Un ‘threesome’ con el valido del Rey

Veamos esto sin el menor estremecimiento de pudor, que acapara tanta hipocresía como necesidad de reprimir. 

Conozco la historia de una mujer que, para referirse al hecho de que alguna de sus parejas masculinas aceptaba/aceptó/acepta con gusto ser penetrado (con los dedos, con un objeto x, y, o z, con un dildo industrial, o con una fruta: el pepino atesora ya una tradición de perfecciones diversas: nunca se sabe cuán polimórfico puede ser), decía: “A fulano le gusta [aquí se usa el presente histórico] que le den con el cabo del hacha”. 

La metáfora es estupenda. El cabo que se le pone a la hoja del hacha —al hierro medieval, al acero de los matarifes despiezadores, a la filosa hoja que protagoniza las decapitaciones originales— suele ser de madera bien dura y tiene muchas formas. No creo que se asemeje a un pene pero igual sirve, como cualquier sucedáneo faliforme o no, y con propósitos conexos.

Un día, esa mujer se encontró con un hombre singular que admitía con gusto no solo el cabo del hacha sino también al leñador de la cabeza a los pies, al matarife íntegro e, incluso, al carpintero rebanador de tocones. Un hombre que, sin miedo, aceptaba el cabo del hacha con dueño y todo. 

¿Puede un guerrero resultar sensible al placer, comportarse con afecto y ser emotivo? Por supuesto. Desde siempre.

De vez en vez aparecía un partenaire y ocurrían intercambios. Para esa mujer no estaba nada mal disfrutar, desde lejos, de esos momentáneos e inocuos cambalaches. De cierto modo, ella se incluía al estar informada. Y uno tiende a pensar en un triunvirato tácito. Sin embargo, el concepto no es ese —un triunvirato existe gracias a un poder repartido entre tres con pretensión de equilibrio—, ya que no existía ni un threesome, ni un trío, ni un triángulo amoroso o sentimental en su más amplio sentido. Ni era algo relacionable con el poliamor. 

Christopher Marlowe teatralizó en Edward II la historia de un rey homosexual —o bisexual— a quien se le van las cosas de las manos. He vuelto a leer la tortuosa —y tan llena de sobreentendidos— tragedia de quien, dicen, fue rival de William Shakespeare. 

La pieza se estrenó en 1592, hace 430 años, y podría convertirse en toda una lección de modernidad transhistórica. El rey Edward II y Piers Gavestone son amantes, la Historia lo sabe y lo documenta muy bien. Y Elisabet, la reina —hija de Felipe IV de Francia—, asegura que accede a todo cuanto aconteciese entre esos dos varones —incluidos los manoseos y las ternezas— con tal de que el rey le ofrezca su cariño espiritual y material. De hecho, tuvo cuatro hijos con él. Aunque un rey es eso: un rey —la soberanía del soberano—, y hace lo que quiere en su cama y fuera de ella. Pero hasta ciertos límites: los de la política, la “normalidad” financiera y, en resumen, la estabilidad del reino. 

Un espacio que es como una ferrosa mazmorra subterránea, diseñada no para figurar en la realidad, sino más bien en el ensueño de lo real. 

A despecho del orden heteropatriarcal, el rey y su cuerpo exhiben ciertos gestos que expresan lo convencionalmente “no masculinizante”: emoción, placer y afecto. ¿Puede un guerrero resultar sensible al placer, comportarse con afecto y ser emotivo? Por supuesto. Desde siempre. 

Sin embargo, tras esos gestos hay una constante virilidad llena de certidumbre. Una virilidad que escapa de su “reclusión” heteronormativa y que ahora depende, gozosa, de una sensibilidad homoerótica. En tales presupuestos tiene su origen la versión cinematográfica de Derek Jarman, estrenada hace treinta años.   

He aquí a Elisabet, una reina desairada y presa en la desdicha de no tener para sí —de no tenerla en lo esencial, para ser más exacto— la desnudez incandescente de Edward, rey devoto, sin embargo, de ese Gaveston que, sin duda, es un joven lleno de encantos físicos y que ha sido varias veces desterrado. 

Mortimer, el jefe militar de la corte, es el aliado de la reina —después se convierte en su amante; a las reinas hay que atenderlas— y todos viven en un palacio enorme, pétreo, de altas paredes, sin muebles, sin lujos, a veces metálico y grisáceo, donde hay costurones llenos de remaches y ni un solo cuadro colgado de una pared. Un espacio que es como una ferrosa mazmorra subterránea, diseñada no para figurar en la realidad, sino más bien en el ensueño de lo real. 

Todo —o casi todo— es cosa mentale en esta película, donde el conflicto y la trama que lo expresa tienen la audacia de pertenecer a todas las épocas y a ninguna en particular.

Se trata de un reino ponzoñoso —la narratividad es ambigua y los escenarios lindan con lo arrogante— que Derek Jarman construye cual si fuera una decoración para una suerte de teatro cinematográfico, no así —el matiz es sutil— para darle cabida o aludir al teatro dentro del cine. ¿O más bien sería un cine teatral? Tampoco. El mundo de Edward II (1991) tiene las palabras fastuosas de Christopher Marlowe dentro de las estancias imaginarias de Jarman. 

Todo —o casi todo— es cosa mentale en esta película, donde el conflicto y la trama que lo expresa tienen la audacia de pertenecer a todas las épocas y a ninguna en particular. Igual que el cuerpo gay, que se llena de historia y se despoja de ella para adquirir cierto resplandor medular.

