Luis Alberto Alonso Pérez.
—Ya, se fue. Luisi se fue, Claudia, se murió.
La voz de mi madre en el teléfono me deja muda. No es la sorpresa por la noticia. De alguna manera sabía que ocurriría. I always know.
Pasó igual cuando mi padre. Pero esto es otra cosa. Es entender que de este golpe ella, mi madre, a sus casi 80 años, no se recuperará. Es ese temor.
Nadie está preparado para la muerte de un hijo, aunque para mí el concepto es raro. Entiendo que cualquiera se puede morir en cualquier momento. Una cosa que respire, coma y cague puede morir de un instante a otro. On your fuckin’ face.
Pero el dolor, eso es algo que no podemos controlar. Como no podemos controlar la muerte.
No es cierto que los padres no deban sobrevivir a los hijos. Si pudiéramos entender la vida como algo en verdad quebradizo, no nos enredaríamos en esta noción. Pero si un hijo se muere de algo tan mínimo como la picada de un mosquito, queda poco espacio para la lógica.
Cuando mi madre me dio la noticia, solo pude pensar en la fragilidad de una vida signada por la enfermedad, una vida que se quedó medio muerta antes de la muerte misma.
Cuando mi madre se partió en llanto justo antes de colgar el teléfono, solo pude pensar en que la relación con mi hermano había sido la más duradera de toda su laif.
Juntos desde los diecinueve años de ella, apenas alcanzo a imaginar la profundidad del vínculo que los unió. Es solo ahora, en la ausencia total de mi hermano, que puedo empezar a comprender la solidez de ese vínculo. Su naturaleza.
Luis Alberto Alonso Pérez, Luisi, Pirito, mi hermano, fue un niño brillante. En la escuela lo llamaban El Cien. En todas las pruebas de la escuela, cien sobre cien. Tocaba la batería desde los siete años. Tocaba la guitarra, el piano. Cien sobre cien.
Desde los siete años, Luis Alberto Alonso Pérez, Luisi, Pirito, mi hermano, hablaba de la genialidad de los Beatles con mi primo Carlos, mientras paseaban por el parque de Güines, ese pueblo a cincuenta kilómetros de La Habana.
Un día, siendo aún teenager, Luis Alberto Alonso Pérez se volvió loco. Una tara familiar, asegura mi madre.
Siendo aún teenager, mi hermano Luisi se convirtió en alguien peligroso por decir lo que pensaba. Y lo que pensaba nada tenía que ver con lo que debía pensar el “hombre nuevo”. Fue así expulsado del conservatorio y condenado al ostracismo más absoluto.
Pirito, mi hermano, debutó como esquizofrénico paranoide, es cierto. Pero eso no quiere decir que no estuviera claro.
Recuerdo a mi hermano. Estoy en su cuarto, enorme. Dos ventanas que dan a la loma que da al parque del Granma 2 de 20 de Mayo, en “El Vedado del Cerro”.
Estoy trepada a la ventana de la izquierda, mi lugar favorito. El pelo suelto, un afro amarillo que es algo así como un cuarto de todo mi cuerpo de tres años de edad.
Una bibijagua, diría mi madre. Un solecito, me diría, al pasar, Melba, la mamá del niño que sería poco tiempo después mi best friend. Al fondo de este recuerdo está siempre mi hermano Luisi, tocando el piano.
En su etapa más delirante, mi hermano fue Beethoven, Mozart, Sinoé. Nos quemaba con conciertos experimentales interminables. Abatidas por los ocasionales electroshocks y el cóctel de pastillas diarias, las manos de mi hermano, súper temblorosas ya, no podían tocar.
Mi hermano entonces se convirtió en poeta. O igual siempre lo fue, just in a different way.
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Qué decirte en tu cumple,
Las lágrimas no alcanzan al verte viejita.
Cómo luchas con tu bolsa a rastras.
Recuerdo muchas cosas de ti,
Pero ya he hablado bastante de eso.
Mi sufrimiento no es comparable al tuyo.
Eres fuerte, pese a tus años.
Te gustan las caracolas,
Las palabras dulces, fuertes a veces.
Admiro esa luz.
El patio aquel era un acuarium.
Eres un ángel diseñando.
Nos van matando lentamente,
No sé si debo decirlo.
Las aves vuelan alto hoy
Y me despido.
Tengo una foto en la que mi hermano me sostiene en brazos, mientras mi madre me mira sonriente. Tiene ese tono verdoso de las fotos de los 80. Yo soy solo una bola rosa entre los brazos delgados de mi hermano, pero me intuyo feliz. Es la única foto que conservo con él.
Miro de nuevo en el chat de WhatsApp con mi madre la ristra de fotos de outfits que me mandó días antes del viaje. Mi madre posa con sus botas verdes nuevas, su pelo azul, una sonrisa. No hay preocupación en sus ojos.
En ese prólogo del viaje, lo único terrible era pensar en el trámite del aeropuerto José Martí de La Habana. Pero lo realmente terrible es el hecho de que mi madre fue a Cuba a ver morir a su hijo. Esta certeza me deja sin dormir.
Con ella o sin ella allí, igual hubiera ocurrido. Pero que se haya organizado así, hace que la película familiar cobre otro sentido. Se vuelve inexplicable al punto del misterio, de lo espiritual. ¿Quién dijo que una madre no va a ver morir a su hijo?
En Facebook mi madre escribe, aunque parece más un aullido:
Este es mi hijo Luisi, una de las mejores personas que he conocido. Aquí está con su poesía, la razón de su vida. Ayer murió mi hijo, se fue así tranquilo sin pedir nada con su nobleza de siempre. Es muy duro aceptar la muerte de un hijo que se te va en cinco días. Dicen que fue el dengue, y también la impericia, la desidia, la pérdida de sensibilidad y todo lo que desgraciadamente está ocurriendo. Así, en solo cinco días, he perdido a mi hijo que tenía 58 años. Estoy destrozada y solo pido que él pueda descansar en paz, porque yo no la tendré nunca más.
¿De ahí, cómo se regresa?
Papel cartucho
En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.