10 películas para invocar a las brujas

Halloween se acerca y, junto a la cohorte de monstruosidades que se desencadenan en la víspera de Todos los Santos, 10 películas a plazo fijo resucita para hablar de los abordajes cinematográficos de las brujas, uno de los íconos más célebres de la mitopoética del miedo y el horror; así como de las agendas del prejuicio patriarcal, la misoginia y el oscurantismo inquisitorial de Occidente, persistente de muchas maneras en la contemporaneidad.

Como los vampiros, los fantasmas, y más recientemente los zombis —o muertos vivientes—, las brujas son omnipresencias culturales que resumen y corporeizan los espantos y las tinieblas del alma humana. Permiten nombrar lo desconocido y mitigan la absoluta y enloquecedora pavura que infunde lo innominado. 

Las brujas están disponibles, a la vuelta de un sueño, para atormentar dulcemente a creyentes y ateos, escépticos y soñadores, y satisfacer la insaciable sed de miedo que necesitamos tanto como el aire o los alimentos. Por eso son criaturas inmortales, que solo se extinguirán cuando la última persona abandone la faz de la Tierra. 

En los últimos años, el cine ha sido poco generoso con las brujas, gestando películas tan olvidables como las vanamente pretenciosas Suspiria (Luca Guadagnino, 2018) y Akelarre (Pablo Agüero, 2020), o las muy lamentables Las brujas (Robert Zemeckis, 2020) y Hocus Pocus 2 (Anne Fletcher). 

De tales fallidos abordajes de las brujas y sus universos mágicos no se hablará en esta lista, que busca bocetar una vindicativa cartografía de lo mejor producido en un siglo de cine sobre hechizos, aquelarres y hogueras. 


1.- ‘Häxan’ (Benjamin Christensen, 1922)

“Durante la época de la brujería era peligroso ser vieja y fea, pero tampoco era seguro ser joven y guapa”, dice Christensen en algún momento de Häxan, singular película danesa sobre el peligro de ser mujer entonces y ahora, más allá del enfoque específico en los mitos, prejuicios y horrores alrededor de la brujería en la Europa medieval.

Las brujas son omnipresencias culturales que resumen y corporeizan los espantos y las tinieblas del alma humana.

Häxan cumple un siglo en 2022 y, como las brujas, engendros e inquisidores que la pueblan, aún no cesa de retar, perturbar y maravillar con su atrevida hibridez genérica, con la sorprendente puesta en escena que pendula entre el realismo preciosista y el expresionismo pasmoso. Además de su nada disimulado corte ensayístico, donde el autor no tiene escrúpulos en revelarse todo el tiempo como narrador intencionado. 

El rostro ceñudo y sombrío de Christensen es la primera imagen que aparece tras el título. Es el maestro de ceremonias que conducirá a las audiencias a través de un periplo por la alucinación, la poesía, la crueldad, el absurdo y el horror del alma humana. 

Su faz es también una palmaria declaración de principios autorales. Esta es su película y todos los públicos le pertenecerán mientras la vean. Son sus ideas, sus razones y pesadillas. Todos están invitados a rechazarlas o abrazarlas, pero a ninguno le está permitido variarlas.

Como las brujas sobre las que versa, Häxan es una película hereje, provocadora, bizarra. Se escabulle constantemente de las taxonomías rígidas que busquen encasillarla en un nicho fílmico demasiado convencional, afín con la pobreza perceptiva de millones que necesitan modelos seguros, cerrados y predecibles del arte y el mundo.

Es una película que, desde los inicios del siglo XX y desde los orígenes del cine mismo, llama a los realizadores del XXI a que no dejen de ser sacrílegos, arriesgados, desafiantes; a que ponderen sus ideas y tesis por encima de cualquier pacatería formalista o complacencia conservadora. Los invita desde el mismo epicentro del Infierno a que no teman mixturar en sus redomas todos los recursos artísticos y dramatúrgicos necesarios para destilar relatos potentes, libres y alegres, sacados de las entrañas y dirigidos hacia las entrañas de los públicos. 

Destilar relatos potentes, libres y alegres, sacados de las entrañas y dirigidos hacia las entrañas de los públicos.

Era y es arriesgado ser cineasta comprometido con su arte, tanto como era y es extremadamente arriesgado ser mujer, ya sea vieja, joven, fea, o bonita, como refiere la película con una ironía que no deja lugar para la ingenuidad en el discurso, a pesar de estar marcado por el inevitable hálito moderno y la perspectiva algo victimizadora de la mujer —algo que se evidenciada sobre todo en los últimos minutos de la cinta—, típicas de una obra realizada por un hombre de su tiempo.

Pocas mujeres, o ninguna, estaban verdaderamente a salvo en unos siglos donde cualquier mínima manifestación de independencia, inteligencia o sensualidad era inmediatamente censurada como brujería. 