Ese es el punto: un cuerpo gay que anhela expresarse —desde todo punto de vista— independientemente de su situación social: Edward es, ni más ni menos, un rey. Debe organizar y atender un país, un territorio donde hay nobles armados y guerras. Debe conducirse como el mentor. Y, por otra parte, ni quiere —ni puede— ofrecerle a la reina el regusto de la pasión sexual, o una “estabilidad” de threesome a largo plazo, o un “equilibrio” de triángulo amoroso, o la supuesta armonía del poliamor. 

Una historia poseedora de la crueldad filosa de las viejas armas medievales de tortura.

Supongo que una reina así, hija de reyes y llamada alguna vez “la loba de Francia”, podía aceptar, con ciertos disimulos, pequeños actos poco visibles entre su marido y Gaveston, mas no grandes gestos de fervor amoroso donde se incluía, además, mucho oro, joyas, títulos nobiliarios y bastante poder. 

Jarman es un maestro y emplea, por ejemplo, una iluminación sagaz. Hace un cine pintado y nos cuenta una historia muy británica, pero sin marcas de tiempo. Es una historia poseedora de la crueldad filosa de las viejas armas medievales de tortura, pero a ellas se añade la sequedad de los disparos modernos, hechos por un cuerpo policial que usa yelmos de plexiglás cuando una multitud queer protesta. 

Esta jugosa ruptura de sistema equivale a atraer la pieza de Marlowe al presente. Hay que tener en cuenta, además, algo bien simple: no es lo mismo construir hoy un documento audiovisual contra la homofobia que haberlo hecho hace treinta años.

Afligida, la reina del texto de Marlowe exclama en la escena de 1592: “en vano espero amor de Edward, solo en Gaveston pone él los ojos”. Edward, al recibir tras su coronación por primera vez al amante desterrado, confiesa: “Mustio languidecí por tu ausencia, mi corazón era el yunque de mi pena”. Y Elisabet: “¡Oigan cómo lloriquea por su favorito!” Y Edward: “Divídanse el reino ustedes… con tal de hallar refugio en un rincón donde poder retozar con mi Gaveston”. 

El rey no se amanera, no se feminiza, pero es un sodomita —un sodomizador sodomizado, un gay versátil.

Aun cuando fue un abanderado, un activista, Derek Jarman hizo un cine de gran densidad cultural. Todos aman al rey —no solo Gaveston y Hugo Despenser el Joven, un fornicador al parecer impenitente, cuyo ajusticiamiento fue, en la realidad de la historia, un extravagante episodio gore—, pero le exigen volver a un cauce donde la moral, la familia y la lealtad a lo viril —el reino es pura virilidad, claro está— son horizontes precisos, incontrovertibles.

Cuando, en la película, la guerra llega, la policía arremete contra una horda de manifestantes —a la larga, ellos son los fieles de Edward— que enarbolan una tela escrita: Stop violence against lesbians and gay men.

¡Eureka! Asistimos a esta fractura múltiple de todas las convenciones, pero desde hace rato ya sabemos que el rey actúa mal —es, sobre todo, un mediocre hombre de Estado, y eso sí es imperdonable— y solo anhela estar con la persona que ama: Gaveston. El rey no se amanera, no se feminiza, pero es un sodomita —un sodomizador sodomizado, un gay versátil. Sin embargo, los manifestantes están ahí: Gay desire is not a crime. Y también: Queer is cool. ¿Cómo es que llama el rey a Gaveston? El “dulce favorito”. 

Apresado, Edward II espera la muerte. Incluso sueña con ella en la película: es sometido a un empalamiento para el cual, con la más desasosegadora crueldad, el verdugo usa una barra de hierro calentada al rojo. Ya Gaveston ha sido asesinado. La reina comisiona a alguien de su confianza para que, en el calabozo, mate a Edward —los indicios demuestran que la historia real fue esa. 

No puedes intentar un magnicidio impunemente, aunque tengas la razón.

Todo es confuso, porque vemos morir al rey, y Mortimer y la reina disfrutan del triunfo sobre sus enemigos. Pero el verdugo arroja su arma. Se arrepiente de asesinar al monarca y se enfrenta a él y besa su cadáver operáticamente. Jarman es así. 

Al final, en una jaula, reconocemos los cuerpos carnavalizados —parecen payasos— de la reina y de su amante Mortimer. La suerte ha cambiado con rapidez. Mortimer habla de la variabilidad de la fortuna. No puedes intentar un magnicidio impunemente, aunque tengas la razón.

Alegato experimental contra la homofobia, el filme apenas presenta momentos de sexo. Supongo que Jarman quería sublimarlo a través del cuerpo de un rey que no cree en el poder, sino más bien en el amor, y que está ciego ante el cinismo y la ambición del “dulce favorito”, Gaveston, que, al ser un apetecible y manipulador descaradito, lo seduce con su cuerpo hasta la fascinación sexual. 

Excepto los marineros del inicio de la película —unos marineros congruentes con los de K. H. Ulrichs y Jean Genet, y que sí están teniendo sexo de manera bien visible, sin metáforas—, lo demás queda dentro de la mirada absorta del deseo y se expresa en un embeleso —eso sí— muy carnal.

Del cabo del hacha al filo de la hoja hay una distancia del carajo.


© Imagen de portada: ‘Eduard II’ (fotograma), 1991.




james-joyce-peter-greenaway-alberto-garrandes

De James Joyce a Peter Greenaway (80 años de un cineasta separado)

Alberto Garrandés

Greenaway relee a Shakespeare y coloca, en cada página, miles de notas al pie que hacen de ‘The Tempest’ una historia con diversos tipos de legibilidad: la teatral, la fantástica, la histórica, la antropológica, la estilística, la visual, la onírica, la sexual y la operática.