámbulos.
—Dicen que tienes una colección envidiable de películas, ¿es verdad? —me preguntó a boquejarro.
—Tengo muchas, es cierto.
—Pero dicen que son muy buenas y que hay personas que darían cualquier cosa por meterse en tu casa a copiar —insistió. Sonreía.
—Puede ser… Pero en principio siempre me he negado a ese tipo de visitas, a no ser que sea alguien que yo conozca —le expliqué.
—Estoy leyendo un ensayo donde hay un capítulo dedicado a la crítica feminista de la pornografía.
—¿Estás queriendo saber si tengo películas pornográficas?
—Hmm, no he dicho nada… Me informaron que tu colección de películas eróticas es muy buena.
—Supongo que sí.
—Hay unas escritoras feministas que dicen que la pornografía heterosexual denigra a las mujeres y consolida los pactos de dominación masculina.
—¿De veras estás leyendo esa basura? —me alarmé.
—Dicen que la pornografía debería ser ilegal porque subraya y afirma la desigualdad sexual, y hasta la opresión —añadió.
—Hay que ver de cuál pornografía estamos hablando y quiénes son esas escritoras… Por ahí hay algunas que, al carecer de una obra sólida, se empeñan en sobresalir por medio de declaraciones donde no faltan las tonterías —dudé.
—Cuando dices esa palabra, pornografía, por supuesto que se trata de la pornografía heterosexual, que es la más difundida y la que más peso cultural tiene.
Me sentí como entrevistado por una periodista de esas que suponen que el entrevistador —la entrevistadora, en este caso— es la persona importante allí.
—Eso es una gran verdad, pero la pornografía es un océano muy variado… Por cierto, ¿recuerdas que una vez me dijiste que la pornografía que tú veías era la de gays y travestis?, ¿y no crees, por cierto, que hay mujeres muy feministas que les encanta un momento de sumisión a la pinga? —comenté.
Empecé a lamentar mi rugosidad, o más bien mi intención fallida de ser aristocráticamente escabroso. Pero me daba igual. Ella me miró y abrió más los ojos. Sacó dos chupa-chups, de manzana y durazno. Me dio a escoger. Qué fineza.
—Mira esto —apuntó como si nada hacia el tablet—, fíjate de qué manera resuelven eso de que la pornografía promueve la intolerancia y el odio.
—Qué barbaridad —murmuré.
—Y señalan un montón de cosas más.
—Hace poco me hablaron de una serie con dominadoras y hombres sumisos… Esas escritoras seguro dirían que las dominadoras se auto-esclavizan, en un gran contrasentido, al entregarse a una actividad típicamente masculina: el sometimiento.
—Qué ridículo todo eso, ¿eh?
—Bueno, ¿por fin sigues prefiriendo las de gays y bisexuales? —indagué. Quería mortificarla un poco.
—Soy fiel a mis gustos.
—El cuerpo gay no existe, excepto cuando es una convención para la imagen —y añadí—: siéntate a ver Sebastiane, la película de Derek Jarman.
El sol iba cayendo y ella se mantenía muy hermosa.
—Hmm, no inventes, el cuerpo gay existe y ya —protestó.
—En serio, el cuerpo gay es un horizonte cultural formado por miles y miles de gestos individuales que van fijándose a lo largo de la historia —afirmé.
Estaba poniéndome muy tedioso y tenía ganas de decirle que toda identidad sexual es corrediza y se mueve, de modo proteico, como un corpúsculo-onda, igual que la luz.
—Observa esta cita: “La idea de un hombre tanto más bestializado cuanto más educado en las normas de la comunidad patriarcal, y tanto más manipulable (en términos mecánicos o físicos) cuanto más sexualmente excitado esté” —leyó J. y me observó sonriente.
—Una bobada.
—¿No estás de acuerdo? —preguntó desconcertada.
—Claro que no, la comunidad patriarcal también puede ser refinada, o algo así, ¿no?, y mientras más me excite, más me gustará inventar y manipular, o someterme conscientemente… ¿de veras estás haciéndoles caso a esas teóricas de pacotilla? —grité.
—Pero ahí hay mujeres importantes… Importantes al menos en el mundo académico.
—Oh, sí, ¡el mundo académico!, y mujeres importantes… Mujeres cuyas redes neuronales suben desde sus vulvas, se enredan en sus cerebros y después bajan, de regreso a sus vulvas —dije y nos matamos de la risa.
—Extraña forma de defender a las mujeres, mijo.
—Mija, yo voy a defenderlas siempre, pero no me gustan ni la impostura, ni el engreimiento ni la pose.
—Dime una cosa, ¿sigo gustándote? —preguntó con la vista ladeada.
—Ay, mija, sí… Mucho. Todavía eres una reina capaz de fascinarme —contesté. El sabor del durazno era una maravilla.
Me acuerdo otra vez de Sebastián. Si su historia es cierta, ahí hay un punto irrecusable.
© Imagen de portada: Fotograma de ‘Sebastiane’ (1976), de Derek Jarman.
Darcy Borrero: “La prensa oficial es una hidra que se come sus propias cabezas”
“Me expulsaron del diario ‘Granma’ por haber ganado un puesto en el concurso de reportajes de ‘Hypermedia Magazine’ por mi artículo ‘Misioneros… Huecos negros en sus batas blancas’, y porque ya les era incómodo mi trabajo en medios independientes”.