Se les acusaba de tratos sacrílegos con el Diablo y sus legiones demoníacas. Entonces todo estaba prohibido. Hasta la respiración podía ser peligrosa. Una simple mirada penetrante constituía argumento irrevocable para condenar a una mujer. Primaba la razón de los hombres y del dogma religioso, que definía los modos morales y políticos. 

Todos los caminos parecían conducir a la hoguera, símbolo infernal revestido de santidad purificadora a los ojos de un Dios más terrible que las peores deidades paganas ya sofocadas bajo el filo de la cruz, tal como Häxan expone a la luz enfermiza de las piras alimentadas por carnes de mujer. 




2.- ‘Dies Irae’ (‘Vredens dag’, Carl Theodor Dreyer, 1943)

Dies Irae inicia con la persecución, tortura, juicio y ejecución de la anciana Herlofs Marte (Anna Svierkier), acusada de bruja y sentenciada sin derecho a su defensa, en la Dinamarca puritana de 1623. 

Todos los caminos parecían conducir a la hoguera, símbolo infernal revestido de santidad purificadora.

Su quema es acompañada por un coro de niños que entonan el Dies Irae, himno apocalíptico compuesto en el siglo XIII. Es una obra que canta al fin del mundo, cuando “los siglos se reduzcan a cenizas”.

Los niños mueren un poco cada vez que cantan a la destrucción y la furia. Su lozanía se marchita mientras elevan sus voces junto a las llamas. El esperanzador principio que representan los infantes es derruido por el ponzoñoso enaltecimiento del cataclismo definitivo que emana de sus gargantas. 

Cada vez que es sacrificado un ser humano, el mundo se acerca un poco más a su final. La muerte solo puede parir más muerte. El deceso de Herlofs Marte siembra semillas apocalípticas entre la población que la condenó y la vio convertirse en cenizas, entre los que pudieron ayudarla y no lo hicieron por miedo o hipócrita conveniencia. 

Los efluvios culposos del cadáver calcinado y las últimas maldiciones de la anciana desatan la ira y la perdición en la familia del pastor Absalon Pederssøn (Thorkild Roose), muy frágil por estar sustentada en pactos oportunistas —entre el religioso y su joven esposa Anne Pedersdotter (Lisbeth Movin), hija de otra bruja que fue salvada por él a cambio de la mano de la muchacha— y represiones —Anne no ama al esposo, que tampoco parece amarla.

La de esta familia no es estabilidad, sino un volatín sobre una cuerda floja que se quebrará ante el primer soplo de libertad y deseo, encarnados en Martin (Preben Lerdoff Rye), el hijo de Absalon con su primera y fallecida esposa.

Cada vez que es sacrificado un ser humano, el mundo se acerca un poco más a su final.

Merete (Sigrid Neiiendam), la austera madre del pastor, ocupará el lugar de un espectador privilegiado, desde donde sospechará, intuirá y finalmente contemplará el apocalipsis implosivo de su familia, tragedia autofágica y pecaminosa que terminará con la muerte, el arrepentimiento y la autoinculpación. El triángulo amoroso que despliega Dreyer en su silencioso y estéril paisaje fílmico terminará convirtiéndose en un círculo infausto, en un estrato infernal donde los personajes se consumirán quedamente.

Sin extroversiones shakesperianas ni rimbombancias melodramáticas, Dreyer compone en Dies Irae una puesta en escena de aparente naturalismo, pero de tan calculada parquedad y árida desnudez, que termina deslizándose —con la sutileza de una sombra posada sobre el fuego— en los mismos territorios de alucinación purgatorial donde transcurre su descomunal y surrealista Vampyr  Der Traum des Allan Grey(1932). 

Todos los espacios de la película son expresiones de la crueldad que guía las voluntades de la época representada. Son proyecciones de los vacíos anidados en las almas de los personajes. Mientras que Martin y Anna explayan su felicidad y sus deseos en campos floridos, fértiles, sus fingimientos cotidianos y el definitivo desenlace de su romance —no menos infausto por previsto— transcurren en claustrofóbicos paisajes interiores. 

Ante los ojos acusadores de los jueces, la perdición de todos parece conjurada por los poderes vengativos de la bruja muerta y por el potencial diabólico heredado por Anne. A través de estos se canalizarían las fuerzas desestabilizadoras del Maligno, siempre presto a pervertir a los cristianos virtuosos. Eso les hará dormir tranquilos. La culpa siempre habitará fuera de ellos. 




        

3.- ‘Night of the Eagle’ o ‘Burn, Witch, Burn!’ (Sidney Hayers, 1962)

Night of the Eagle es la segunda versión fílmica de la novela Conjure Wife de Fritz Leiber, que tuvo su primera adaptación en 1944 bajo el título Weird Woman (Reginald LeBorg) y contó aun con una tercera versión cinematográfica en 1979 (Witches’ Brew) bajo la dirección de Richard Shorr, ya en tono de comedia, convirtiéndose el original literario en un verdadero jalón del cine B.

Expresiones de la crueldad que guía las voluntades de la época representada; proyecciones de los vacíos anidados en las almas de los personajes.

