Yukio Mishima: 100 años (perturbación y belleza)

Leí por primera vez a Yukio Mishima gracias al poeta y ensayista Jorge Luis Arcos. Puso en mis manos Confesiones de una máscara y me adentré en esa novela con la fe que se deposita en un encadenamiento de emociones cuya fuerza reside en la autenticidad, o en el empeño de ser auténtico, que no es lo mismo pero produce imágenes en las que uno puede creer.

Uno reconoce la legitimidad de la emoción, por ejemplo —dibujada, no sin esfuerzo, por medio de las palabras—, cuando la escritura se convierte en espejo, y algo que a uno le pertenece asoma allí, en ese cristal interpelador. Es entonces cuando florece la intimidad de un libro con respecto a quien lo lee.

Desde hace años, el adherente Mishima, hombre del honor antiguo, de la poesía y de la fuerza, ha venido a ser el símbolo de una convocatoria. Y es un agujero negro, pero también luminoso: atrae, con enorme poderío, ciertas imágenes, aunque al instante las devuelve encadenadas a otras. Ese acto de restituir es un fenómeno lleno de rebotes culturales.

Si crees en un honor antiguo y en la belleza de la fuerza (física y mental) de ese honor, y te convences de la doble condición (terrible, epifánica y reveladora) de lo Bello, terminas siendo un hombre paradójicamente oscuro, separado del rebaño, y a quien domina (creo que así sucedía en Mishima) el fantasma de la caducidad física.

No por hallarse su sensibilidad enraizada en conceptos clásicos de la varonía, dejó Mishima de admirar (bien es cierto que contradictoriamente) una martirización milenaria, entre el desmayo (¿a punto de feminizarse, por así decir?) y el esfuerzo de la resistencia, que hizo del soldado Sebastián un héroe mítico donde se juntan tormento, hermosura, sinceridad y coraje. Y, al leer un libro de arte con reproducciones, algo extraordinario ocurrió.

El muy joven Mishima, al inicio mismo de su adolescencia, y herido por los fantasmas de la sensibilidad que nunca lo abandonarían, topa con un San Sebastián de Guido Reni. Músculos tensos, cuerpo definido, dolor, rostro vuelto hacia el cielo… y una flecha.

Esto se relata en Confesiones de una máscara, especie de autobiografía mítica, oblicua, mediatizada por la ficción. Reni pintó varias veces (no menos de cinco) a San Sebastián. Aun así, todo induce a pensar que la lámina vista por el futuro escritor es una reproducción del cuadro que recientemente restauró el Museo del Prado.

Este trabajo, precedido por una investigación sobre las censuras de ese cuerpo pintado, al parecer devolvió al original sus insinuaciones. La zona más baja del abdomen, donde se insinuaría la sombra del pubis, se hallaba tapada por la tela debido a pudorosos retoques posteriores. El resultado final muestra la zona inguinal derecha. La flecha, única, sigue en su sitio: clavada bajo el costillar izquierdo.

Uno visualiza al joven Mishima publicando Confesiones de una máscara a los 24 años, y elaborando, tras ser interrogado dispersamente (la novela lo hizo famoso casi al instante), alguna respuesta sobre su experiencia con San Sebastián. Imaginemos eso.

Entonces tiene lugar una inevitable asociación: entre el mundo del fotógrafo Wilhelm von Gloeden —sus imágenes homoeróticas de aliento clásico occidental, sus cuerpos precisos, duros y, a la vez, suavizados por la luz del Mediterráneo y la cercanía de otros cuerpos— y la exaltación llanamente corporal de Mishima frente a un instante empapado de misticismo, padecimiento y sensualidad, aunque lo cierto es que la verdadera difusión universal de las fotos de von Gloeden ocurre ya en los años 50.     

Pero resulta inevitable enlazar al hombre de Taormina, en su rústico estudio visitado por Oscar Wilde y otros, con el japonés que asistiría, en lo esencial como un voyeur ávido, al bar del club Brunswick, del barrio de Ginza, en Tokio, célebre por ser escenario de intercambios eróticos y artísticos.

No hay forma humana de desconectar ese vínculo estético.

Por la puerta-Mishima, el agujero negro-Mishima, entré al mundo del “lacio” erotismo japonés, pero con la mediación de una película grandiosa: Mishima: A Life in Four Chapters (1985), de Paul Schrader.

Cualquiera dirá que semejante aproximación es espuria y se encuentra contaminada de cine y ficciones interpretativas, pero hoy sabemos que hay ciertos escritores (casos bien contados) cuya personalidad se incrementa y completa, sin mistificaciones, en otros territorios de la cultura.  

La pornografía que prefiero (hetero o gay, por así disponerla: en blanco y negro) es japonesa, y, en general, asiática. Los japoneses y las japonesas rinden un tributo especialísimo a la saturación erótica (como ocurre en algunos personajes de Mishima), a la demora, al aplazamiento desesperado, al retraso que carcome, a la ralentización del sexo, a la duda que circunvala un objeto de deseo.

Mishima, un hedonista reconcentrado, un mirón sin fronteras, padeció el disfrute de las representaciones de la Muerte, pero desde el ángulo del deseo de avivar (¿tal vez resucitar?) un universo de tradiciones éticas (y, claro, estéticas) que él creyó que la Modernidad iba a borrar del Japón de su tiempo.

Depositó su fe en el Imperio y sus significados, y se suicidó ritualmente, tras una escaramuza fallida, el 25 de noviembre de 1970, pronto harán 55 años. No sólo protestaba y defendía esos valores, como se ha dicho hasta la saciedad. También se negaba a ser testigo de la ulterior decadencia física de su cuerpo, con el que mantuvo un diálogo poco menos que narcisista, lleno de tensiones, y atravesado por la irresolución y el misterio.

De hecho, Mishima dejó imágenes que anunciaban su muerte. Fotografías hay, y hasta una película muy breve acerca de su futuro suicidio.

Uno puede pensar que su espíritu, sus ideales y hasta su literatura se sostenían en un ego monstruoso y recurrente. Pero sus libros transpiran una suerte de vigor noble, en los límites de la inocencia, y la consumación real de su muerte (como espectáculo íntimo y como suceso histórico que no admitiría ni olvido ni descrédito), más la inesperada crueldad de lo que allí sucedió (quien asistía al escritor, para decapitarlo, falló varias veces y no pudo evitar que aquello se transformara en una carnicería horrenda), echan por tierra la hipótesis de un Mishima jactancioso y arrogante.

Se dice que San Sebastián sobrevivió al castigo, por cristiano confeso, de las flechas, y que una mujer que lo amaba lo curó en su propia casa. Tras reponerse, regresó a enfrentarse al emperador Diocleciano para denunciar sus atrocidades. Fue ahí cuando Diocleciano mandó a azotarlo desnudo hasta morir.

También se dice que la mujer que lo había curado limpiaba su cuerpo con reverencial meticulosidad. Así veía Mishima su cuerpo: entrenado bellamente para la guerra (su guerra), ostentando siempre esa purgación tan ética como carnal, y ya sin máscaras.





todos-los-peores-humanos-i

Todos los peores humanos (I)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.