Más allá de los amenos elementos ligeros de suspenso y terror, la de Night… es una historia sobre una crisis de fe; pero no en una deidad mágica, sino en el iluminismo y la razón modernos, esos que proponen sus maneras y paradigmas como cartografía definitiva del universo, a la vez que desechan como meros atavismos oscurantistas todos los saberes, prácticas y misterios precedentes. 

También puede ser leída como una fábula donde la prepotencia patriarcal se derrumba bajo el poder sutil de las potencias matriarcales que en los inicios de la civilización humana otorgaron a las mujeres las privilegiadas condiciones de chamanes y curanderas expertas.

Norman Taylor (Peter Wyngarde) es un profesor universitario en pleno ascenso hacia el éxito. Se dedica en gran medida a exorcizar todos los demonios antiguos sobrevivientes a la dictadura de la razón intelectual y científica occidental. Su esposa Tansy (Janet Blair) permanece relegada en un rol de aparente y suave subordinación, cuando en realidad remonta en silencio senderos divergentes que la conducen por los vericuetos de la hechicería. 

Taylor asume el mundo como un mecanismo lógico con todos sus engranajes expuestos. Tansy, como una amalgama de energías ignotas, trascendentales, regido por leyes ininteligibles para la curiosidad diseccionadora de la Academia. Taylor concibe el mundo como un espacio a conquistar con la fuerza y la mente, mientras que ella lo ve como una deidad en cuyo misterio reside su poder. Es un supremo secreto que apenas se divisa tras los espesos velos que median entre la percepción y el universo.

El profesor desprecia y condena todas las prácticas mágicas de su esposa, a quien en verdad parece deber todos sus éxitos. Deviene héroe aturdido y atrapado en medio de una contienda de fuerzas incomprensibles. Su anagnórisis sobreviene cuando se percata de que en el mundo hay demasiado sin explicar, que la realidad y la existencia no pueden ser reducidas a modelos científicos cerrados, rígidos y soberbiamente antropocéntricos. 

Las mujeres parecen volver a ser un peligro para el imperio iluminista.

Taylor representa, al inicio de la película, una nueva versión de las fuerzas inquisitoriales que en los tiempos medievales buscaban perpetuar las concepciones axiomáticas ancladas en la Biblia. Estos jueces asfixiaban todo amago disidente respecto a una ideología que reducía a las mujeres a un orden inferior y cualquier intento por trascender este rol asignado implicaba grandes peligros para el imperio eclesiástico. En The Night…, las mujeres parecen volver a ser un peligro para el imperio iluminista que, a pesar de sus virtudes, ha heredado y perpetuado las esencias misóginas.

Tansy le da una lección de humildad existencial e intelectual a Taylor, motivándolo tal vez a reformular su relación con el universo y la vida, reconfigurando definitivamente sus modelos civilizatorios. 

Ya los hechiceros jamaicanos con los que Tansy se inició en las artes ocultas no serán seres inferiores, embrutecidos por la superstición, sino guardianes de zonas del conocimiento inexploradas. La esposa no será más una amable servidora, sino un poder impredecible que define futuros.




4.- ‘Martillo para las brujas’ (Kladivo no carodejnice, Otakar Vávra, 1970)

El absolutismo y el totalitarismo son los terrenos perfectos para que el oportunismo germine, fructifique y se sublime. La ponzoña que esteriliza las naciones bajo los regímenes reaccionarios es abono ideal para las almas viles y las mentes retorcidas, dispuestas a sacrificar a todos —empezando por la propia condición ética, moral y humana— para embriagarse de poder.

Estos conceptos se deslizan a poca profundidad bajo el recio y expositivo realismo de una cinta estrenada apenas dos años después de la invasión soviética a la Checoeslovaquia sediciosa de la Primavera de Praga y a solo un año de la autoinmolación a lo bonzo de Ian Palach, en protesta por la injerencia de la URSS en los destinos de su país. 

El mundo del absolutismo pertenece a desaforados psicopáticos y a los cobardes que lo acompañan en su cruzada contra la vida.

El floreciente y audaz nuevo cine checo de los 60 había sido prácticamente asfixiado bajo la censura intensificada de las fuerzas ocupantes, apoyadas por sátrapas locales dispuestos a reprimir a los suyos, entregarlos a los amos foráneos por un hatillo de privilegios. Toda búsqueda formal y riesgo discursivo en el campo fílmico se rindió ante los influjos del realismo socialista, oficializado como forma única de mirar y contar el mundo. 

Martillo… retrocede varios siglos hasta el XVII, se ubica en los menos sospechosos dominios de la historia apolillada. Sella su legitimidad al tomar como basamento las espeluznantes relatorías de procesos inquisitoriales contra mujeres y hombres acusados de brujería, conducidos por jueces ordenados por la Iglesia, al estilo del monstruoso y grotesco Boblig (Vladimir Šmeral).

Boblig está por encima de la ley judicial. En algún momento del relato se ufana de desconocerla por completo. Se vale de la licencia absoluta que le concede el poder religioso para lanzar al fuego a quien se le antoje. Tal como ya se muestra en Haxän, un proceso por brujería devenía impredecible reacción en cadena, capaz de hacer caer familias y comunidades enteras en las simas de la perdición. Todos son sospechosos. En la represión está la fuerza —y también la debilidad— de un poder tiránico.

Vávra despliega un didáctico, pero también muy cínico, muestrario de todo el herramental de los inquisidores como Boblig, su ayudante Ignác (Josef Kemr) y sus cómplices —la mayoría bajo chantaje directo o el miedo a ser señalados como aliados del Diablo y sus servidores—, que dialoga inquietantemente con el presente represivo en que se realizó y proyectó la cinta. 

Una sinfonía atmosférica, un concierto de excesos, una orgía cromática, una monstruosidad tecnicolor.

En Cuba comenzaban también a esparcirse las sombras del Quinquenio Gris. Un año después, Tomás Gutiérrez Alea estrenaría Una pelea cubana contra los demonios (1971), que se remonta asimismo a sucesos “reales” del siglo XVI para razonar, con un poco de seguridad, su hosca y peligrosa contemporaneidad.

Nadie está seguro en el mundo recreado en Martillo para las brujas. Tampoco lo estaba nadie en la Checoeslovaquia pos-1968. Los efluvios del miedo tornan irrespirable la atmósfera. Solo el desenfrenado Boblig, excitado con el poder total depositado en sus manos, expande sus pulmones y se vuelve una amenaza ubicua. 

Con un hambre insaciable, devora el mundo persona a persona. El absolutismo is no country for good men, para las personas honestas, ilustradas y coherentes como el presbítero Lautner (Elo Romančik), ejecutado infundadamente por brujería. O para mujeres como las múltiples víctimas del juicio inquisitorial recreado. El mundo del absolutismo pertenece a desaforados psicopáticos como Boblig y a los cobardes que lo acompañan en su cruzada contra la vida.  




5.- ‘Suspiria’ (Dario Argento, 1977)

Suspiria es una película roja, un cine de la sangre, de la carne arruinada y las vísceras. Parece sumergida en sangre envenenada. Sus personajes viven en un espacio tan agobiante como una garganta irritada, pero a la vez de una belleza tan filosa y abisal como el Infierno en primavera. 

La Academia Tanz de ballet es una flor supurante. La sangre densa y absurdamente brillante no deja de brotar en cada recoveco de la película, desde cada garganta abierta, cada cuerpo rasgado y cada corazón apuñalado.

Lo que nos hace temer a la oscuridad, a las puertas cerradas, a las casas abandonadas y a los desconocidos.

Anclada en la dimensión mitopoética de las brujas, Suspiria es una sinfonía atmosférica, un concierto de excesos y una orgía cromática. Es una monstruosidad tecnicolor, pantagruélica hasta los bordes del surrealismo pesadillezco y gozosamente hundida hasta la coronilla en las aguas expresionistas. 

El empleo extemporáneo de la tecnología tecnicolor para imprimir la película le terminó ofreciendo al proceso la oportunidad de un canto de cisne escalofriante, un último alarido fulgurante que nunca podrá olvidarse. 

A la vez, le imprimió un drástico redimensionamiento a las propias connotaciones estéticas y discursivas del tecnicolor, pues su acostumbrado cariz festivo, digno de alegres aventuras como Las aventuras de Robin Hood (Michael Curtiz y William Keighley, 1938) o musicales fantásticos como El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), fue envilecido hasta los extremos más abyectos.

En Suspiria, las sombras amenazantes y proteicas del horror, ideales para ocultar tras sus velos tenebrosos las más innominables amenazas, son sustituidas por los colores de iridiscencias abrumadoras y malsanas, que le otorgan al mundo un talante innatural, aberrante, agresivo. 

La película es también un maremágnum melódico, que se complota con la agresiva paleta para erigir una de las catedrales sensoriales cinematográficas más apabullantes y poderosas. La banda sonora, compuesta por el grupo de rock progresivo Goblin, con la participación del propio Argento, expresa y expande las tormentas mentales de los personajes, sus pavores, aprehensiones y confusiones. 

La verdadera esencia de la realidad es el peligro; el mundo es un territorio agresivo.

El estruendo abigarrado parece perturbar directamente a Suzy Bannion (Jessica Harper) y sus menos afortunadas compañeras de estudio, entumeciéndoles sus voluntades.  

El edificio de la academia —así como la película toda— resulta un gran monstruo amorfo que se la pasa rumiando a todos los que lo habitan y se deslizan por sus entrañas. Tensa sus ánimos en una permanente exasperación de cuellos tiesos, sonrisas carnívoras y punzantes ojos esmeraldinos como los de la señora Tanner, interpretada perturbadora e inolvidablemente por Alida Valli. 

La diva italiana se reafirma en Suspiria como un indiscutible ícono del horror fílmico europeo, luego de que en 1960 tuviera una primera consagración en este campo con Los ojos sin rostro (Les Yeux sans visage) de George Franju. 

Asimismo, la Harper vuelve también a alcanzar —como nunca más logró— su verdadera medida en el reino del terror y del cine de culto, luego de interpretar tres años antes a la cantante Phoenix en El Fantasma del Paraíso (Brian de Palma, 1974), otro caótico vórtice de melodía y furia.

Aunque se titula Suspiria, la película es paradójicamente un grito estentóreo e interminable que no cesa ni mengua siquiera un instante. Los públicos latinoamericanos la conocieron como Alarido cuando se distribuyó por las salas del subcontinente. Este título sustituto puede considerarse una especie de spoiler que, aunque no revela nada de la trama, sí delata la naturaleza tensa de esta película regida por brujas venidas de más allá de la realidad.  

Dios y el miedo obran de maneras misteriosas, quizás porque están hechos con los mismos elementos.




6.- ‘Las brujas’ (‘The Witches’, Nicolas Roeg, 1990)

Las brujas es un cuento de horror para niños, libre de pacaterías o prevenciones escrupulosas. Primera adaptación de la novela homónima de Roald Dhal, dirigida por el perturbador autor británico Nicolas Roeg (PerformanceDon’t Look NowThe Man Who Fell to Earth), está hecha de lo que nos hace temer a la oscuridad, a las puertas cerradas, a las casas abandonadas y a los desconocidos. También está construida con lo que nos hace amar lo terrible y permitir que el desasosiego nos abrase alegremente.

Las brujas es una bella pesadilla, como solo la sabría pensar y materializar Jim Henson y su “taller de criaturas”, en cuyas forjas de látex y tela se fraguaron películas como El cristal oscuro (Jim Henson, Frank Oz, 1982) y seriados televisivos como El narrador de cuentos (1987), insuperables —incluso en la contemporaneidad CGI— en sus meticulosas facturas y, sobre todo, en lo sobrecogedor de los mundos extraterrestres y míticos que elucubran.

En esencia, la película pudiera considerarse una fábula que advierte a los infantes sobre el peligro de aceptar regalos e invitaciones de personas raras y excesivamente amables, en connivencia con las historias de la Caperucita Roja o Hansel y Gretel. Pero Roeg trasciende el mero aleccionamiento profiláctico, expandiendo el relato hacia los terrenos de la paranoia. 

La verdadera esencia de la realidad es el peligro. El mundo es un territorio agresivo. Detrás de cada esquina y cada rostro se agazapan los demonios, listos para arruinar al ser humano en sus primeros años.

La maternidad “natural” está considerada como la única admisible, auténtica y posible, a partir del supremo valor de la sangre.

La Gran Bruja que encarna Angelica Huston —nítida precursora de su posterior papel como Morticia Addams en La familia Addams (Barry Sonnenfeld, 1991)— resulta epicentro de toda la cinta. Tanto como la secuencia de la reunión de todas las brujas en el salón, donde su líder les explica su plan de exterminio definitivo de los niños, deviene verdadero punto culminante del relato; aunque no sea el clímax propiamente dicho de la historia. 

La Gran Bruja es el monstruo definitivo. Es el más abrumadoramente fascinante de todos los esculpidos por Henson y sus artífices. Acusa más antigüedad y corrupción que la longeva y marchita Helena Markos, líder del aquelarre de Suspiria, y es expuesta casi con obscenidad a la luz fluorescente del salón del hotel, de sopetón, sin sombras que apacigüen sus angulosos y grotescos excesos. 

Las brujas es también una historia apocalíptica, pues el gran aquelarre mundial persigue convertir a todos los niños en ratones. Se anula de paso la continuidad de la especie humana sobre la Tierra. Pero sus actos no están movidos por la voluntad de extinción, sino por el inexplicable odio que les inspiran los niños. Las criaturas calvas, de ojos malvas y pies sin dedos, están consagradas a destruirlos a toda costa. Su animadversión es tan inexplicable como el antisemitismo o el racismo.

Los niños no son simples presas para las brujas de Dahl, son pestes que merecen ser erradicadas con los métodos más minuciosos, imaginativos y desesperados. Su desmedida proliferación amerita métodos tan radicales como la Fórmula 86. 

Las brujas serían una suerte de antípodas de la infancia, némesis definitivas de los humanos en miniatura, opuestos irreconciliables por causas tan abstractas como el odio en estado puro. 

Todo lo que yace más allá de las fronteras y se atreve a establecerse en el sagrado terreno nacional es peligroso y malintencionado.

A pesar de corporeizar el miedo, de otorgarle un nombre y unos contornos, las brujas siguen siendo igualmente indiscernibles e ignotas. Son una fuerza, una amenaza metafísica que pende sobre las cabezas de la humanidad. Dios y el miedo obran de maneras misteriosas, quizás porque están hechos con los mismos elementos.




7.- ‘El enebro’ (‘Einitréð’, Nietzchka Keene, 1990)

Margit (Björk Guðmundsdóttir) y Katla (Bryndis Bragadóttir) son dos hermanas con poderes mágicos que huyen a la nada luego de que su madre fuera quemada por bruja en la Islandia medieval, representada como un paraje arrasado donde batallan a muerte los cultos paganos autóctonos contra el cristianismo totalitario que absorbe y aniquila todos los credos divergentes de sus cánones axiomáticos. 

El páramo infinito por donde las mujeres buscan refugio a salvo de la represión es la liza esterilizada por la furiosa contienda. Apenas parece sobrar algún rastro de vida.

Jóhann (Valdimar Örn Flygenring) y su hijo Jónas (Geirlaug Sunna Þormar), huérfano de madre, crecen entre las rocas como hierbajos resilientes. Su solitario hogar es refugio en el que las hermanas encuentran santuario, gracias a los hechizos lanzados por Katla sobre el hombre. Le induce un apego obsesivo, más cercano a la adicción que al amor, que lo hacen rechazar las continuas protestas de Jonás contra esta madrastra llegada de más allá de Dios y la Biblia. 

Margit posee el don de la percepción extrasensorial. Dialoga con espíritus desencarnados como el de su propia madre (Guðrún Gísladóttir), que se manifiesta para atemperar las maquinaciones de Katla. 

Un mundo vetado y sensual que, cual vagina dentada, devora a todos los hombres que intenten invadir su pureza con sus biblias, penes y cruces.

En la hermana mayor, el instinto de supervivencia deviene manipulación, tiranía y, finalmente, crimen, a partir del abuso egoísta de los poderes heredados. La hermana menor utiliza su gracia para entender el universo, lo que contribuye a su autorreconocimiento como sujeto interdependiente de una esfera mucho más compleja que su ego. Margit es en el mundo, mientras Katlas está sobre el mundo. O también puede verse de otra manera…    

La historia desarrollada fílmicamente por Keene está basada en el relato Del enebro, recogido por los Hermanos Grimm en los dos célebres volúmenes de Cuentos de la infancia y del hogar (1812-1815). Es bastante usual en este corpus de narraciones orales tradicionales la equivalencia entre la madrastra y la bruja. Ambas identidades negativas confluyen casi siempre en un mismo personaje. En este caso Katla, concebida como la advenediza, la manipuladora, como usurpadora violenta del lugar abandonado por la madre biológica. 

La maternidad “natural” está considerada como la única admisible, auténtica y posible, a partir del supremo valor de la sangre. Bajo esta luz, el inocente Jónas, más allá de extrañar a su madre y rechazar toda sustitución ante el peligro de una segunda muerte de su madre por olvido, adquiere dimensiones simbólicas menos nobles, corriéndose hacia la xenofobia y el racismo. 

Desde esta lógica, los cuentos como Del enebro ocultarían metáforas (ultra)nacionalistas bajo una pátina inocente. Lo extraño es monstruoso. Lo externo es maligno. El “afuera” siempre es terrible, mientras el “adentro” está controlado, es conocido y cómodo. Todo lo que yace más allá de las fronteras y se atreve a establecerse en el sagrado terreno nacional es peligroso y malintencionado.

Para las brujas, la manera de embozarse en la realidad no es camuflándose sino transformando el entorno a su imagen y semejanza.

“Tú puedes estar aquí, pero tu hermana no”, le dice Jónas a Magrit. “¿Por qué no?”, indaga ella. “Porque yo soy de aquí y no quiero que ella esté”, sentencia categóricamente el niño, investido de todo el poder que le concede su procedencia. 

El niño sería un pequeño reaccionario que contamina con sus prejuicios la construcción de la imagen de Katla, extranjera refugiada y dispuesta a todo con tal de pertenecer a algún lugar. 




8.- ‘La bruja’ (‘The Witch’, Robert Eggers, 2016)

La bruja es la historia de un despertar envenenado, de la irrupción de la pubertad como fuerza incontenible y detonante de poderes blasfemos, apetitos impíos, sensibilidades lascivas que apuntan a una vocación ineluctable de servir al deseo y a la carne, antes que a un credo que pondera la continencia, la represión y los tabúes.  

La ópera prima de Eggers es la génesis infecta de una hechicera llamada y obligada a consagrarse al Diablo, su señor y destino natural, a contrapelo de la esencia innatural de la religión puritana que la hacen profesar su padre William (Ralph Ineson) y su madre Katherine (Kate Dickie), so pena de fenecer como su hermano Caleb (Harve Scrimshaw), para quien el despertar lúbrico resultó trauma insuperable, hasta que su vida se quebró bajo el peso de la contradicción insoluble entre los inaplazables deseos de su cuerpo y su enquistado fanatismo cristiano.

La bruja es la relatoría de un proceso de purgación de todos estos estorbos religiosos y parentales que impiden a Thomasin (Anna Taylor-Joy) realizarse como una bruja plena, como mujer absoluta y autónoma.

Una fuerza narcisista que, siempre queriendo hacer el bien, trae males a diestra y siniestra.

La suya es una familia puritana inglesa de los inicios de la colonización de América del Norte, durante el siglo XVII. Son emigrantes provenientes de un agreste “Viejo Mundo”, precariamente asentados en este “Nuevo Mundo” donde los suelos son tan duros y fríos que cualquier intento por enraizarse es tan vano como conseguir una cosecha propicia. 

La infertilidad, la esterilidad y la aridez del contexto contrastan con la feracidad del matrimonio, que cuenta con cinco descendientes. Thomasin es la mayor, pero por derecho Caleb es el primogénito, el “hombre de la casa” al que le corresponderá en un futuro reinar. 

En ese camino de virtud patriarcal intenta iniciarlo infructuosamente su padre, viendo frustrados sus propósitos por el final prematuro del adolescente en el seno del bosque profundo, resistente a toda imposición de leyes morales o deidades importadas. 

La foresta, a cuya orilla sobrevive la familia —luego de ser expulsados de la colonia por motivos no explícitos—, es una zona salvaje, prístina, donde se agazapa un mundo vetado y sensual que, cual vagina dentada, devora a todos los hombres que intenten invadir su pureza con sus biblias, penes y cruces. 

En sus cercanías, Thomasin, sus padres y hermanos comienzan a contaminarse con los efluvios paganos. Solo les queda dejarse ganar por las fuerzas de la naturaleza satánica o morir arrollados por sus torrentes.

La muerte es el mismo destino para amantes y ofuscados.

William y Katherine se resisten, niegan el triunfo de un orden natural mucho más antiguo que todas las religiones juntas, que todas las personas juntas. Lo que debería ser epifanía y aceptación, resulta para ellos y sus descendientes puro horror, pesadilla, agonía y muerte.

La transmutación que exige el bosque es un proceso violento y selectivo, que privilegia a los más aptos, dígase Thomasin, y posiblemente sus hermanitos gemelos Jonas (Lucas Dawson) y Mercy (Ellie Grainger), cuyos destinos no son del todo clarificados en la cinta, pero puede inferirse su sobrevivencia dadas las sensibilidades manifiestas que demuestran hacia las potencias invisibles que los embargan. 

Ambos terminan por ser más perceptivos que la propia Thomasin, cuya revelación llega con el tránsito hacia la madurez sexual, con el espasmo de un puñetazo en el estómago. 




9.- ‘The Love Witch’ (Anna Biller, 2016)

En The Love Witch, la refulgente paleta tecnicolor es escogida nuevamente para desarrollar una historia de brujas, para matizar un mundo de mixta y ambigua epocalidad, en el que Biller organiza un delicioso menage a trois entre el siglo XXI feminista, el XIX victoriano y el XX con su cine camp de los años 50 y 60. Súmesele una pizca precisa de cuentos de hadas. 

La protagonista de la película —que también Biller escribe, produce, monta, compone la banda sonora y diseña el vestuario— es la bruja Elaine Parks (Samantha Robinson), quien desanda el mundo tras algo tan complejo como el amor verdadero. Su despampanante aspecto y sensuales maneras de femme fatalecontrastan con la trágica y desesperada inocencia con que revuelve el mundo en pos de la felicidad. Y la Robinson consigue conciliar con elegante organicidad estos rasgos, comúnmente incompatibles en las cintas de donde provienen los referentes que Biller confiesa y exhibe con alegre descaro en su extrovertida cinta.

Sus poderes son aborrecidos, pero también son instrumentalizados como métodos legales para detectar culpables de crímenes en procesos legítimos.

Aunque precisa y compleja en la construcción de la trama y los personajes, la realizadora convierte a la dirección de arte en un elemento escandalosamente definitorio de su discurso, algo que también sucede con Suspiria. Tanto las brujas que integran el maligno aquelarre de la Academia Tanz en la cinta italiana, como la anhelante Elaine de The Love Witch, parecen impregnar y afectar en mucho los contextos con sus energías mágicas. Los transfiguran de modo radical hasta el punto de convertirlos en hábitats afines a sus esencias singulares. 

La bruja determina las leyes de los ámbitos que ocupa. Nunca se adapta. Su manera de embozarse en la realidad no es camuflándose, sino transformando el entorno a su imagen y semejanza. La bruja es un ente contundente, una fuerza transformadora. 

Ahora, en Suspiria, las hechiceras modifican fundamentalmente un único elemento diegético: el edificio donde anidan junto a la vetusta Helena Markos. La academia destaca y contrasta respecto a otras aristas de su mismo mundo no influidos por la presencia mágica. Pero en The Love Witch, la presencia de la encantadora afecta por completo la diégesis. Es una película embrujada. 

Elaine huye del infortunio que se empeña en cancelarle, de manera trágica, cada una de las oportunidades de ser amada por hombres congénitamente incapaces de querer a las mujeres con la misma intensidad y compromiso que ellas. En sus peripecias con los amantes que van apareciendo en su nueva ciudad de residencia, termina siendo una fuerza narcisista que, siempre queriendo hacer el bien, trae males a diestra y siniestra. 

Elaine es una bruja sin aquelarre. Rehúye de otros grupos de practicantes revivalistas de la hechicería y otras místicas paganas, pululantes en el pueblo con el beneplácito de las autoridades. Celebran sus ceremonias —secretas en siglos anteriores— a los ojos de todos, exhiben sus fantasías nostálgicas en inofensivos rituales y festejos. 

¿Será que los hombres no saben amar de verdad?

Elaine se empecina en actuar como una fuerza solitaria. Es una aventurera esquiva, clandestina. Provoca en los hombres obsesiones artificiales que los hacen confundir la obcecación con el amor verdadero. 

La muerte es el mismo destino para amantes y ofuscados. ¿O será que los hombres no saben amar de verdad? ¿Es el amor verdadero un estado que conduce irrevocablemente al colapso? ¿Solo la tragedia es la verdadera prueba de que el amor existió donde ahora la muerte domina? 




10.- ‘No soy una bruja’ (‘I Am Not a Witch’, Rungano Nyoni, 2017)

La noción de tradición tiende a invitar a la simpatía, la nostalgia y el respeto por las costumbres “originarias”, las maneras autóctonas y los saberes atávicos sobre los que se cimentan las culturas y las civilizaciones. 

Mas la tradición resulta muchas veces un pretexto para que se perpetúen y prosperen concepciones reaccionarias, conservadoras, tan crueles como puede ser la ablación femenina que aún se practica en varias comunidades africanas, o bien la discriminación y represión legal en Zambia de mujeres acusadas de practicar la brujería, práctica sobre la que construye su relato fílmico la realizadora zambiana Nyoni.

No soy una bruja se sitúa en la misma cuerda política y acusadora de “tradiciones” patriarcales crueles que han trazado películas previas como Mooladé (Ousmane Sembene, 2004), que justo denuncia la persistencia de la práctica de la referida mutilación en zonas de Burkina Faso en la contemporaneidad; y Agua (Deepa Mehta, 2005), donde se discute sobre la segregación de las viudas hindúes aún vigente en el siglo XX, cuando la muerte de maridos significativamente mayores condenaba a sus esposas en edades medianas, adolescentes o infantiles, al ostracismo y la absoluta anulación social. En las tres cintas, las niñas son protagonistas y devienen dispositivos puntuales para revelar las caras más extremas de estas prácticas.  

Las brujas son sometidas a trabajos forzados de por vida para que purguen sus presuntas maldades mágicas.

En Zambia, las brujas son sometidas a trabajos forzados de por vida para que purguen sus presuntas maldades mágicas. Se les ata unas cintas a la espalda para evitar que levanten el vuelo y, a la vez, limitar su desplazamiento. Las cintas son de tela suave, pero las condenadas no hacen nada para destruirlas y escapar corriendo o volando. Son partícipes —y de cierta manera, cómplices inconscientes— del mismo imaginario que las aherroja, las “brujas” se resignan al castigo, naturalizan su condición absurda y hasta permiten ser exhibidas en rediles al turismo foráneo. 

Los visitantes, mayormente blancos, no se inmutan en lo más mínimo ante este criminal atavismo revestido de tradición digna de respeto, pagan por verlo y toman sus respectivas fotografías. Cualquier semejanza con los zoológicos humanos que proliferaron en Europa durante los siglos de la conquista occidental de América y África no es una coincidencia en lo absoluto.

Las cintas restrictivas se recogen en unos carreteles gigantescos que son fijados por los carceleros de las mujeres en el centro de los perímetros donde estas habitan o trabajan, o bien en el camión que las traslada. La cama del vehículo parece sembrada de árboles, en cuyas ramas se aferran los carretes. Esta imagen seduce a Nyoni y la reitera en el relato más de lo aconsejable, abocándose al activismo panfletario; con el consecuente distanciamiento de la esencia artística de toda película.  

Tal como la niña Chuyia (Sarala Kariyawasam) de Agua es enclaustrada en un ashram de viudas, la Shula (Maggie Mulubwa) de No soy una bruja es confinada en un campo de trabajo, tras ser acusada de brujería por los habitantes de su aldea, sin otra prueba legal más que los testimonios no comprobados de sus manejos malignos.

A partir de ese momento, Shula deja de ser una niña e incluso es despojada de su condición humana. Es una bruja. Su nombre significa “desarraigada”, como explica otro de los personajes. Es un ente sin derechos, temido, odiado y venerado a la vez. Sus poderes son aborrecidos, pero también son instrumentalizados como métodos legales para detectar culpables de crímenes en procesos legítimos, al estilo de los “juicios de Dios” musulmanes y otras prácticas donde la justicia no se deslinda del mito. Shula pasa a residir en una dimensión sin salidas posibles, más que la muerte.   




  © Imagen de portada: Kayla Maurais.




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